Más grandes que la culpa/20 – El humanismo bíblico es una infinita educación a la libertad
«Si tu corazón no quiere entregarse
no siente pasión, no quiere sufrir,
sin planear lo que vendrá después
mi corazón puede amar por los dos»
Luisa Sobral, Amar pelos dois
Cuando se intenta responder a una vocación, la existencia se mueve entre el recuerdo de una gran liberación y la espera del cumplimiento de una gran promesa; entre memoria y esperanza. Todo se desarrolla entre estas dos orillas del río. El oficio de vivir consiste en aprender a estar en el vado, sin ceder a la tentación de la nostalgia por la orilla de origen ni a la tentación que repite que el lugar de llegada es un simple espejismo. Las aguas no nos arrollan ni la corriente nos arrastra si estamos agarrados a la cuerda invisible que une el Mar Rojo con el Jordán. Pero cuanto más nos acercamos a la otra orilla, más delgado se hace el trozo de cuerda que sujetamos entre las manos.
David recupera el arca y la transporta a Jerusalén, su nueva ciudad. De este modo conecta su reino con la primera Alianza de los padres, con la salida de Egipto, con el Sinaí, y conecta su nombre con el nombre del origen. Pero un gran proyecto colectivo no se mantiene vivo únicamente elaborando y rescatando la memoria. Es vital que una nueva promesa abra el futuro, a la vez que lo ancla al pasado, porque ningún alba es luminosa si en ella no se entrevé la llegada del mediodía. Pero mientras que el origen solo puede ser acogido y recibido, pues es don y herencia, la búsqueda de la legitimación del futuro en el presente conlleva siempre el peligro de querer manipular el pasado para transformarlo ideológicamente en anticipo de un futuro que queremos construir y no esperar. David también siente este temor y esta tentación. «Cuando David se estableció en su casa (…) dijo al profeta Natán: “Mira, yo estoy viviendo en una casa de cedro, mientras el arca de Dios vive en una tienda”» (2 Samuel 7,1-2). La Jerusalén de David no tiene templo. Otras ciudades de Israel sí. David quiere dar a su Dios una casa en su nueva ciudad. El profeta Natán, que hace aquí su aparición, responde: «Anda, haz lo que tienes pensado, que el Señor está contigo» (7,3). Natán es un profeta de la corte, sabe que el Señor está con David, y sin preguntar directamente a YHWH aconseja al rey que haga sencillamente lo que desea. Este es un ejercicio ordinario de la profecía: el profeta usa el pasado y el sentido común para responder a una pregunta acerca del presente y el futuro.
Pero la pregunta de David no es una pregunta corriente, porque se refiere a un pilar de la identidad de su pueblo. Por consiguiente, no basta el oficio para entender una verdad más profunda, hace falta una epifanía: «Pero aquella noche recibió Natán esta palabra del Señor: “Ve a decir a mi siervo David: Así dice el Señor: “¿Eres tú quien me va a construir una casa para que habite en ella? Desde el día en que saqué a los israelitas de Egipto hasta hoy no he habitado en una casa, sino que he viajado de acá para allá en una tienda”» (7,4-6). Pero… La palabra que YHWH dirige a su profeta comienza con un “pero”. Natán es un profeta cercano a David. Es posible que tras la muerte de Samuel ocupara su puesto de consejero profético del rey. Su función y su oficio le habían sugerido en primera instancia secundar los deseos del rey. Pero Natán es un verdadero profeta, como veremos por el resto de la vida de David. Por eso surge en él una segunda dimensión de la palabra. Se le sugiere – tal vez en un sueño – otra verdad, una palabra distinta, más grande que la primera. Los verdaderos profetas se distinguen de los falsos profetas en que saben que son portadores de dos voces distintas, aunque salgan de la misma boca. Cuando ambas voces acaban coincidiendo, el profeta se convierte en falso profeta. El profeta se hace dios y a menudo convence a los demás (y a sí mismo) de que verdaderamente lo es.
Sin embargo, Natán sabe distinguir las dos voces; las ordena jerárquicamente y al día siguiente tiene el valor de decir a David lo contrario que el día anterior. No es un profeta adulador, no tiene miedo de quedar mal por mostrar que YHWH le lleva la contraria, ni teme decir a David cosas distintas a las que le gustaría escuchar (en esto radica casi toda la dificultad del ejercicio de la verdadera profecía). El nuevo oráculo comunica a David (y a nosotros) algo fundamental para la fe bíblica y para cualquier fe. YHWH se había revelado como una voz, una voz libre imposible de capturar. Desde el principio había asegurado su presencia (shekhinah) en el presente del pueblo. Como el maná, su presencia solo saciaba el hambre de cada día y no podía acumularse ya que se marchitaba. Este es el sentido de la esperanza bíblica y el valor de la gratuidad (charis, gratia) en toda fe-confianza. Confiamos verdaderamente en alguien a quien nos une un pacto cuando esperamos que mañana vuelva a casa después de haberle dado la libertad de no hacerlo, y no dejamos de sorprendernos cada vez que lo vemos regresar. Pero el día en que construimos un sistema de garantías y controles que impiden el no regreso del otro no, la relación comienza a morir. El humanismo bíblico es una infinita educación a esta libertad, que culminará en la muerte de un crucificado sin que quien está bajo la cruz tenga ninguna garantía de la resurrección. Tan solo una gran esperanza, que nos sigue permitiendo ver crucificados resucitar siempre que no dejemos de frecuentar los Gólgotas de nuestra tierra (demasiadas personas no logran ver resurrecciones porque han perdido de vista los lugares donde ocurren las crucifixiones y donde las piedras ruedan; en los “círculos buenos” ningún jardinero nos llamará nunca por nuestro nombre).
La construcción de un nuevo templo es la obra más natural y religiosa para David. El sentido común y la devoción le indican esta única dirección. Pero el Dios bíblico no es el dios del sentido común de los reyes devotos y de las religiones. La relación entre YHWH y el templo siempre ha sido ambivalente y problemática, expresión de la ambivalencia y problematicidad de la relación entre Biblia y religión. La Biblia ha generado varias religiones, pero su primera finalidad no es la edificación de un discurso religioso. En el centro del humanismo bíblico se encuentra más bien la fe y por tanto una relación colectiva e individual con un Dios espiritual y por eso distinto de los ídolos. En esta relación, la fe bíblica es dinámica, histórica, evolutiva, sorprendente, agonística, contradictoria. Las religiones necesitan templos; la Biblia puede prescindir y prescinde de ellos. A la Biblia le interesa poner de relieve la verdad de un Dios más grande y distinto que todos los templos y todas las religiones. Así pues, la generación que transcurre entre la petición de David de un templo y la construcción del mismo por su hijo Salomón, ese vacío en el tiempo histórico de Israel, es el lenguaje con que la Biblia quiere expresar la excedencia del Dios del templo con respecto al templo de Dios, la diferencia entre la fe y la religión que encarna la fe, la libertad de YHWH con respecto a las casas que le construimos para decirle cuál debe ser su morada y su territorio cercado por nosotros. Con ello recuerda a todas las religiones del libro que ese Dios distinto no se deja monopolizar ni convertir en propiedad privada de ningún pueblo ni de ninguna comunidad religiosa. Toda violencia religiosa nace cuando se olvida la existencia de esta “generación del medio”, de este tiempo sin templo, de la diferencia entre la petición de una casa y la respuesta; cuando se hace coincidir la tierra del templo con la tierra de Dios, cuando el techo del templo se convierte en la medida de la libertad de Dios y nuestra. En esta excedencia se encuentra la espléndida laicidad del Dios bíblico, que prefiere “vagar bajo una tienda” al cedro robusto y estable del templo. La stabilitas loci no es uno de los atributos del Dios de la Biblia. El vagar de Dios permite que nuestras estabilidades no se conviertan en prisiones religiosas.
Dios, a través de Natán, responde de este modo a la petición de David: «El Señor te comunica que te construirá una casa» (7,11). Golpe de escena. Es David, somos nosotros, quienes necesitamos una casa y una bendición. A David se le da una bendición distinta y especial, una promesa nueva y maravillosa: «Tu casa y tu reino durarán por siempre en mi presencia; tu trono permanecerá por siempre» (7,16). Por siempre. En esta nueva promesa no hay ningún “si…” como en la primera Alianza con los patriarcas y con Moisés, donde la estructura contractual comprometía a una parte a la fidelidad a condición de que también la otra fuera fiel. En cambio, aquí nos encontramos con un pacto incondicional por parte de Dios. «Si se tuerce, lo corregiré con varas y golpes, como suelen los hombres; pero no le retiraré mi lealtad» (7, 14-15). No retiraré.
Muchas de las grandes promesas de la vida son y deben ser recíprocas y condicionales. Las familias, las empresas y las comunidades viven de pactos y de condiciones que dan seriedad y fortaleza a sus casas. Pero bien visto, bajo las condiciones de nuestras alianzas también hay promesas sin condiciones. Un matrimonio es un pacto de reciprocidad, que se mantiene vivo si cada uno hace su parte y es fiel. Pero el pacto nupcial no es un encuentro de condiciones, puesto que si dijéramos al otro “te amaré siempre si tú me amas siempre”, ya no estaríamos ante un pacto nupcial sino ante un contrato comercial. El “para siempre”, en el momento en que se pronuncia, no conoce condiciones. Hay una dimensión de libertad incondicional en la base de nuestras reciprocidades condicionales. Si así no fuera, nuestros pactos no serían bastante fuertes y libres y no podrían durar. Los seres humanos somos más grandes que nuestra reciprocidad. Somos más libres que nuestras condiciones. Sabemos amar más que las condiciones que ponemos a nuestro amor. Por eso (a veces) podemos seguir viviendo cuando descubrimos que nuestro “para siempre” no encuentra el “para siempre” del otro, cuando nuestros pactos se malogran pero nosotros intentamos resucitar, una vez más. O cuando seguimos caminando anclados a un “para siempre”, aunque estemos convencidos de que en el otro lado no hay nadie que recoja la promesa pronunciada en la juventud. Tal vez, al final descubramos que, a pesar de la cuerda se ha roto de tan delgada que se ha hecho, una mano nos recoge, puesto que, como hemos seguido caminando, hemos llegado a un paso de la tierra nueva sin darnos cuenta.
Artículo publicado en Avvenire el 3 de junio de 2018