La mirada al anciano en las culturas ancestrales – Cada pensamiento, impulso, sentimiento, decisión responde a un sistema de creencias que sostiene y da sentido en cada instante a lo que somos y vivimos.
No podríamos entender el valor del anciano en nuestras culturas ancestrales latinoamericanas sin conocer, por ejemplo, que para estas cosmovisiones hay un sentido del tiempo que nos ubica en una lógica muy distinta a la de la progresión lineal occidental, que ordena los acontecimientos en pasado, presente, futuro.
Más allá de la diversidad de estos pueblos que han habitado y aún habitan ancestralmente nuestro continente –guaraníes, quechuas, tobas, aymaras, aztecas, kunas, mapuches– hay comprensiones comunes. Una de ellas es la circularidad del tiempo.
La vida transita entre momentos fuertes que están marcados por los ciclos naturales agrícolas –abrir la tierra, sembrar, cosechar– y que explican que la vida es siempre cíclica para volver al origen y restablecer el orden cósmico. Por esto, a diferencia de la mentalidad occidental, que entiende el dinamismo vital como progreso y desarrollo hacia el futuro, aquí es un volver siempre al acontecimiento fundante. El anciano es quien más puede ayudar a no perder de vista este “tiempo fuerte” que dio origen a lo que hoy somos y que está guardado en los mitos, rituales, valores, símbolos, comidas, lenguaje, dichos, fiestas, prácticas religiosas y sociales.
Los andinos –que corresponden a las naciones ancestrales de Perú, Bolivia, norte de Chile, Ecuador– comprenden el tiempo en un modo más estático que dinámico. El transcurrir del tiempo no es unidireccional sino multidireccional, porque no se vive como evolución –de menos a más– sino como repetición de ese momento inicial; es discontinuo e intenso en cada presente. A diferencia del pensamiento occidental, que se proyecta hacia el futuro, en estas cosmovisiones el pasado está siempre delante como el horizonte de sentido.
Escuché viviendo en La Paz (Bolivia) que “los niños crecen mirando la espalda de los padres y de los abuelos”. Esto explica el valor fundamental del anciano en estas culturas. En ellos está la experiencia por aprender y aprehender como transmisión e internalización. Mirándolos es posible aferrarse a esa memoria colectiva que es identidad. En las relaciones intergeneracionales se ve claramente cómo aún hoy la palabra del anciano es no solo respetada sino que es garante de los valores que mantienen viva la comunidad. Ellos saben escuchar, decir, custodiar, aconsejar: recuerdo y vida; memoria y presente.
Entre los seres vivos –humanos, plantas, animales, astros– por los principios de relacionalidad, correspondencia y reciprocidad hay implícita una responsabilidad y cuidado hacia todo y todos: la naturaleza, la parentela sanguínea o comunitaria, los seres tutelares, las generaciones pasadas.
Se habla de un seguro social natural por el cual durante tres generaciones se garantiza el cuidado de toda necesidad material de los miembros de la familia ampliada que se extiende hasta los parientes lejanos e incluso a los vecinos.
Es inconcebible que los abuelos queden solos. Todavía hoy, a pesar de los mecanismos de transformación cultural, hay una matriz de “justicia” que implica una reciprocidad a largo plazo. La crianza y educación que se ha recibido como hijo es restituida por la reciprocidad a los padres y abuelos. Esta lógica explica la vinculación de muchos miembros de la comunidad, que en busca de una mejor condición de vida dejan el país de origen pero siguen procurando a la distancia el sostenimiento material de los padres.
La reciprocidad intergeneracional es constitutiva. Y quien rompe con estos lazos comunitarios se autoexcluye.
Si recogemos este patrimonio sapiencial y lo actualizamos a las dinámicas de nuestras ciudades globalizadas ciertamente aquí tendríamos un legado que nos haría repensar ante todo la mirada al anciano, que hoy es absolutamente funcional desde un paradigma capitalista, productivo, tecnicista: un cuerpo que no rinde ni en fuerza física ni mental y por lo tanto es descartado junto a otros también “no útiles” y por tanto invisibilizados.
Aquí aprendemos a cambiar la mirada. La fuerza y la belleza del anciano está en el “recordar” como “traer al corazón” –sentido etimológico de la palabra– aquello que nos ha constituido. Pienso ahora desde una experiencia espiritual profunda –no necesariamente ligada a una religión institucional particular– sino desde la dimensión que nos hace plena y profundamente humanos.
Volver a los principios, acontecimientos, momentos fuertes de sentido que nos hicieron hijos de esa familia, de esa patria, de esa cultura religiosa sin dudas nos daría un sustento más sólido en este momento donde muchas veces parecemos flotar en la instantaneidad y fugacidad del momento que pasa con demasiado vértigo, dejándonos un sentido de tener todo y no tener nada, de ser de aquí pero no pertenecer a ningún lugar.
Volver a la sabiduría de quienes nos precedieron no es retroceder a un tiempo lejano sino es tener la capacidad-humildad de recoger en cada presente los tesoros escondidos en toda la humanidad y que están allí para hacer más bella, sana, auténticamente feliz la vida.
Y es lo que también nos queda por hacer, por sobre cualquier otra cosa, para las próximas generaciones.
Artículo publicado en la edición Nº 609 de la revista Ciudad Nueva.