Capitales narrativos/7 – La mala cultura expulsa a la buena existencia.
«Cuando Cefas (Pedro) llegó a Antioquía me enfrenté con él abiertamente, pues era censurable… Cuando vi que no procedían rectamente según la verdad del evangelio, dije a Pedro en presencia de todos: Si tú, que eres judío, vives al modo pagano y no al judío, ¿cómo obligas a los paganos a vivir como judíos?»
Pablo, Carta a los Gálatas
La vida posee de por sí una plenitud que colma y sacia. La luna, la aurora, el ocaso, el dolor, el amor, una mirada o un niño son palabras encarnadas más concretas y verdaderas que las palabras que usamos para describirlas. Si así no fuera, no entenderíamos por qué la mayor parte de las personas, ayer y hoy, no saben componer poesías ni ensayos de teología, pero pueden tocar la vida con la misma profundidad que los poetas y los filósofos. Este acceso directo al misterio de la existencia es el que nos hace a todos verdaderamente iguales bajo el sol, antes de todas las diversidades y desigualdades buenas y malas. Incluso, de vez en cuando, nos hace capaces de sentir una verdadera fraternidad universal con los animales, con las plantas, con la tierra, a los que sentimos tan vivos como nosotros. Pero, como ocurre muchas veces, también esta infinita riqueza puede transformarse, en determinados casos, en una forma de pobreza.
El primado de la vida adquiere una fuerza y un especial alcance en las realidades colectivas generadas por ideales y/o carismas. La vida siempre viene antes, pero cuando esa vida se llena de espíritu y da lugar a comunidades de sentido, la experiencia puede hacerse tan satisfactoria que puede hacernos creer que lo único necesario es la vida que ya estamos viviendo.
“Las cosas bonitas primero se hacen y después se piensan” (Don Oreste Benzi). Es una frase estupenda y verdadera. Cuando la vida sigue y las comunidades crecen gracias a esa belleza primera, llega un momento en que hay que empezar a pensar las cosas bellas que se están realizando. Para hacerlo bien hacen falta categorías culturales tan “bellas” como la vida que se vive. Pero muchas veces, en la ebriedad de la plenitud de la vida presente, se pasa fácilmente del justo y natural primado de la vida a la absolutización de su dimensión de experiencia y se termina impidiendo que esa misma vida se pueda expresar en toda su belleza, fuerza y duración. La plenitud del presente vacía el futuro.
En esta dinámica entre la vida-sin-más y una vida tan viva que quiere florecer en cultura se encuentran retos y peligros importantes, muchas veces decisivos. Es verdad que basta la vida. Pero en las experiencias ideales colectivas la vida solo basta verdaderamente si esa vida se hace también cultura. La historia nos dice que para que una novedad colectiva pueda seguir adelante después de la etapa de su fundación, no basta seguir viviendo la novedad. Es necesario también saber pensarla para poder contarla con las categorías o las palabras adecuadas, que deberían contener el mismo grado de novedad que los hechos vividos.
En los primeros tiempos, la personalidad de los fundadores, la energía vital casi infinita y la luz cegadora de la novedad logran tapar la indigencia de categorías y de un lenguaje adecuado. Durante mucho tiempo vivimos y crecemos convencidos de que no hace falta ningún trabajo cultural y, tanto menos, teórico. Pero en realidad, desde el principio, las comunidades no pueden evitar usar categorías y lenguajes para vivir y hablar. Entonces, una de dos: o deciden intentar “fabricar” los instrumentos que aún no poseen o sencillamente los compran o los toman prestados. Pero cuanto más original es una experiencia, menos instrumentos buenos encontrará en el mercado. Entre otras cosas, porque cuando una novedad comunitaria nace, conlleva tanto una novedad de vida como una novedad de cultura. Pero, a diferencia de la vida-sin-más, las novedades culturales no maduran espontáneamente. Hace falta un trabajo intencional y concreto para sacarlas a la luz. Y esto raras veces se hace.
Entonces no debemos asombrarnos si la evidencia histórica muestra como resultado más habitual que las innovaciones generadas por comunidades y movimientos ideales son reabsorbidas por la tradición. Porque el uso de categorías equivocadas y/o viejas disponibles en el mercado sencillamente produce un redimensionamiento de la novedad que se ha vivido y se vive. La cultura mala expulsa a la vida buena.
Muchas comunidades espirituales (como también algunas empresas civiles y cooperativas), corren hoy peligro de apagarse porque en el momento oportuno no realizaron un trabajo cultural específico acerca de su identidad. Al contar culturalmente mal su propia novedad, van progresivamente perdiendo fuerza también en el plano vital. Las categorías culturales equivocadas se transforman en una especie de “cama de Procusto” donde se amputan las novedades que sobrepasan unas medidas demasiado ajustadas. Necesariamente, lo que sobresale es la excedencia entre lo viejo y lo nuevo, es decir las innovaciones más grandes y originales. Por estas (y otras) razones, en las experiencias comunitarias ideales el vino nuevo de la vida acaba en odres narrativos viejos y se pierde. Son experiencias muy hermosas pero contadas con lenguajes inapropiados.
Por su parte, las OMIs que han entendido la importancia de la construcción de nuevas categorías culturales cometen también algunos errores típicos. El primero consiste en confundir las categorías y el lenguaje cultural con las categorías y el lenguaje espiritual. El trabajo se inicia, pero se detiene demasiado pronto en el lenguaje y en los principios espirituales o religiosos, que por lo general son los primeros que surgen junto con la experiencia. Pero el trabajo cultural debería consistir en la transformación y universalización tanto de la experiencia como de su lenguaje espiritual/religioso, que en estos casos no se da porque se confunde el input con el output del proceso. Pero así la novedad no crece, porque queda encerrada en lugares y lenguajes demasiado angostos.
La cultura necesita espíritu y carne. Necesita la vida entera, si queremos que esa vida crezca y dé frutos. En este tipo de trabajo es fundamental adivinar el tiempo oportuno, porque es mucho más difícil corregir las falsas categorías culturales que comenzar de cero. Cuando pasa mucho tiempo, las categorías tomadas prestadas se introducen en la carne del “carisma” y todo se hace demasiado difícil.
Un segundo error consiste en pensar que este trabajo cultural hay que encargárselo a una élite de intelectuales o profesores. Pero así se olvida que la cultura es mucho más que el trabajo intelectual, ya que no puede prescindir de la vida y el pensamiento de cada componente de la comunidad, incluidos la vida y el pensamiento popular, del trabajo, de los pobres. Se elaboran unas categorías y un lenguaje que no sirven para la vida y acaban simplemente alejando y descartando a las personas intelectualmente menos preparadas y favoreciendo la creación de nuevas castas.
Para terminar, hay comunidades que comienzan el trabajo definiendo a priori qué es lo que los expertos deberán estudiar para confirmarlo y reforzarlo culturalmente, pero sin ponerlo en discusión. Por consiguiente, no trabajan con la libertad de espíritu que todo trabajo cultural verdadero requiere y acaban solamente repitiendo las convicciones pre-culturales ya sabidas, convencidos de que han desarrollado un trabajo cultural que, en realidad, nunca ha comenzado.
En la historia del cristianismo, las verdades y los dogmas llegaron al final de un largo trabajo cultural libre y no dogmático de siglos, a partir del diálogo y de la áspera confrontación con heréticos y cismáticos, en el crisol de la dialéctica entre visiones muy distintas. Desde el principio hubo muchos y muy distintos relatos de las verdades de la fe: los cuatro evangelios, las cartas de Pablo junto con las de Santiago y Pedro, en continuidad con una Biblia hebrea donde coexistían Job y el Cantar, Daniel y Qohélet. El Antiguo y el Nuevo Testamento no se convirtieron en ideología estéril porque fueron plurales y pluralistas, porque dijeron, con voces distintas y en tensión entre ellas, verdades más grandes y complejas que las que hubiera permitido un único relato. Sin los conflictos entre Pablo y Pedro, acontecidos antes de la composición de los evangelios, aquellos evangelios habrían sido mucho más pobres y tal vez se habrían perdido entre la multitud de textos ideológicos, apocalípticos y gnósticos de Palestina y Siria.
Sin embargo, en muchas OMIs se trabaja en la mediación cultural del mensaje ideal con un mandato de ortodoxia a las verdades no negociables. La esencial elaboración de un lenguaje y de categorías acaba convirtiéndose en un ejercicio pobre en cuanto monocorde, que produce un empequeñecimiento de la vida en lugar de representar su universalización y florecimiento. Se convierte en un lazo que impide el vuelo libre del carisma o lo encierra dentro del perímetro de su jaula. A las OMIs no les basta un solo evangelio para contar su propio milagro.
El buen trabajo cultural no es nunca una simple traducción de una realidad ya existente a otra realidad sustancialmente idéntica pero contada con otro lenguaje. Esto es típico de las operaciones ideológicas y de sus “intelectuales orgánicos”. El trabajo cultural no consiste en aplicar una técnica, sino en desvelar las novedades que antes no se veían y que no se verían si éste no existiera, en descubrir que realidades que parecían muy nuevas ya estaban presentes en la tradición, en desenmascarar las infiltraciones ideológicas abundantísimas en las OMIs y que sin un sistemático y libre ejercicio cultural acaban sofocando los ideales y la vida. Pablo no se limitó a traducir el primer anuncio cristiano. Buenaventura y Tomás no se limitaron a traducir los carismas de Francisco y Domingo. Innovaron y crearon realidades que no existirían sin sus “carismas”. Permitieron que los ideales de sus fundadores tuvieran alas más grandes para poder volar más alto y así llegar hasta nosotros. En toda operación cultural verdadera se esconde siempre el riesgo de la herejía y de la traición, un riesgo que muchas veces bloquea de raíz el trabajo cultural verdadero y necesario.
Para intentar expresar la infinita novedad de la primera Nochebuena no fueron suficientes los relatos de los pastores ni los de María y los primeros discípulos. Sin nuevos carismas, sin tiempo y mucho trabajo, nadie habría podido escribir que “El logos se hizo carne y puso su morada entre nosotros”. El evangelio ha sido capaz de encantar y cambiar el mundo entre otras cosas porque es un relato maravilloso. El primer odre nuevo del evangelio es el evangelio mismo.
El deseo de Nochebuena no se ha apagado nunca en la tierra. Somos nosotros los que hace tiempo hemos dejado de contarlo con la belleza necesaria para encantar hoy a nuestros compañeros, amigos e hijos, que solo esperan escuchar, con palabras nuevas, que Dios se hizo niño en una mujer, que nació pobre en una cueva, que renació de su sepulcro.
Publicado en Avvenire el 24/12/2017