La cuaresma del capitalismo

La cuaresma del capitalismo

El valor del trabajo y las relaciones, y el rey desnudo.

La crisis del nuevo coronavirus está develando la naturaleza ambivalente de la economía. Ante las dificultades que experimentamos para ir a trabajar, nos estamos dando cuenta de que nos gusta nuestro trabajo, incluso más que el tiempo libre. 

Estamos comprendiendo que nos gusta estar el domingo en casa porque después viene el lunes y podemos volver al trabajo. Sin los días laborales, los días festivos también se oscurecen. Por eso, entre otras cosas, nos resistimos a renunciar al trabajo, aunque haya evidentes motivos de seguridad para ello. Nos gustaría mantener abiertas las fábricas y las oficinas no solo para que no se reduzca demasiado el PIB, o para ganar el sueldo que necesitamos, sino también porque sentimos que, mientras podamos trabajar, y trabajar juntos, no somos aplastados. Nada mejor que una crisis, grande y grave como la que estamos viviendo, nos devela esta dimensión y esta vocación del trabajo. En el fondo, si miramos bien dentro de nosotros mismos, cuando una forma de muerte nos amenaza, el trabajo se convierte en un potente antídoto. No existe solo el conflicto entre eros y thanatos, sino también entre el trabajo de los vivos y el no trabajo de la muerte.

Así pues, aunque en tiempos corrientes no caigamos mucho en la cuenta, en realidad también vamos a trabajar para vencer la muerte. Creando bienes y servicios mediante nuestra acción colectiva generativa estamos diciendo, cada día, que la vida es más grande. Y no es ciertamente casualidad que, en la Biblia, muchos de los episodios decisivos para la vida y para la muerte acontezcan mientras las personas están trabajando, desde Moisés que pastoreaba el rebaño hasta los apóstoles, que fueron llamados mientras trabajaban.

Tampoco es casualidad que en algunos idiomas el trabajo esté relacionado con los esfuerzos y los dolores del parto, pues se parecen al dolor que acompaña a todo trabajo verdadero, siempre que no sea simple hobby o juego.

Además, estamos entendiendo que los bienes relacionales, tan ridiculizados por los economistas y los políticos en tiempos ordinarios, son tan esenciales o más que las mercancías. De repente estamos comprendiendo que a veces la gente, sobre todo los ancianos, va a comprar el pan principalmente para “consumir” la charla con la gente del barrio, pues al mercado se va sobre todo a “intercambiar palabras”. Estamos comprendiendo que no poder recibir visitas de voluntarios y amigos en la cárcel es cuestión de vida o muerte. Las grandes crisis vuelven del revés las viejas “pirámides de necesidades”. Todas las civilizaciones han sabido siempre estas cosas. La capitalista lo había olvidado. Esperemos que vuelva a aprenderlo a partir del dolor de estos días. Del mismo modo que un “mal común” (virus) nos ha enseñado de improviso qué es el “bien común”, la soledad forzosa nos ha enseñado el valor y el precio de las relaciones humanas, y la distancia mayor de un metro nos ha desvelado la belleza y la nostalgia de las distancias cortas.

Pero, como vemos y veremos cada vez más, la economía está mostrando también otra cara. Es la de las bolsas y las especulaciones, la del miedo a las pérdidas de PIB, que parecen más importantes que las pérdidas de vidas. Hasta ahora, no se han detenido actividades comerciales y productivas que no son esenciales para la vida de la gente: despachos legales, asesorías, algunas fábricas, despachos de analistas financieros, muchos tipos de tiendas… Sabemos que estas actividades reúnen cada día a mucha gente. Hemos parado inmediatamente las escuelas, pero no así las empresas.

Sigo pensando y repitiendo desde hace días que una “cuaresma del capitalismo”, que no tuviera en cuenta el PIB, ni la prima de riesgo, ni la deuda pública, ni el pacto de estabilidad, sería una terapia eficaz para frenar el avance demasiado amenazador y rápido del virus.

Las razones de la economía son muy distintas de las primeras razones del trabajo-vida. Más aún, son enemigas. En el sistema social que hemos levantado, la última palabra parecen tenerla los negocios y no el bien común, y la política no tiene suficiente fuerza para hacer cosas obvias. Todo esto es evidente en Italia y en España, pero también en Europa, en Gran Bretaña y en los Estados Unidos, donde se está subestimando la entidad de la crisis sanitaria, con el fin de reducir o tal vez evitar sus consecuencias para la economía y en particular para las finanzas, que no siempre son aliadas de la economía.

Si estamos atentos, en esta crisis podemos leer también importantes mensajes sobre el capitalismo que hemos construido en estas últimas décadas. Hemos corrido demasiado en pos de las señales del mercado. Hemos pensado que éramos invencibles. No hemos aplicado el principio fundamental de la convivencia humana que la Doctrina Social de la Iglesia llama principio de precaución, que debería llevar a una comunidad a no esperar la llegada del “cisne negro” para prepararse a hacer frente a un caso excepcional pero devastador. Una comunidad sabia y no guiada por el capital invierte en tiempos ordinarios para prepararse para los tiempos excepcionales. Lo hacemos todos los días con los seguros individuales y empresariales. Pero no lo hacemos para la sociedad en su conjunto, que se encuentra totalmente al descubierto en cuestiones decisivas, a pesar de que en años pasados ya habían surgido serias alarmas.

Que el rey (capitalista) está desnudo, como en el cuento, nos lo había dicho una niña hace ya un año. Nosotros no le hicimos caso, y hemos seguido viviendo como si el rey llevara ropa de verdad, encantados por el bienestar y el delirio de omnipotencia. Este virus es un segundo mensaje, que podemos gestionar para seguir viviendo como antes, o podemos interpretar con sabiduría y cambiar, cambiar mucho.

Original italiano publicado en Avvenire el 11/03/2020.

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