¿Las mentiras son un planteo igual a cualquier otro?

¿Las mentiras son un planteo igual a cualquier otro?

El debate político se ve a menudo invadido por posturas que parten de afirmaciones falsas que pretenden adquirir el mismo estatus de una idea con argumentos y fundamentos. ¿Cómo enfocar el tema?

Si el marketing ha cambiado desde hace tiempo, y no para mejor, la calidad del debate político, en esta etapa de “post verdades” y de noticias y datos falsos (fake news) utilizadas para soportar cierto discurso político, ha empeorado todavía más la situación. El uso de las comillas en el caso de las “post verdades” es, creo, necesario. La expresión no es más que un eufemismo que disfraza mentiras con la pretensión de elevarlas a verdades. Eso pone en dificultad a cualquier experto que siga la praxis normal de manejar información y datos de la realidad. Hasta el momento, The New York Times ha contabilizado a Donald Trump 9 mil mentiras, que abarcan desde el cambio climático al tema de los migrantes en el país. Y no se trata de mero errores, como el uso parcial de datos en una discusión o de cierta insistencia en sostener una posición –todas debilidades humanas comprensibles–, sino del uso sistemático de mentiras que intentan transformar el blanco en negro y viceversa. Entre los ejemplos de manipulaciones de la verdad del jefe de la Casa Blanca está el de la presentación de Arabia Saudita como país moderado, siendo uno de los mayores violadores de los derechos humanos y un promotor del terrorismo fundamentalista de grupos como el Isis, asignando a Irán el rol de auspiciante del terrorismo.

Respecto de las “post verdades”, un ejemplo reciente ha sido el de una poco instruida secretaria ministerial del gobierno de Italia quien, en un debate televisivo, ante la explicación de un simple mecanismo de la economía formulado por un ex ministro, economista de larga trayectoria académica y dotado de un envidiable curriculum, no tuvo mejor idea que responder: “¡Esto lo dice usted!”. La cara de asombro y de impotencia del interlocutor fue palpable. También porque ¿cómo se reacciona ante alguien que rebate con un “¡esto lo dice usted!” a la mención de que la Tierra no es plana, que la democracia es fundamental para una comunidad política o que las razas no existen…? Por lo general, un panelista se prepara para rebatir eventuales argumentos serios, con base en datos reales pero que podremos leer de diferentes maneras o con una teoría que recurre a supuestos racionales, a razones más o menos sólidas. Pero no a una elemental barrabasada que supone un mundo del revés. O, si queremos expresarlo de un modo más elegante, un planteo que desconoce los más elementales criterios epistemológicos.

La situación se torna compleja en una sociedad de los medios de comunicación, como la nuestra, donde es arduo profundizar un tema en debates entre varios panelistas que disponen apenas de pocos segundos en cada intervención. El conductor, o peor, las interrupciones de otros panelistas ponen en aprietos a cualquiera que pretenda explicar temas complejos, siendo sometido a la tiranía de los tiempos televisivos o radiales (ver recuadro). Por tanto, se suele recurrir al eslogan o al latiguillo, con el cual se insiste una y otra vez ante la imposibilidad de explicar más y mejor. Lo escrito también padece el problema del espacio y de la atención del lector. Al preparar estas líneas, observo con preocupación cómo para explicarme bien necesito ampliar el texto, sin poder excederme, aunque sea necesario, ya que no sé si el lector leerá por entero este artículo. Creo no haber sido el único en notar, por ejemplo, que muchos debates en las redes sociales no se centran en el conocimiento de los temas, sino en la mera lectura de titulares… algo realmente poco útil para informarse seriamente.

Condicionados por el poco tiempo y la ansiedad por evitar que el espectador cambie de canal, los medios de comunicación no permiten superar el problema también por una errada concepción del pluralismo de ideas. La razón es simple: si se organiza un debate en torno a la responsabilidad humana en el calentamiento global, lo más probable es que se invite a debatir a un experto a favor y a otro en contra. Pero ¿hay un equilibrio de posiciones al respecto? De ninguna manera. Una enorme mayoría de científicos en todo el mundo es partidaria de la responsabilidad humana en el cambio climático, frente a los contados casos de aquellos que se oponen. En el caso de los climatólogos, los que están a favor son casi la totalidad. Por otra parte, no es infrecuente que alguien esté en contra incentivado por jugosos cheques. Ha ocurrido, lamentablemente.

¿Podemos entonces simplemente contemplar dos posturas al respecto? ¿Es lo mismo un científico con una trayectoria importante y reconocida y un perfecto desconocido sin un significativo respaldo académico y sin investigaciones de peso? En su momento, precisamente por esta equivocada concepción del pluralismo, el debate en los Estados Unidos sobre el tema ha sido falseado ya que las dos opiniones en los medios televisivos fueron representadas por un distinguido investigador de fama internacional, pero poco hábil en la comunicación, y por un científico desconocido, pagado por las multinacionales, pero hábil en el discurso.

Lo cierto es que la verdad nunca ha sido una gran amiga de ciertos modos de conducir el realismo político. Muchas guerras, desde el enfrentamiento entre Roma y Cartago a la invasión de Iraq en 2003, fueron presentadas partiendo de datos falsos. Tanto Winston Churchill como el gran Abram Lincoln supieron usar verdades a medias o mentiras lisas y llanas. Lo que no había ocurrido hasta ahora es que las mentiras fueran utilizadas en modo tan profuso como descarado y esparcidas por las redes sociales como si fuesen datos ciertos, aprovechando el desconocimiento y la poca propensión de los usuarios de éstas en verificarlas.

La pregunta que podemos hacernos ante esta sustancial y visible falta de ética, es si los medios de comunicación pueden permanecer neutrales, como en los debates en los que se enfrentan dos posturas que la gente debe conocer del modo más imparcial posible para tomar sus decisiones. Pero, ¿dos posturas, una mentirosa y otra verdadera, un planteo democrático y otro antidemocrático, se sitúan en el mismo nivel? Definitivamente, no.

El célebre periodista televisivo estadounidense Edward Murrow fue uno de los pocos que supo oponerse a la paranoia anticomunista del senador McCarthy. Este político sembró el terror durante años persiguiendo a supuestos antipatriotas con métodos que violaban libertades fundamentales y principios democráticos –tal como mostró eficazmente la película “Buenas noches y buena suerte”–. Cuando se le cuestionó esa oposición con el argumento de la imparcialidad a la que está obligada la prensa, Murrow respondió que es dudoso que eso valga cuando se atacan derechos fundamentales y principios democráticos. En tales casos, no estamos ante cualquier planteo e intervenir para defenderlos es un deber. De lo contrario, mañana cualquiera podrá alegar nuevamente teorías racistas, antisemitas o nazis exigiendo que la sociedad trate tales aberraciones con la misma consideración que se le da a cualquier otra idea política, apelando al pluralismo. Por tanto, usar la democracia para llegar al poder y, sucesivamente, negarla.

A no equivocarse, las mentiras no son cualquier idea ni cualquier planteo. Y lisa y llanamente deben ser rechazadas ·

La tiranía de los tiempos

Nunca nadie se ha encargado de explicar el criterio de la “tiranía de los tiempos”. Es algo que incluso en los medios de comunicación es aceptado casi como un “dato revelado” pero sin que ello responda a un criterio real que no sea el mero objetivo de mantener despierto el interés del público. Eso induce a conductores de radio y televisión a intervenir continuamente pautando los debates y sus ritmos, siguiendo el supuesto de que el público puede descontinuar el seguimiento del programa o dedicar apenas 20 segundos para abordar una noticia proveniente de África y 4 minutos a algún acontecimiento de la realeza británica. Pero ¿será cierto que las personas no se interesan por contenidos mejores e incluso culturalmente más valiosos?

El 23 de diciembre de 2003, ya en la proximidad de la Navidad, el cómico italiano Roberto Benigni quiso desmitificar la “verdad revelada” de la tiranía de los tiempos televisivos. Por tanto, en el prime time televisivo italiano quiso presentar la lectura exegética y comentada del último canto de la Divina Comedia de Dante Alighieri. Una lectura ardua para cualquier italiano, por utilizar el idioma florentino del 1200, y dotada de contenidos de gran densidad teológica. El estudio televisivo se presentaba sumamente sencillo y así también el atuendo del protagonista único del programa, el conocido cómico y director de la película “La vida es bella”.

El resultado fue increíble; desde hacía tiempo el rating de un programa de televisión italiano no alcanzaba esos niveles. La gente siguió entusiasmada e interesada y, a menudo conmovida, la emisión que duró más de dos horas, acercando al gran público una obra literaria que, como en muchos otros casos, es conocida pero no leída con la misma popularidad. Se generó un fenómeno tan apreciado que Benigni tuvo que volver a presentar otras partes de la Divina Comedia.

Los teóricos de la tiranía de los tiempos televisivos no fueron capaces de explicar el fenómeno. Muy probablemente porque tal explicación no existe. El interés del público depende mucho de cómo se dicen las cosas y cómo se lo hace participar de lo que se dice. Quizás todo se resuma en eso.

Artículo publicado en la edición Nº 611 de la revista Ciudad Nueva.

Deja un comentario

No publicaremos tu direcci贸n de correo.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.