Capitales narrativos/5 – No hay más garantía vital que la “libertad-sin-garantías”.
«El deseo humano será siempre irreductible ante cualquier reducción y adaptación».
Jacques Lacan, Seminario V
No es raro que experiencias nacidas en nombre de la gratuidad acaben entrando en conflicto con la misma gratuidad que las engendró. En muchas empresas, el “simple” objetivo de maximizar el beneficio produce una organización que hace todo lo posible para orientar todas las energías disponibles de sus trabajadores hacia ese fin. Con más motivo, en el caso de una OMI cuya misión sea rescatar definitivamente a los pobres o, pongamos por caso, convertir al mundo, a sus miembros se les pedirá que orienten hacia esta causa tan elevada todas las energías de que disponen y las que no disponen, posiblemente la vida entera. Pero así, lo que ocurre muchas veces en la práctica es que hay menos libertad y gratuidad en las OMI que en las empresas y organizaciones que las OMI critican precisamente por su falta de don y de libertad.
Efectivamente, la dimensión esencial de la gratuidad donde puede faltar más fácilmente es en la relación entre la organización y las personas, ya que la OMI (sin querer) acaba viviendo y creciendo gracias a que se alimenta de la gratuidad de sus miembros. Esta paradoja es una de las primeras causas de las grandes crisis de las organizaciones ideales y, no pocas veces, de su final.
La palabra clave para intentar comprender la gramática de estos fenómenos es deseo. No hay gratuidad sin libertad y no hay libertad sin capacidad de desear libremente. La primera libertad es la libertad del deseo. El deseo no es esa cosa romántica y sentimental, cuando no frívola y trivial, a la que nuestra cultura lo ha reducido. La capacidad de desear es una de las capacidades fundamentales de la persona, importantísima para quienes dedican su vida a ideales morales o espirituales elevados.
La primera gratuidad que viven las personas que siguen una vocación es la de dar sus propios deseos. Pero este don produce resultados diametralmente opuestos en la persona del donante y en la institución/comunidad que lo recibe, en función de que el deseo donado se mantenga vivo o, por el contrario, sea sacrificado. Abraham dona a su hijo único Isaac porque ha recibido una llamada y ha respondido. En las vocaciones verdaderas no es posible no darlo todo. Abraham lo da todo, pero si Dios hubiera querido de verdad el sacrificio del hijo donado, los hijos de la primera promesa no habrían sido tan numerosos como las estrellas del cielo. Sin embargo, en las experiencias históricas, sobre todo en las comunidades de naturaleza religiosa y espiritual, el cordero no aparece casi nunca, el ángel no detiene la mano y la OMI sacrifica el don del deseo. Y la vida se bloquea. ¿Por qué?
Cuando una persona encuentra una experiencia ideal y se reconoce en ella, vislumbra la posibilidad de extender sus deseos hasta el infinito, hasta tocar los sueños. Libremente decide invertirlo todo en esta nueva promesa, que solo habla de gratuidad y de don. No vive su respuesta como un sacrificio ni, mucho menos, como una pérdida. Cuando renuncia a proyectos y deseos individuales solo ve una libertad y un don inmensamente mayores, una posibilidad infinita de florecer de forma distinta en un jardín nuevo y maravilloso. Así, el nuevo deseo, que se presenta como infinito, absorbe todos los demás deseos hasta convertirse poco a poco en el único deseo que se quiere desear. Con demasiada facilidad el deseo de la comunidad sacrifica los deseos de sus personas. Las demás historias y los demás relatos, nuestros y del mundo, pierden atractivo e interés. Dejamos de desearlos porque nos parecen demasiado pequeños y triviales. Hasta dejamos de apreciar e incluso desacreditamos a quienes viven y cuentan solo sus pequeñas historias cotidianas, a quienes nos hablan trivialmente de su familia, de su trabajo ordinario, a quienes rezan con oraciones sencillas aprendidas en la infancia. La biodiversidad de sentimientos, palabras, deseos, intereses, historias y vida se reduce drásticamente, pero estamos tan absorbidos por el nuevo y estupendo deseo que no nos damos cuenta de esta carestía.
En este proceso, que puede durar mucho tiempo, los grados de libertad que habíamos experimentado en el encuentro con la primera voz se reducen drásticamente. Cada vez más, deseamos las cosas que la nueva comunidad desea y nos dice que debemos desear. Pero desear un conjunto de cosas finito y definido por otros, simplemente produce la muerte del deseo, que solo vive y crece en terrenos promiscuos, donde hay espacio para la sorpresa, donde no se puede prever la vida entera y, sobre todo, donde hay libertad. La única manera de esperar que un hijo crezca como una persona libre es ayudándole a desear cosas distintas de las que nosotros hemos deseado. Entonces nos sorprenderá si uno de sus deseos libres es como el nuestro, igual pero completamente distinto.
Sin embargo, las comunidades humanas nacidas de ideales, sobre todo si han nacido de ideales grandes, hacen casi siempre lo contrario: toman el don de los deseos de las personas y lo inmolan en el altar del deseo de la comunidad. Educan a sus miembros a desear las mismas cosas que han deseado los fundadores y desean todos. Sacrifican los deseos de los miembros fijándolos en una lista cerrada de cosas deseables. Se empieza distinguiendo los buenos deseos de los malos y se acaba inevitablemente matando todos los deseos. Se realiza una verdadera sustitución: el puesto de los deseos individuales, sacrificados y muertos, es ocupado por el único deseo colectivo, el mismo para todos. En cambio, el camino bueno consistiría más bien en la inserción del nuevo deseo en los deseos individuales, dando vida a una nueva realidad donde los primeros deseos de las personas fueran exaltados por la gran narrativa del ideal que haría de “multiplicador” de los deseos de todos y cada uno. Pero este final feliz no es el más corriente ni el más probable. La inserción es mucho más arriesgada e imprevisible que la sustitución, que funciona bien, mejor que la inserción, mientras las personas y las comunidades son jóvenes, aunque genera grandes problemas cuando el gran deseo entra en crisis en la vida adulta.
¿Por qué las comunidades ideales realizan esta sustitución de los deseos? Por una parte, porque piensan que la única manera de realizar el gran deseo de la comunidad y de sus fundadores pasa por obtener el corazón de las personas y por tanto el don de sus deseos. No basta toda la mente y todas las fuerzas. Para el gran objetivo hacen falta también todos los deseos, pues allí es donde se encuentra la energía infinita necesaria para realizar el deseo infinito de la misión de la OMI. Lo vemos en las empresas que, cada vez más, intentan “comprar” los deseos de sus empleados. Lo vemos más aún en las comunidades ideales. Este proceso, por lo general, está recubierto de una genuina buena fe por parte de los fundadores/responsables, que están sinceramente convencidos de que no existe felicidad más grande para sus miembros que aprender a desear tan solo lo único deseable.
Hay un segundo motivo para el sacrificio y la sustitución: La intuición, más o menos consciente, de que los deseos de las personas, si permanecen libres, sueltos y no canalizados, conllevan el riesgo de acabar con la comunidad, que solo puede vivir si es deseada en grado máximo y de la misma manera por sus miembros. Escribir reglas y estatutos muy detallados es muchas veces la manifestación inconsciente de esta necesidad de sacrificar, controlar y orientar los deseos de los miembros presentes y futuros, esperando con ello garantizar la continuidad de la experiencia original. Por estas dos razones el sacrificio de los deseos es una tentación casi invencible en las comunidades ideales.
A veces, en raras ocasiones, los fundadores comprenden que el único camino bueno para evitar la muerte de la propia obra pasa por no sacrificar el don del deseo que reciben. Lo dejan vivir y lo cuidan para que crezca en sinergia y fraternidad con el nuevo deseo colectivo. Desatan a Isaac de la leña y le salvan del fuego devorador, arriesgándose a que los deseos, que están vivos y por tanto son diversos, puedan crecer como ellos no desean. Solo si ponemos a quienes vienen detrás de nosotros en condiciones de libertad para que puedan destruir todo lo que hemos edificado, podremos tener la esperanza (nunca la certeza) de que no lo destruirán de verdad. Solo podemos tener la esperanza de controlar algo de los procesos ideales que activamos si renunciamos a controlarlo todo. Si queremos que ese algo salvado sea importante y esencial, debemos renunciar a controlar todo lo que pensamos que es esencial e importante. Para mantener con vida las cosas humanas vivas no hay más garantía que la libertad-sin-garantías.
Cuanto más altos son los ideales, más necesaria y esencial es la libertad y la gratuidad de los deseos. Pero cuanto más generoso y ambicioso es el ideal de la OMI, más probable es el sacrificio y la sustitución del deseo. La historia nos dice que cuanto más se controlan los deseos en la juventud de las personas y/o en la primera fase de la fundación, más personas habrá con pequeños o nulos deseos en la vida adulta y/o en la segunda fase.
Ante las crisis serias de capital narrativo, para escribir nuevas historias capaces de encantarnos y encantar, hacen falta nuevos deseos libres e infinitos, como los donados el primer día. Pero cuando las personas se han acostumbrado a desear solo las cosas definidas como deseables, su músculo del deseo se ha atrofiado. Ya no desean nada y por eso no saben vivir ni escribir historias deseables.
No debemos asombrarnos si una de las dificultades comunes de las comunidades que atraviesan graves crisis de capital narrativo es la carestía de deseo en gran parte de miembros, que se manifiesta en una apatía de eros, de vida, sobre todo en las personas más generosas y puras, que son las que más sacrificaron sus deseos para abrazar el nuevo deseo. Cuantos más deseos se dieron ayer, más apatía se sufre hoy. ¿Qué podemos hacer? Para empezar, podemos tomar conciencia de que no es fácil salir de estas trampas que están en la raíz de la muerte de las grandes experiencias ideales colectivas y de mucho dolor individual.
Entre otras cosas, porque la enfermedad del deseo que se manifiesta hoy es el efecto del sacrificio del deseo de ayer, que fue acogido por todos como una bendición. Pero al menos debemos evitar confundir la cura con la enfermedad (como cuando, por ejemplo, invitamos a las personas en crisis y apagadas a desear de nuevo las mismas cosas de siempre). Y después, para esperar en la resurrección de los deseos, podemos intentar volver a escuchar las “triviales” historias cotidianas de las familias de nuestros amigos y compañeros, sus ordinarias historias de trabajo, esfuerzo y amor. Tal vez descubramos que “bajo el sol” hay pocas cosas más dignas que desear. Y tal vez, en compañía de estos deseos sencillos pero nuevamente verdaderos y vivos, podamos esperar que un ángel nos llame de nuevo por nuestro nombre.
Publicado en Avvenire el 10/12/2017