Lo necesario es demasiado poco

Lo necesario es demasiado poco

A la escucha de la vida/25

“Busco la palabra.
Nuestra lengua es impotente,
sus sonidos de pronto – pobres.
Con el esfuerzo de la mente
busco esta palabra –
y no la encuentro.
No la encuentro.”

Wislawa Szymborska, Busco la palabra

En el corazón de la humanidad siempre ha anidado una profunda añoranza de la tierra de la gratuidad. Una tierra donde cada hombre, cada mujer y cada pobre tengan pan, agua, leche y miel sin que el acceso a estos bienes fundamentales de la vida esté mediado por la posesión de dinero. Porque sabemos que existe una relación de fraternidad más profunda que la ley del intercambio de la moneda y las finanzas, y más verdadera que las desigualdades económicas y sociales. Sentimos que ese vínculo fraternal nos llama, espera que lo descubramos y lo reconozcamos.

Pero aún no hemos encontrado la tierra de la gratuidad. Nos hemos detenido demasiado pronto. Nos hemos conformado con sociedades en las que el acceso a las cosas está regulado por el registro monetario, por mercados que excluyen a los que no tienen nada que ofrecer o poseen otros bienes que el mercado no sabe ver ni apreciar. Sin embargo, mientras la moneda se está convirtiendo cada vez más en el metro con que se mide todo y a todos, los profetas siguen manteniendo viva la promesa de una tierra distinta. Una tierra siempre lejana pero viva, mientras quede alguien dispuesto a no dejar de desear lo imposible, a no sofocar el sueño de una sociedad de lo gratuito.

Con sus palabras más grandes, los profetas siguen empapando la tierra, fecundándola, transformándola y redimiéndola cada día: «¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis dinero, venid, comprad y comed, sin plata y sin pagar, vino y leche!» (Isaías 55,1).

Nos topamos con esta profecía de gratuidad después de que el profeta ha entonado los cantos del “siervo de YHWH” y se ha convertido en una víctima aplastada y descartada. Después de que ha vivido su sufrimiento, como un cordero manso, en el “parto” de un pueblo nuevo recreado inocente por la inocencia de la víctima. Nos pilla de sorpresa, nos asombra y nos emociona con su belleza. La profecía necesita muchos adjetivos para poder expresarla al menos un poco: es verdadera, fuerte, indignada, consoladora y bella.

Para entender verdaderamente algo del valor y el precio de la gratuidad y de su típica belleza, quizá necesitemos ver el mundo desde la perspectiva de los últimos, de los oprimidos y humillados, gustar el lado crudo de la vida, subir al monte Moria y al Gólgota. Sólo aquellos que tienen verdadera sed y hambre pueden entender el valor de un vaso de agua y de un trozo de pan recibidos gratuitamente. Sólo aquellos que tienen hambre y sed comprenden el valor de la fiesta y de lo superfluo: del “vino y de la leche”. Los profetas, maestros de verdadera humanidad, saben bien que muchas personas mueren por falta de pan y de agua. Pero también saben que muchas otras mueren por la carestía de alegría y de fiesta, porque “no tienen vino”. Tienen ojos para ver también el hambre y la sed de belleza, de gratuidad, de fiesta. Ven las carestías de bienes primarios y las carestías de lo excedente, el hambre y la sed de “algo más”. Porque, a diferencia de otros seres vivos, cuando a los hombres y mujeres nos falta ese “algo más” tampoco nos basta lo necesario. Cuando en nuestra mesa faltan el “vino” de la amistad o la “leche” del afecto, nos dejamos morir.

Con pan y agua sólo podemos sobrevivir, pero no podemos vivir largo tiempo. Si la gratuidad se limitara a dar lo necesario, le faltaría un rasgo esencial. La gratuidad sin excedencia no es bastante gratuita. Lo necesario es demasiado poco. Es como cuando nos ponemos de acuerdo con un amigo querido o con nuestra esposa para regalarnos por Navidad, en este año de crisis, únicamente una tarjeta. Si luego, cuando llega el momento de las felicitaciones, además de la tarjeta acordada, no hay al menos una flor o “algo más”, no somos verdaderamente felices. Ese “algo más” es lo que humaniza nuestras relaciones necesarias, lo que genera la alegría, el sacramento de toda excedencia, la flor de la gratuidad.

La profecía de gratuidad del segundo Isaías no termina aquí, sino que continúa hasta la conclusión de su canto. Las grandes palabras sobre el Emmanuel, sobre el “resto” fiel y sobre las espadas transformadas en arados, junto con los inmensos “cantos del siervo”, llevan milenios fecundando la tierra, haciéndola distinta, mejor y ciertamente más fértil y hermosa. Sin la profecía y sin el libro de Isaías, no habríamos podido comprender y narrar la vida, la muerte y la resurrección de Cristo. Nuestras palabras serían más pobres para expresar la paz después de la guerra. Las palabras de los poetas y escritores serían menos expresivas para cantar nuestras esperanzas y nuestros dolores. Nuestras iglesias y catedrales serían menos bellas, menos ricas y tendrían menos colores. Las notas de nuestras sinfonías y obras serían menos profundas. Dispondríamos de menos sustantivos y de menos verbos para recordar Auschwitz, para entender el dolor y la angustia de las víctimas, para intentar tal vez salvarlas, para decir y decirnos nuestros mayores sufrimientos y alegrías.

El don de estas palabras ya sería suficiente para estar eternamente agradecidos a los profetas bíblicos. A todos ellos y por supuesto al libro de Isaías. Pero también las palabras sobre la gratuidad universal del pan y la leche, palabras más humildes y sencillas que los grandes cantos e himnos (de la gratuidad sólo es posible hablar bien en voz baja, susurrando, porque es ella misma quien se dice mientras la vivimos) han regado y fecundado la tierra, han cambiado el tiempo y la historia: «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (55,10-11).

La palabra es eficaz y da frutos sobre todo cuando penetra en la tierra y desaparece del suelo. Es como la buena lluvia y la nieve: cuando parece que desaparecen de la superficie es cuando comienzan a actuar de verdad, a hacer madurar las semillas en la tierra. Si la palabra actúa cuando penetra en la tierra y desaparece, no debemos buscarla en la superficie de nuestras ciudades, puesto que debe ser absorbida para que pueda actuar en profundidad.

Si aceptamos seriamente esta imagen del segundo Isaías, no podemos leer la historia de Europa, de Occidente o del cristianismo como un proceso de decadencia, como un alejamiento progresivo de un Edén primario y lejano, aunque muchos lo hagan, cada uno con su propio Edén. Deberíamos leer esta misma historia como un lento florecimiento de la semilla de la palabra, que no regresa vacía. Esta lectura de la historia es más verdadera, más bíblica y más profética. La gratuidad de alimentos y agua que el antiguo Israel practicaba cuando el segundo Isaías decía aquellas palabras, era la que permitían las instituciones del diezmo, el espigueo y el templo. Los leprosos eran descartados y marginados fuera de la ciudad, y las viudas, los huérfanos y la mayor parte del pueblo vivían en condiciones constantes de miseria y privación.

Los cristianos siguieron después leyendo y proclamando esas mismas palabras, recuperadas y amplificadas por las enseñanzas evangélicas. A lo largo de los siglos la palabra hizo germinar las semillas de los Montes de Piedad de los franciscanos y después las escuelas, los hospitales y todas las obras sociales de los movimientos carismáticos modernos. Y hoy el estado social, las pensiones, la renta de ciudadanía y muchos movimientos que, mientras nosotros dormimos, salen a la calle a liberar esclavas, y van a las estaciones no para marcharse sino para quedarse al lado de los que ya no pueden levantarse para emprender nuevos viajes, alimentándoles y dándoles calor. Y después: la democracia, los derechos para muchos, a veces para todos, la libertad, la igualdad, a veces la fraternidad, que florecieron gracias al agua y a la nieve de la palabra bíblica, y a otras aguas y nieves de otras profecías religiosas y civiles. Estas semillas buenas han madurado y crecido en nuestro campo al lado de la cizaña, pero el trigo ha sido y es más abundante y fuerte. El agua y la nieve riegan y nutren todas las semillas. La palabra que cayó originaria y abundantemente sobre Jerusalén, sobre Palestina, sigue regando nuestra vida aunque ya no la veamos, aunque hoy no logremos reconocer el agua primera en los frutos que comemos, y no se lo agradezcamos. La gratuidad necesaria de la palabra se encuentra también en este desaparecer.

Además, esta lógica de la palabra que actúa desapareciendo nos hace comprender el camino moral y espiritual que sigue cada persona que la acoge. La palabra que escuchamos de jóvenes y cayó, como el agua y la nieve, sobre los mejores años de nuestra vida, debe desaparecer si queremos que dé fruto, porque debe ser absorbida por nuestra carne y por nuestro corazón. No hay que recogerla con toldos de plástico ni en cisternas, no hay que conservarla por miedo a que se evapore, porque cuando dejamos de verla es cuando comienza su obra. Para que florezcan las semillas, debe penetrar en la médula del alma y de la inteligencia, pero así ya no podemos verla delante de nosotros. Cuando desaparece la palabra es cuando comienza a desempeñar la función para la que ”fue enviada”.

Cuando la nieve se derrite y el paisaje pierde su pureza y su silencio, cuando ya no encontramos las palabras del primer amor y la tierra nos parece árida, cuando ya no sentimos la frescura del agua en las hojas ni la tibieza buena de la nieve cubriendo nuestra tierra, en ese preciso momento la palabra está verdaderamente actuando y desempeñando su función más valiosa. En un primer tiempo la palabra nos empapa, la vemos, nos inunda, cubre todo nuestro paisaje. Está ante nosotros, encima, a nuestro lado. Pero si queremos que lleguen los frutos, esta primera fase debe terminar. Lo que nos parece ausencia y nostalgia es tan sólo el tiempo de la maduración de la semilla. La bendición más grande de la palabra es la parte que ya no se ve porque, a la vez que se esfuma, nutre y vivifica la tierra y también a nosotros. La verdad de la palabra se mide por las semillas y los frutos que hace brotar en nuestro campo cuando parece que ya no está.

Publicado en Avvenire el 11/12/2016

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