De las trampas de la pobreza se sale cuando se consigue dar, cuando dentro de una relación se dan las condiciones para poder dar algo a alguien.
Este verano tuve la oportunidad de visitar la bellísima catedral de Salerno. A la entrada me encontré con un joven que estaba pidiendo limosna. Espontáneamente le dije: «¿Por qué no cuentas a los turistas algo sobre la iglesia, ya que estás aquí todos los días?». En el momento no me respondió. Cuanto terminé la visita (un poco apresurada) pasé de nuevo junto al muchacho y este me dijo: «Pero si no has visto la cripta… Si no la ves, te pierdes lo más bonito de la iglesia». Después de mi pregunta, él me había seguido con la mirada, había observado mis pasos.
Le di las gracias, volví a entrar y visité la cripta, que me dejó sin aliento por su belleza. Cuando salí, le di de nuevo las gracias y una propina. Mientras me despedía, él seguía diciéndome: «En la entrada hay una escultura importante»; «fíjate bien en el portón, fue construido en Constantinopla», y otras cosas acerca de la iglesia que había aprendido escuchando en silencio a los guías que pasaban por el lugar.
Después empecé a pensar: a lo mejor yo he sido la primera persona que le ha pedido algo distinto a este joven, que le ha tomado en serio y le ha invitado a entrar en una lógica de reciprocidad. Imaginaba sus razonamientos: «Este señor desconocido me ha pedido que le informara, no me ha visto solo como un “descarte”, como alguien que solo sabe extender la mano; me ha hecho una pregunta como si fuera una “persona”». En realidad, lo único que yo había hecho era mirar al ser humano que tenía delante, estar atento a la vida que discurría a mi lado y reconocerla tal y como se me presentaba: en el rostro de un joven inmigrante, que yo sentía que era muy diferente a como se mostraba. Comprendí que ese joven era más grande que su petición de limosna. Pero a lo mejor ni siquiera él se acordaba, acostumbrado solo a pedir monedas.
Después pensé en toda la reciprocidad no expresada que hay en nuestras ciudades, y en general en el gran tema de la pobreza y la marginalidad. Lo primero que necesitan las personas para activarse es ser vistas, ser miradas a los ojos. Sin esa mirada de reconocimiento, las personas no se levantan, sobre todo cuando llevan años “sentadas”. Raramente nos levantamos solos. Nos levantamos si, en la relación con alguien, nos damos cuenta de que nosotros también tenemos algo que dar.
Uno de los problemas de la pobreza consiste en pensar que la solución pasa por recibir. Sin embargo, de las trampas de pobreza se sale cuando se consigue dar, cuando dentro de una relación se dan las condiciones para poder dar algo a alguien. La verdadera ayuda que podemos dar a una persona pobre es la posibilidad de sentirse digna de dar algo. Pero nosotros seguimos mirando la mano de quien pide como una mano que solo sabe recibir y nos olvidamos de que esa mano puede dar mucho más de lo que puede recibir.
El esfuerzo de los gobiernos y de las asociaciones en relación con las personas que se encuentran en situación de indigencia debe concentrarse sobre todo en ayudar a estas personas a levantarse para que puedan volver a dar dentro de unas relaciones de reciprocidad. Pero, antes que nada, deben verlas como personas que tienen algo que dar, que no son tan pobres como para no poder dar nada.
Si no hubiera encontrado a ese hombre a la puerta de la iglesia, si entrando en el lugar sagrado no hubiera entendido que en la puerta había algo más sagrado que el templo que iba a visitar (nada hay en la tierra más sagrado que un ser hombre), no habría visto el tesoro de aquella iglesia (la cripta), no habría encontrado a esa persona y no habría escrito este artículo. Pero antes he tenido que verlo. La primera pobreza de los pobres consiste en no ser vistos, en volverse invisibles o en ser vistos solo superficialmente. Nos detenemos ante el envoltorio de su alma. ¡¿Quién sabe cuántas “criptas” preciosas nos perdemos cada día?!
Original italiano publicado en Città Nuova n.10/2019