Nuestro tiempo sufre por la falta de utopías. Pero los carismas siguen desempeñando la misma función que los profetas bíblicos, siguen indicando una tierra prometida, una ciudad más hermosa.
En 2016, La Utopía, de Tomás Moro, cumplió 500 años. El libro fue escrito en un momento de gran crisis política y espiritual de Europa. El descubrimiento del nuevo mundo comenzaba a poner en crisis al viejo, que, en medio del esplendor del Renacimiento, mostraba ya los primeros signos de decadencia. Como siempre, la decadencia comienza en el momento álgido del éxito.
No es raro que los tiempos de crisis den lugar a grandes esperanzas y a grandes deseos (de-sidera hace referencia a la falta de estrellas y al anhelo por volver a verlas cuando la noche se acerca al final).
Entre utopía y profecía existe un lazo profundo. Son distintas, pero hermanas. La utopía critica un presente no querido, indicando un lugar lejano e inalcanzable cuya descripción siempre es un proyecto y un programa político para el presente. Los grandes utópicos han mejorado el mundo puesto que han impulsado hacia delante los límites de lo posible a la vez que señalaban lo imposible. Los profetas bíblicos (y no sólo ellos) no hablan del futuro que le espera al pueblo (exilio, liberación, tierra prometida…) como de un no-lugar, sino como un destino que se cumplirá en el tiempo oportuno. El futuro profético no es menos real que el presente histórico, simplemente es distinto.
Nuestro tiempo sufre por la falta de utopía. La necesitamos mucho porque estamos en un momento de crisis, de paso, de cambio de paradigma y de “mundo”.
Pero los carismas siguen desempeñando hoy la misma función que los profetas bíblicos. Y por consiguiente siguen indicando la tierra prometida, la liberación de los esclavos, el alba de una sociedad de la gratuidad posible. Sin embargo, en nuestra época, el tema de los carismas ha quedado demasiado encorsetado dentro de las fronteras de lo “religioso” o de lo “espiritual”. Con ello, olvidamos que el primer don de los carismas ha sido y es civil: una contribución esencial para que la ciudad de todos sea más hermosa.
El primer lugar de los carismas son las plazas, las fábricas, los parlamentos, los ministerios; lugares que, sin embargo, dejamos en manos de los técnicos, muchos de los cuales no han conocido nunca las verdaderas pobrezas ni a los pobres. Pero demasiadas veces son los propios carismas los que se auto-encierran en lo sagrado y en lo eclesial, convirtiéndose en profesionales del culto, olvidando su laicidad y aceptando su marginación económica y política. Un mundo sin carismas civiles no conoce la profecía ni la utopía buena. Deja de indicar un “todavía no” para vivir tan solo dentro de un triste “ya”.
Muchos carismas que surgieron alrededor del Concilio Vaticano II hoy están viviendo una fase delicada y crucial, profundamente vinculada a la muerte de sus fundadores. Los movimientos espirituales y carismáticos, en cierto sentido, “mueren” con la muerte de su fundador. Su cuerpo social está tan vinculado a la persona del fundador que el primer cuerpo muere junto con la persona que encarnó el carisma. Muchos movimientos entran en crisis irreversible porque no logran comprender esta muerte.
Hoy los movimientos espirituales del siglo XX están siguiendo dos caminos distintos: uno conduce hacia el declive, el otro hacia el futuro. Por el primero se adentran aquellos que siguen viviendo el tiempo posterior al fundador como si éste no hubiera muerto. Su mirada está completamente proyectada hacia el pasado, creen que mantienen la fidelidad al carisma “congelando” o “embalsamando” su cuerpo, para que se conserve durante el mayor tiempo posible. No actualizan radicalmente el lenguaje y los códigos simbólicos, sólo hacen pequeños ajustes al margen.
Otras comunidades y movimientos han tomado el segundo camino. Entienden que el único modo de “reencontrar” el carisma muerto con el fundador es aceptar su muerte y esperar una resurrección. Los Evangelios nos dicen que el cuerpo resucitado no es la reanimación del cadáver del viernes santo. El cuerpo es distinto, los discípulos y las mujeres los reconocen por la voz y las heridas. Los carismas, después de los fundadores, resurgen si los reconocemos en las heridas del mundo. Solo a partir de ahí son capaces de hablarnos de nuevo y llamarnos por nuestro nombre.
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