La Comisión Parlamentaria de Investigación del Senado brasileño está recogiendo testimonios y documentos acerca de cómo afrontó la pandemia el gobierno de Bolsonaro. Depende del Parlamento poner al presidente, o no, frente a sus propias responsabilidades políticas.
A menos que el parlamento brasileño decida destituir al presidente Jair Bolsonaro, hablar de malas noticias provenientes de la Comisión del Senado que investiga su (no) gestión de la pandemia es relativo. Si tal decisión no toma forma, Bolsonaro conseguirá la manera de eludir sus responsabilidades políticas y, en todo caso, será necesario ver si la justicia podrá comprobar posibles responsabilidades penales.
Son hechos de inusitada gravedad que, en comparación, vuelve ridícula y absurda la destitución en 2016 de la presidente Dilma Rousseff por haber transferido, de un año al otro, algunas partidas presupuestarias.
Si bien siempre interviene la presunción de inocencia, un país entero es testigo de las tomas de posición públicas negando los efectos de la pandemia, poniendo en discusión el uso de los tapabocas y bloqueando las medidas dirigidas a obligar su uso en lugares públicos, su minimización de los decesos –que hoy superan los 460.000 y a este paso, para agosto, podrían ser más de 700.000–, obstaculizando e impidiendo que Brasil comenzara una campaña de vacunación que, en el mes de enero, no era un tema relevante para el presidente. Está, también, su constante publicidad sobre el dióxido de cloro, a pesar de que la ciencia no ha confirmado la eficacia contra el virus. Dos testigos admitieron frente a la Comisión que vieron el boceto del decreto presidencial que estipulaba modificar el prospecto de advertencia de esta medicina de manera tal de incluir su uso contra el Covid-19.
A pesar de que todo indicaba la urgente necesidad de detener las actividades y promover el distanciamiento social, el presidente lanzó una campaña en las redes sociales con el eslogan: “Brasil no puede parar”. Hizo falta un juez federal para prohibirla. Acorralado por la Comisión de Investigación, el ex secretario de Comunicación del gobierno declaró que no tenía idea de quién era el responsable de la camapaña. Una respuesta muy cómoda.
Menos cómodas las respuestas del ex ministro de Salud, Eduardo Pazuello, el militar que asumió el cargo sin ninguna competencia, afirmando que estaba allí “para seguir órdenes, no para discutirlas”. Todo un programa. En la Comisión, el representante de Pfizer declaró que durante el año pasado la compañía ofreció en cinco ocasiones la adquisición de 70 millones de dosis de la vacuna, sin obtener respuesta alguna. Pazuello ha negado la existencia de tales ofertas. Con respecto a las razones por las cuales Brasil formó parte, luego, del sistema internacional de distribución de la vacuna, Covax, solicitando una cantidad mínima de dosis, para el 10 % de la población a vacunar, cuando hubiera podido solicitar el 50 %, el ministro respondió apresuradamente que el mismo sistema tuvo demoras, que las vacunas eran costosas… y nada más.
Le hizo eco el ex titular de Asuntos Exteriores, Ernesto Araujo, más preocupado por combatir el comunismo que por la pandemia. Junto con Bolsonaro siempre rechazaron recurrir a las vacunas chinas, por cuestiones ideológicas. Araujo ha llevado adelante repetidos ataques contra el país asiático, confirmando la tesis del presidente: “No compraremos vacunas chinas”. Lo cierto es que hoy, el 84 % de las vacunas aplicadas en Brasil son chinas. Una estrategia, cuanto menos, incoherente.
Pero entonces, ¿a dónde apuntaba la política del presidente? Resulta cada vez más claro que a través de noticias falsas, obstáculos, negligencia y frenos burocrácticos el gobierno ha intentado obtener la inmunidad de rebaño, pero eludiendo las consecuencias para la población. Para alcanzarla, con la estimación del 70 % de la población infectada y con una tasa de mortalidad del 1 %, esto hubiera significado cerca de un millón y medio de muertes. Una estrategia nefasta que no tiene apoyo por parte de la ciencia. Lo señala el New York Times cuando muestra que en Manaos, donde el contagio alcanzó al 76 % de la población, “el resultado no ha sido la inmunidad colectiva, sino una nueva variante” del virus.
Por lo tanto, una combinación de ignorancia, negligencia y mala fe cuyo alto precio lo está pagando la población. Por mucho menos la comunidad internacional condenó figuras como el serbio Milosevic o el sudanés Al Bashir. Tal vez ya es hora de poner a Bolsonaro frente a sus responsabilidades.