Las instituciones de la nueva cultura: la empresa.
El último capítulo de la saga quería dedicarlo a la empresa, y a uno de sus miembros –aunque no el único–: el empresario. La primera limitación para poder cumplir con el cometido es que la presente reflexión no la expone un empresario, al menos en el sentido restrictivo del concepto. La imagen inicial que me viene a la mente es que empresario es el dueño de la empresa, es decir, el que tiene las acciones y lo hace propietario, el que arriesga el capital. En ese sentido, claramente, no lo soy. Pero hay otro sentido de empresario: el que, no siendo el dueño, piensa en la empresa, le dedica su vida, sus mejores años y su potencial, su humanidad. Entonces vaya si me siento empresario. La ciencia jurídica reconoce esta suerte de tutoría toda vez que admite al socio que aporta capital y al que aporta trabajo en igualdad de condiciones, al menos para la legislación de nuestro país. Retomaré el argumento cuando hable del sentir del empresario.
Ahora me quiero detener en el concepto de empresa, no desde lo que dicen los libros sino en una especie de intuición de sentido. La empresa es el lugar común, donde la voluntad de unos y otros agregan valor. Valor. ¡Que término complejo! Para la filosofía, el valor, los valores, se presentan objetivamente, esto es, a priori, como aportes estructurados según dos rasgos fundamentales y exclusivos: la polaridad (positivos y negativos) y la jerarquía (cada valor hace presente en su percepción qué es igual, inferior o superior a otros valores. Esto da lugar a una escala). Si lo vemos desde el punto de vista de la economía, las empresas son o no productivas en tanto se perciban agregando valor o no. En los distintos períodos de la humanidad, esta percepción fue cambiando, a tal punto que valor se refiere más a la ganancia obtenida y no tanto al uso de los factores de la producción, o simplemente su costo.
El valor y la producción no se dan en el vacío. Hay empresas y empresarios que están detrás, y otras tantas personas que dependen de ello. La distinción entre qué es y qué no es productivo ha variado a lo largo del tiempo en función de las fuerzas económicas, sociales y políticas. Desde que hace unos trescientos años los economistas empezaron a analizar las condiciones cambiantes de la producción han tenido dificultades para justificar por qué algunas actividades, y por ende empresas, son consideradas como aportantes de valor –es decir, al crecimiento económico– y otras no.
Sin embargo, si todo tiene que ver con la percepción en función de mis intereses puramente individuales, ¿cómo puedo determinar qué actividad agrega valor y cuál no, y por consiguiente aporta o no al crecimiento económico, sin considerar el esfuerzo y los factores de la producción? Al fin y al cabo solo son factores en la polinómica que los Estados definen para armonizar las cuentas públicas y así publicar su PBI.
Agreguemos un dato más a nuestra aproximación intuitiva. Hay un cierto éxtasis por las empresas tecnológicas, cuyo aporte al crecimiento económico se intuye incalculable. Pero si consideramos las ventajas impositivas que en general los gobiernos “acuerdan” para estas empresas y empresarios no resulta equitativo el esfuerzo y las ganancias resultantes con las otras actividades de la economía. Más aún, la totalidad de los contribuyentes aportan al financiamiento de una parte de la producción –la intelectual– cuyas regalías las reciben pocos.
No quisiera resultar demasiado revolucionario, ni que se interprete el planteo como anti- progreso. Pero vayamos a puntualizar los cambios necesarios a introducir en nuestro modelo de valor.
La primera cuestión es cambiar nuestro modelo de desarrollo. Esto es modificar el desarrollo lineal por la producción circular, es decir, pensar en la economía verde, sin agresión al medio ambiente. La segunda orientación es reducir la posición privilegiada: el monopolio. La concentración del poder económico reduce la economía de mercado que se basa casualmente en la contraria, la libertad de oferta. La tercera, los paraísos fiscales. Muchas empresas monopólicas eligen su asiento legal en locaciones de baja tributación. Significa el desequilibrio del factor financiero respecto del productivo. En la actualidad el primero representa seis veces el segundo. Por último, resulta necesario organizar el gobierno de los bienes comunes. Lamentablemente no hay economistas que se ocupen de este problema. Tal vez la solución no venga de la economía y sí de otra disciplina.
La biografía de Jorge Luis Borges no tiene nada de espectacular, dado que fue siempre un hombre apacible, dedicado por completo a su suerte de escritor y a sus quehaceres profesionales como periodista, con esmero y tenacidad. Fue un hombre por completo del oficio, además de un extraordinario profesor universitario. Nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Para su formación intelectual fue decisivo el dominio del inglés. Se formó en la lectura de Poe, Kipling, Shaw, Chesterton y Kafka. Sin embargo, fue su madre quien lo persuadió a usar nuestro idioma, por varias razones, y de ello se benefició para siempre. Fue un poeta inspirado, un ensayista y un narrador de cuentos y fantasías único que ilumina con su obra el melancólico y turbio siglo XX. Nunca escribió novela y cuando le preguntaron por ello siempre contestó que era imposible mantener la pasión en un escrito largo donde siempre sobran palabras, relaciones. Siempre encontramos una graciosa brevedad en su prosa y una pulcritud elaborada, como si se tratara de una fina naturalidad renacentista. Esa página perfecta no existe. Eso nos recuerda Borges. ¿La precisión del pensamiento no es acaso una ilusión? Podríamos concluir.
Ahora que la literatura se ha librado de los fundamentalistas, aquellos que confunden sus opiniones con la verdad, el ejemplo de un escritor que nada vende ni reclama reaparece con la fuerza de la gratuidad. De esta forma me pregunto, y sobre todo a los economistas: ¿qué valor encierra esta magia que es tan sublime y real?
Quisiera dirgirme, en mi humilde perspectiva, al empresario. Conozco algunos, hombres y mujeres de carne y hueso que, en los tiempos actuales, no habituales, piensan en su gente. Esto significa que arriesgan su capital de origen, piensan en la continuidad de su empresa, como si ya no fuera suya, sino de todos. Esos hombres y mujeres tienen nombre, no son ficticios.
Acaso estos, ¿no agregan valor? ¿Qué peso tienen sus acciones comunitarias? ¿Su pacto de no agresión al medio ambiente, su acción positiva antimonopólica, no impactan de manera significativa? Son personas reales, las conozco.
El empresario que va a subsistir es el que haya cuidado el núcleo del negocio, es decir, a las personas.
Les quiero proponer tres miradas respecto a este empresario modélico. La primera tiene que ver con una mirada casi estadística, la del hombre de la calle, puramente circunstancial. Habrá empresas que, en la actual circunstancia, para el corto plazo, salgan aprovechando la circunstancia. Siempre los hubo y siempre los habrá. La mirada del observador más penetrante irá a discernir la constancia, sobre todo de aquellos fieles a sus convicciones que arremeten ante las adversidades. Los hay. Confían en sus fortalezas. Pero hay una tercera mirada, la de los que confían, y en algún punto, se arriesgan. Los que van más allá de sus posibilidades. Los que saben que sin los otros nada es posible. Los que entienden que la salvación no es un mérito, sino una construcción comunitaria.
*El autor es presidente de la Fundación Charis Argentina.