Más grandes que la culpa/6 – El entusiasmo profético se origina en la vida ordinaria.
«Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros jóvenes verán visiones, vuestros ancianos soñarán sueños.»
Libro del profeta Joel
La consagración de Saúl como primer rey de Israel tiene lugar, una vez más, dentro de la vida ordinaria. Saúl se aleja de casa para buscar unas burras que se habían perdido, unos animales muy valiosos para la economía de la época. Durante esta misión de trabajo corriente, lo extraordinario irrumpe en su vida. Saúl sale de casa para trabajar y vuelve a casa como “ungido del Señor”. Sale a buscar unas burras que no encuentra y en su lugar encuentra una vocación, una tarea, un destino que no busca. Este es uno de los mayores episodios de serendipia, que nos explica no solo por qué, si no vamos en carne y hueso a la librería, nunca descubriremos los libros más importantes, que no buscamos pero nos esperan allí al lado de otros libros menos importantes que sí buscamos, sino que además nos permite intuir un poco de la lógica profunda de la vida espiritual. Los mayores bienes de la vida son los que no compramos, porque no están en venta. Son los que no buscamos, porque todavía no sabemos que existen. Son los que recibimos sencillamente porque alguien nos ama.
«Había un hombre de Guibeá de Benjamín llamado Quis, hijo de Abiel, de Seror, de Becorá, de Afij, benjaminita, de buena posición. Tenía un hijo que se llamaba Saúl, un mozo bien plantado; era el israelita más alto: sobresalía por encima de todos, de los hombros arriba. A su padre, Quis, se le habían extraviado unas burras, y dijo a su hijo Saúl: “Llévate a uno de los criados y vete a buscar las burras”. Cruzaron la serranía… pero no las encontraron… Saúl dijo al criado que iba con él: “Vamos a volvernos…” Pero el criado repuso: “Precisamente en ese pueblo hay un hombre de Dios… Vamos allá. A lo mejor nos orienta sobre lo que andamos buscando”» (1 Samuel 9,1-6). Saúl es el elegido, también en su aspecto físico: fuerte, de buena planta, el más alto. Pero pertenece a la tribu de Benjamín, la más pequeña, la que en Guibeá se manchó con uno de los crímenes más crueles de toda la Biblia (Jueces 19). Esta ambivalencia marcará el destino de Saúl hasta el final.
Saúl escucha el consejo de su criado, pero le pregunta: «”¿Qué le llevamos a ese hombre? Porque no nos queda pan en las alforjas y no tenemos nada que llevarle a ese profeta. ¿Qué nos queda?” El criado responde: “Tengo aquí dos gramos y medio de plata; se los daré al profeta y nos orientará”» (9,7-8). Aparece de nuevo el gran tema del don, que caracteriza estos primeros capítulos de Samuel. Por el contexto, entendemos que el don que le preocupa a Saúl tiene muy poco de gratuidad; se parece más bien al precio que hay que pagar a cambio de un servicio. Entre la zona del don y la del intercambio siempre se da una intersección e incluso, a veces, una superposición. El don gratuito y totalmente desinteresado es una invención reciente que, casi siempre, existe en los libros de los estudiosos o en algún rincón de nuestra alma, donde guardamos los recuerdos importantes y eternos de la primera infancia. En la realidad, el don es el primer idioma de la reciprocidad, es un signo de interés por algo o por alguien. El desinterés (la ausencia de interés) no pertenece a la semántica del don.
La continuación del relato nos desvela, además, la naturaleza concreta de ese don: «En Israel, antiguamente, el que iba a consultar a Dios, decía así: “¡Vamos al vidente!”, porque antes se llamaba vidente al que hoy llamamos profeta» (9,9). El nacimiento de la profecía en Israel fue un proceso largo y por consiguiente complejo y ambivalente. Los videntes, chamanes y adivinos eran comunes en todo el mundo antiguo, y desempeñaban distintas e importantes funciones (curar enfermedades, interpretar sueños, leer señales, liberar de los malos espíritus, prever acontecimientos, aconsejar al rey…). Su oficio era (casi) como cualquier otro. Para tener acceso a sus prestaciones había que pagar un precio. Pero como eran habitantes de un terreno sagrado, para interactuar con los videntes se recurría al registro de la ofrenda y el don. Este idioma era más adecuado que el comercial. Cuando el hombre antiguo entraba en relación con lo sagrado, no pensaba que ese do ut des tan especial era un intercambio de valor equivalente, puesto que lo que se recibía a cambio valía mucho más que lo que se había “pagado” (al igual que nadie ha creído nunca que una misa por un difunto “valga” los diez euros que se le “pagan” al sacerdote). La excedencia del don sigue estando muy presente también en nuestro tiempo. Todos sabemos (si lo pensamos bien) que el valor de lo que le damos a nuestra empresa en un mes es mucho más alto que el sueldo que recibimos.
La profecía en Israel comenzó a partir de las antiguas figuras de videntes y adivinos y progresivamente se fue perfilando como un fenómeno único y extraordinario. Samuel conserva algunos rasgos de la antigua figura del vidente, pero en él ya está presente la semilla de la nueva profecía que dará lugar siglos después a Isaías y Jeremías. Resulta significativo que cuando Saúl llega donde Samuel, desaparece del relato toda referencia al precio a pagar al “vidente”. Es una forma de decir que en la relación con este vidente-profeta hay algo distinto y nuevo con respecto al don-intercambio de los adivinos.
Finalmente llega la hora del encuentro: «Justamente cuando entraban en el pueblo, se encontró con ellos Samuel según salía para subir al altozano. El día antes de llegar Saúl, el Señor había revelado a Samuel: “Mañana te enviaré a un hombre de la región de Benjamín, para que lo unjas como jefe de mi pueblo, Israel”» (9,14-16). Hay aquí un detalle que nos muestra la diferencia esencial entre Samuel y los videntes: YHWH se lo revela a Samuel “al oído”. La nueva era de la profecía está marcada por un cambio de sentido donde se pasa de la vista al oído. El vidente “ve”, el profeta “escucha” a un Dios distinto que no se ve. Con la profecía, el Dios de los patriarcas y de Moisés se convierte en una voz. Las antiguas teofanías (la nube, el fuego…), que se parecen todavía mucho a las de los demás pueblos, van dejando progresivamente paso a una voz. Es algo maravilloso, que nosotros hoy no logramos entender, inmersos como estamos en demasiadas voces y demasiadas visiones. Pero nos sigue fascinando y emocionando. A veces incluso se transforma en oración: ¿Cuándo aprenderemos de nuevo a escuchar esa voz distinta? ¿Y quién nos enseñará a reconocerla?
Samuel tiene una segunda “audición profética” («Cuando Samuel vio a Saúl, el Señor le avisó: “Ese es el hombre de quien te hablé”»: 9,17). Después invita a Saúl a su mesa, donde le reserva un tratamiento especial ofreciéndole como alimento la parte más gruesa y más grasa del animal sacrificado (9,24). Entramos en el corazón del relato: «Al despuntar el sol… Saúl se levantó y los dos, él y Samuel, salieron de casa. Cuando habían bajado hasta las afueras, Samuel le dijo: “Dile al criado que vaya delante; tú párate un momento y te comunicaré la palabra de Dios» (9,26-27). Y en la periferia de la ciudad «Samuel tomó la aceitera, derramó aceite sobre la cabeza de Saúl y lo besó, diciendo: “¡El Señor te unge como jefe de su heredad!”» (10,1). En los barrios periféricos suceden acontecimientos extraordinarios. Es muy hermosa la normalidad que rodea a la elección de Saúl, como si la Biblia quisiera responder a la petición de un rey consagrado desacralizando y normalizando el ambiente en el que se desenvuelve la escena: unas burras, un criado, una comida y un camino periférico. Como Moisés, Gedeón, Amós o los pescadores de Galilea. Como María de Nazaret, visitada por el ángel en su casa, tal vez mientras realizaba las tareas domésticas diarias. No hay lugares más adecuados para las teofanías que una barca, una cocina, una zarza o un viaje para llevar las burras a casa. O el vado nocturno de un río, el desierto, el camino de Damasco, una pequeña iglesia derruida en Asís.
Saúl emprende el camino de regreso a casa. Pero en Guibeá «dieron con un grupo de profetas. El espíritu de Dios invadió a Saúl y se puso a danzar entre ellos. Los que lo conocían de antes y lo veían danzando con los profetas, comentaban: “¿Qué le pasa al hijo de Quis? ¡Hasta Saúl anda con los profetas!”» (10,10-12). Saúl vive una experiencia de exaltación profética parecida a la que recogen los Hechos de los Apóstoles en Pentecostés (2,13). Y también en Guibeá, como ocurrirá mil años después en Jerusalén («se han emborrachado con vino dulce»), la gente que observa la escena piensa que Saúl ha perdido la cabeza.
El texto acaba de decirnos una cosa importante: «Cuando Saúl dio la vuelta y se apartó de Samuel, Dios le cambió el corazón» (10,9). El encuentro con Samuel y su unción cambian algo en el interior de Saúl, le cambian el corazón. Algo le ocurre que transforma su persona, no solo sus emociones y sus sentimientos. Cuando la Biblia quiere expresar los efectos de un cambio de corazón, hace que sus personajes “profeticen”, los introduce en el entusiasmo profético. Los asocia temporalmente a la vocación profética que, en ese humanismo, es la condición humana más cercana a Dios, lo que muestra el aprecio que la Biblia siente por los profetas.
No todos somos profetas. No todos tenemos la vocación de recibir audiciones divinas en el oído del alma. Pero muchos, si no todos, cuando estamos abiertos a la voz de los profetas y de la vida, podemos tener al menos una experiencia de entusiasmo profético. Puede ser el día de nuestra boda o cuando al fin entendemos quiénes somos de verdad o cuando ella se va. Entonces entendemos que todo era amor y solo amor y entonamos el canto más bello con el entusiasmo del espíritu. Son pocos momentos, pero infinitos.
La experiencia de Saúl también dura poco: «Cuando se le pasó el frenesí, Saúl fue a su casa» (10,13). Pero la Biblia ha conservado ese breve y extraordinario momento para recordarnos, entre otras cosas, que la profecía que experimentó Saúl puede ser para todos. También nosotros podemos tener la esperanza de recorrer un trecho del camino en compañía de esta maravillosa “hilera de profetas”. También nosotros podemos salir de casa para ir simplemente a trabajar y encontrarnos en la periferia de la ciudad con una vocación, una tarea, un destino.
Publicado en Avvenire el 25/02/2018