Capitales narrativos/2 – A resucitar se aprende y solo es posible sin contrato.
«Los grandes escritores proyectan su sombra en dos direcciones. La primera envuelve a sus predecesores; la segunda, a sus epígonos»
Wislawa Szymborska, Prosas reunidas
La búsqueda más tenaz y constante que conducen los hombres sobre la tierra es la búsqueda de consuelo. Renunciar a él es imposible, sobre todo en los momentos más difíciles de la existencia, cuando el dolor del presente y la incertidumbre del futuro generan la tentación, invencible, de construir falsas ilusiones con tal de no morir. Muchas personas, incluso grandes, interrumpen su camino ético y espiritual y retroceden por caer en esta terrible tentación.
También las organizaciones, sobre todo las Organizaciones con Motivación Ideal (OMI), se ven profundamente tentadas a cultivar el consuelo. Cuando más urgente sería cambiar de ruta con valentía y fuerza, con frecuencia se demoran en el status quo, saciadas, complacidas y consoladas por algún fruto que aún sigue llegando. Este error, grave y común, viene de confundir los “intereses” del capital narrativo de ayer con el salario del trabajo de hoy. Es decir, vivir de las rentas (decrecientes) del pasado pero creyéndose la ilusión de estar viviendo con rentas nuevas.
El destino de toda comunidad humana se encuentra en la encrucijada entre la memoria del pasado, la gestión del presente y la fe en el futuro. Por ejemplo, las raíces no son el pasado de la planta. Son, al mismo tiempo, la memoria, la vida de hoy y la floración de mañana. Pero si se interpretan las raíces solo como pasado, inevitablemente se desencadena la típica enfermedad de la nostalgia, cuyo primer efecto visible es el alejamiento de los jóvenes y de la realidad del presente. Los jóvenes huyen cuando encuentran comunidades nostálgicas con la mirada totalmente vuelta hacia el origen. La única nostalgia generadora de un buen presente es la nostalgia del futuro. Cuando se interpretan las raíces como pasado, comienza de forma casi ineludible la transformación en momia del capital narrativo del origen. Cuando la comunidad adquiere conciencia (es raro que lo logre) del envejecimiento de las primeras historias y de su muerte inminente, primero se prepara y después se realiza la evolución del “cadáver” en momia, originada por el deseo de salvar todo lo salvable del viejo cuerpo (las formas, la mirada, los elementos esenciales). A los hijos se les deja en herencia un cadáver. La momia eterniza la muerte del cuerpo histórico. Es lo contrario a su resurrección.
Pero las resurrecciones son muy poco frecuentes. Para ello tendríamos que acoger la muerte de verdad y madurar la conciencia colectiva de que el primer cuerpo, con su belleza y su fascinación infinitas, dejará de existir. Aceptar que las nuevas historias de vida serán las del futuro, las mismas que nos harán entender y “recordar” el pasado. Se trata de auténticas operaciones espirituales, tanto más difíciles cuanto mayor y más extraordinario haya sido el primer capital narrativo, cuanto más hermoso haya sido el primer cuerpo histórico, que es el que se quiere conservar para evitar que muera.
Sin embargo, cada “evangelio” se escribe a partir de una resurrección. Sin la resurrección de Cristo, sus discípulos no habrían escrito nada, o habrían escrito algún texto gnóstico de los muchos que se escribieron en los primeros siglos del imperio romano tardío (y en todos los tiempos de crisis profunda, como el nuestro). No habrían recordado en el espíritu el capital narrativo de las parábolas, de la pasión y de la muerte. Y nosotros no tendríamos el hijo pródigo ni el buen samaritano. No tendríamos noticia de aquel grito loco ni de otras palabras resucitadas el primer día después del sábado.
Los primeros capitales narrativos de las comunidades que siguen estando vivas y siguen siendo generativas son los relatos de la resurrección, porque de ellos nacen los segundos relatos de los hechos históricos más antiguos. Los relatos capaces de engendrar mucha vida durante mucho tiempo no son los que escriben los cronistas mientras se desarrollan los acontecimientos. Esas crónicas mueren con sus actores. En cambio, sí que son generativos los que escribe el “resto” fiel que sabe resistir bajo las cruces, bajo los escombros del templo, en los exilios, y después cuenta los hechos de ayer iluminados por la vida posterior, gracias a su tenaz fidelidad. Aun cuando los relatos escritos antes y después de los acontecimientos coincidan, nunca son los mismos relatos, porque el cuerpo resucitado no es el cuerpo histórico. El error más frecuente (casi necesario) de las comunidades carismáticas e ideales consiste en pensar que el capital narrativo es un hecho histórico acabado, las ipsissima verba de los fundadores. No les dejan morir de verdad y por consiguiente no les permiten, a veces, resucitar de verdad. Las momias no pueden resucitar. Solo están muertas. Como doña Práxedes de Manzoni: «cuando se dice que estaba muerta, ya se ha dicho todo».
Los capitales narrativos son capaces de futuro si son interpretados como una semilla y por tanto como algo vivo que, puesto que está vivo, debe morir. Solo muriendo dará mucho fruto, porque la primera semilla engendrará otras cien o mil. Una semilla vive, crece y muere precisamente porque está viva. Las cosas vivas lo son porque son mortales. En cambio, si el capital narrativo de un carisma es interpretado como un cofre que contiene las joyas de la familia, y por tanto cosas brillantes y preciosas pero muertas, se le impide crecer, morir y dar fruto. Pero ¿cómo podemos aprender a resucitar? Nadie puede enseñarnos este oficio. Pero al menos podemos y debemos evitar las falsas resurrecciones.
Al igual que en la Biblia donde los más acérrimos enemigos de los profetas son los falsos profetas, en las comunidades ideales los enemigos mortales de las resurrecciones son las falsas resurrecciones.
Los profetas bíblicos permitieron auténticas resurrecciones del pueblo porque tuvieron, por vocación, la fuerza infinita de decir que una primera historia había terminado. Hicieron posible una segunda vida después de la deportación y la destrucción, porque no negaron el final, como por el contrario hacían sistemáticamente los falsos profetas. Aceptando la muerte verdadera no impidieron la resurrección verdadera. Los inventores de falsas resurrecciones (que son siempre formas de falsa profecía) impiden las resurrecciones verdaderas porque siguen repitiendo que el “cadáver” no ha muerto de verdad, que su muerte es tan solo aparente y que antes o después despertará. Así proponen e inventan técnicas de reanimación, construyen nuevos desfibriladores y convencen a la comunidad confusa para que invierta sus últimos recursos intentando esta “resurrección”. Pero eso no ocurre ni ocurrirá, porque no puede ocurrir. Pero la fuerza ideológica de esta falsa profecía logra incluso justificar el fracaso, hasta el final.
Otra falsa resurrección consiste en esconder el cadáver. Los discípulos en Jerusalén, en Emaús, en Galilea, hicieron posible que se cumpliera el “milagro” de la resurrección, entre otras cosas, porque no escondieron el cadáver, que es la falsa resurrección más común. Pero los cadáveres no cuentan sino historias de muerte, y las cosas vivas necesitan cosas vivas para seguir viviendo. Es paradójico, pero a veces son los propios fundadores y las personas más encantadas por el primer capital narrativo quienes favorecen “la ocultación del cuerpo”. Eso ocurre cuando los fundadores y la primera generación tratan de asegurarse y asegurar un futuro para su carisma y su comunidad. Escriben reglas muy detalladas y cerradas, para que el primer capital narrativo no muera. En lugar de fiarse y creer que sus “hijos” y “nietos” llevarán sus mismos cromosomas carismáticos, extienden un contrato de seguro con el futuro en el que se dice: “no debes cambiar el pasado”. Así, la sana preocupación por salvar los propios ideales produce el inevitable envejecimiento del capital narrativo y el final de la experiencia. Al impedirle morir, le impiden resucitar. En estos casos, que son trampas muy profundas, para salvarse hacen falta “hijos” y “nietos” – y a veces “hermanos” – capaces de amar a los padres yendo en contra de la letra de las recomendaciones paternas, aun a sabiendas de que fueron dictadas por el amor y la buena fe. Todo “contrato con el futuro” es una nueva ocultación del cadáver, porque un pacto así es, de hecho, la sirena que señala el comienzo del trabajo de momificación.
Es posible que la Iglesia primitiva viviera algo semejante. Podemos imaginar las frases históricas de Jesús que Pedro y otros discípulos recordarían a Pablo para demostrarle que el Evangelio solo era para los hijos de Israel, para los circuncisos, y no para los gentiles. Pero Pablo no temió el conflicto con sus hermanos, escuchó hasta el fondo la voz que le hablaba en el alma, creyó más en el presente que en el pasado y así “salvó” la primera comunidad, ayudándola a resucitar, añadiendo con su carisma nuevo capital narrativo a la primera e inmensa historia, haciéndola aún más inmensa. Las historias y los relatos de Pablo no son solo, ni sobre todo, historias y relatos de la vida histórica de Cristo: son los relatos y las palabras de Pablo, que sirvieron para los relatos de la vida de Cristo que vinieron después de él y que tal vez no habrían llegado o no habrían tenido la fuerza infinita que han tenido y tienen, sin la fidelidad tenaz de Pablo a su propio capital narrativo distinto. Si las comunidades solo tuvieran “Pedros”, no se salvarían de la obsolescencia de su propio capital narrativo. La llegada de nuevos “Pablos” es tal vez la única salvación verdadera para las OMIs. Pero cuando estamos en medio de este proceso no podemos saberlo, solo podemos esperar y rezar. Podemos quedarnos con las “lámparas encendidas” para tratar de reconocerle cuando llegue, si llega. Y aunque no llegue, siempre podemos vivir mucho y bien esperando una esperanza verdadera, renunciando a consolarnos con falsas esperanzas.
La esperanza verdadera es un alimento muy valioso para la vida entera. Hay OMIs que terminan su carrera porque impiden que lleguen los Pablos. Otras no alcanzan a reconocerlo porque han apagado las lámparas. Otras llaman “Pablo” al primer falso profeta que pasa vendiendo una salvación fácil a buen precio. Las resurrecciones no son contratos. Nadie puede garantizarnos que llegarán. Es más: la posibilidad real de que no lleguen es la que hace verdadero el milagro de su llegada. Las resurrecciones no falsas siempre son un don y por tanto imprevistas. Solo así nos sorprenden y nos dejan sin aliento cuando se realizan. Cuando reconocemos esa voz maravillosa en quien pensábamos que era tan solo un jardinero.
Publicado en Avvenire el 19/11/2017
Con estas ideas se abre la esperanza de nuevos tiempos de resurrecciòn…gracias Luigino!