Más grandes que la culpa/4 – Dios omnipotente y derrotado enseña la fe que lo cambia todo.
«Las más bellas poesías se escriben sobre las piedras con las rodillas ulceradas y las mentes afiladas por el misterio. Las más bellas poesías se escriben frente a un altar vacío, rodeado de agentes de la divina locura. Así, loco, criminal, como eres le has dado versos a la humanidad, versos de reconquista y de bíblicas profecías y eres hermano de Jonás.»
Alda Merini, La Tierra Santa
“Por entonces se reunieron los filisteos para atacar a Israel. Los israelitas salieron a enfrentarse con ellos” (1Samuel 4,1b). Tras la grandiosa y espléndida noche de la vocación de Samuel, la escena cambia y en Israel empiezan a soplar vientos de guerra. Israel ya conocía a los filisteos, un pueblo que le acompañará y con el que luchará durante siglos. Este antiguo pueblo del mar incluso le dio nombre a la región sobre la que dominó política y culturalmente (Palestina, Philistia: la tierra de los filisteos). La escena cambia y también probablemente la mano del narrador, pero algunos elementos de continuidad se mantienen, tales como Elí, sus hijos y sobre todo el Arca.
El texto (3,3) nos presenta a Samuel durmiendo al lado del arca, en el templo de Siló. A los lectores de hoy no nos resulta fácil comprender qué era realmente el Arca de la Alianza que Moisés mandó construir durante el Éxodo por mandato expreso del Señor. Sabemos que era una pequeña caja, recubierta de oro, que contenía las Tablas de la Ley. Cuando el pueblo peregrinaba al desierto, la llevaba cubierta por un velo. Cuando acampaban, colocaban el Arca bajo una tienda (la “tienda del encuentro”). Sobre el Arca, YHWH hablaba con Moisés boca a boca: «Allí me encontraré contigo, me comunicaré» (Éxodo 25,22). Esa pequeña caja móvil era sacramento de la Ley, testimonio de los diálogos únicos y extraordinarios de Moisés con la voz y memorial de la Alianza de las doce tribus con su Dios distinto.
Si para el hombre antiguo las cosas visibles eran siempre sacramento de lo invisible, el Arca de la Alianza lo era aún más. Para los israelitas era el objeto más sagrado de la tierra. Lo conservaban en el sancta sanctorum del templo de Siló y después en el de Jerusalén. Al mismo tiempo, el Arca era también la realidad más limítrofe con los ídolos de madera o de oro tan odiados por la Biblia y por los profetas. Se parecía mucho a los baldaquinos y a los sarcófagos que los egipcios y los pueblos cananeos sacaban en procesión en las fiestas sagradas. El Dios de Israel, YHWH, se reveló a los patriarcas y a Moisés como un Dios verdaderamente distinto. Pero el pueblo elegido por ese Dios distinto se parecía mucho a los pueblos de alrededor, que necesitaban tocar y ver a los dioses y usar mágicamente la divinidad para propiciar nacimientos y cosechas y para vencer las enfermedades y a los enemigos. El Arca se situaba en la frontera entre lo viejo y lo nuevo. Como todas las fronteras y todos los umbrales, era extremadamente peligrosa, vulnerable y porosa. Por la Biblia (y por la vida) sabemos que es fácil pasar de un terreno a otro si en la frontera no hay centinelas vigilantes y activos. Los profetas son los centinelas del umbral que separa la religión de la idolatría, valiosos guardianes sobre todo para los hombres religiosos que son los más expuestos a cruzar la frontera. Sin los profetas, inevitablemente acabamos transformando la fe en idolatría, aun cuando a los ídolos les demos el nombre de YHWH o de Jesús.
Al igual que el Arca, construida por indicación de Dios, las realidades más sagradas que recibimos como don se transforman en ídolos. Sin los profetas, es casi imposible entender la metamorfosis del don en ídolo. Así pues, no es sorprendente que el comienzo de la nueva era profética en Israel, inaugurada por la vocación de Samuel, vaya acompañada de una gran crisis del Arca de la Alianza.
En la primera batalla contra los filisteos, Israel sufre una impresionante derrota: «Israel fue derrotado por los filisteos; de sus filas murieron en el campo unos cuatro mil hombres» (4,2). La derrota se interpreta como un hecho teológico («¿Por qué el Señor nos ha hecho sufrir hoy una derrota?»: 4,3). Los ancianos proponen su solución: «Vamos a Siló, a traer el arca de la alianza del Señor, para que esté entre nosotros y nos salve del poder enemigo» (4,3). Así pues, sacan el arca del templo y la llevan al campo de batalla, acompañada por dos hijos de Elí, sacerdotes (corruptos) del templo de Siló donde se guardaba el Arca. Llevando el Arca a la batalla se comportan exactamente igual que los demás pueblos, que bajaban al campo con las estatuas de sus dioses guerreros. Anuncian a un Dios distinto, pero se comportan igual que sus enemigos idólatras. La llegada del arca en el culmen de la batalla es acogida con terror y grandes gritos por ambos bandos de la contienda, con escenas parecidas a las que por desgracia se ven todavía en muchas guerras tribales. Pero «los filisteos se lanzaron a la lucha y derrotaron a los israelitas (…) Fue una derrota tremenda: cayeron treinta mil de la infantería israelita. El arca de Dios fue capturada y los dos hijos de Elí, Jofní y Fineés, murieron» (4,10).
La presencia del Arca no evita una derrota aún más catastrófica: el arca es tomada por el enemigo y los hijos de Elí caen en el campo de batalla. La noticia llega a Siló, hasta el viejo Elí, que muere de dolor al recibir la noticia de la muerte de sus dos hijos y la captura del Arca («Elí cayó de la silla hacia atrás, junto a la puerta; se rompió la base del cráneo y murió»: 4,18). Ante este mismo anuncio, también muere su nuera («le sobrevinieron los dolores, en encorvó y dio a luz»: 4,19).
La derrota y la captura del Arca no representan solo un acontecimiento militar, sino el alba de una nueva época religiosa y por consiguiente humana: la separación entre Dios y las cosas, entre lo santo y lo sagrado, entre la religión y la magia. Es un proceso larguísimo, presente en la Biblia entera, en la historia de la Iglesia y en la historia de cada creyente (religioso o laico). La derrota del Arca se parece mucho, en cuanto a significado y tragedia, a la conquista babilónica del 587 a.C.. Es una tragedia inmensa pero también el comienzo de una nueva fe que enseña al pueblo a rezar sin templo y a creer en un Dios omnipotente y derrotado.
Los filisteos ponen el Arca en el templo, al lado de la estatua de su dios principal: Dagón. Al día siguiente, los filisteos encuentran a Dagón caído de bruces. Lo levantan, pero cuando regresan al templo al día siguiente vuelven a ver la estatua de Dagón en tierra. Esta vez se ha roto y la cabeza y las manos han llegado hasta el umbral del templo: «Por eso… los sacerdotes y los que entran en el templo de Dagón no pisan el umbral» (5,5). Los añicos de Dagón han tocado el umbral y lo han contaminado. Esta escena nos traslada directamente al mundo religioso arcaico y nos introduce en la “cultura del umbral” que separa lo sagrado de lo profano, un sagrado indiferenciado mezclado siempre con lo tremendum. Este mundo sagrado-mágico toca también a Israel, y en buena medida lo abraza, en estos primeros siglos de su historia.
Entre los muchos elementos de estos interesantes capítulos, ricos en detalles narrativos, hay algunos especialmente valiosos por las informaciones religiosas, antropológicas e históricas que nos proporcionan. Llama la atención, en este sentido, el relato de las extrañas ofrendas con las que los filisteos dotan la devolución del Arca.
La captura del Arca se revela como una desventura para los filisteos. La aparición de abscesos (o peste bubónica) y una invasión de ratas (consideradas como vehículos de la peste) se extienden por todas las ciudades en las que se coloca el Arca durante unos meses, como nuevas plagas de Egipto. Finalmente el pueblo pide a voz en grito a sus jefes que devuelvan el Arca a los hebreos: «Devolved a su sitio el arca del Dios de Israel» (5,11). Pero para poder esperar el fin de las calamidades no basta la “nuda propiedad” del Arca. En el mundo antiguo había que acompañar la devolución del Arca con regalos y ofrendas. Pero ¿qué ofrendas? Los filisteos convocan a sus adivinos y magos y estos responden: «Cinco diviesos de oro y cinco ratas de oro» (6,4). De este modo recurren a un principio homeopático (lo parecido se cura con lo parecido), que aparece también en el conocido episodio del libro del Éxodo, cuando YHWH dice a Moisés: «Haz una serpiente venenosa y colócala sobre un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (Números 21,8). También en ese episodio la frontera entre magia y religión es lábil y porosa, y la serpiente de bronce se parecía mucho, demasiado, a las que el pueblo había visto en los cultos egipcios.
Estas prácticas antiguas de don homeopático buscan inmunizar de un mal utilizando simbólicamente ese mismo mal, como la multiplicación de dos negativos da como resultado un número positivo. El don homeopático como mecanismo de inmunización es un resto arcaico e idolátrico, especialmente potente y relevante no solo en el ámbito económico, que está adquiriendo gran fuerza y vitalidad en el capitalismo de nuestro tiempo. Los filisteos regalan cinco bubones y cinco ratas pensando con ello quedar inmunes del gran mal de la peste. De forma análoga, las grandes instituciones capitalistas intentan inmunizarse del gran mal del verdadero don (que podría tener suficiente fuerza subversiva como para hacerlas implosionar, si se le dejara actuar libremente dentro de las relaciones) introduciendo en el sistema minúsculas dosis de don, que reproducen el don verdadero y son más brillantes. Los nuevos bubones y las nuevas ratas que se “donan” para intentar alejar la peste son gadgets, rebajas y donaciones a instituciones filantrópicas, pero también incentivos y premios. Al igual que ocurría con los filisteos, por ahora esta práctica mágica inmunizadora parece funcionar muy bien en nuestro sistema del don homeopático.
Todos los capítulos de este primer ciclo del Arca están impregnados de elementos de las religiones arcaicas y mágicas (en Israel y entre los filisteos). Pero por encima de todo, lo más fuerte es el comienzo de una nueva era religiosa y por tanto antropológica y social. Israel, tras siete meses de ausencia del Arca, se adueña nuevamente de ella. Hasta la destrucción de Jerusalén por los babilonios (momento de su desaparición), la conservará y mantendrá una relación ambivalente con ella. Pero estos siete meses de fe en el “Dios del arca sin el arca de Dios” cambian la naturaleza del Arca, de la fe, de Dios y del hombre. Este ejercicio religioso y ético de una nueva fe en un Dios verdaderamente distinto es un anticipo de la experiencia del exilio babilonio donde, sin templo, esa fe madurará hasta el punto de generar muchas de las obras maestras de la literatura, la antropología y la teología que componen la Biblia.
Sin la experiencia concreta de un Dios derrotado junto a su pueblo y de una fe tenaz, que no muere, aunque pierda primero el Arca y después el templo, nunca se habría escrito el Canto del siervo, el libro de Jeremías ni muchos salmos, y tampoco existiría el diálogo de Jesús con la samaritana. También nosotros escribimos los capítulos más bellos de nuestra vida cuando seguimos creyendo en el amor de aquel a quien no podemos tocar en el alma. El día en que por fin descubramos que nuestra tierra está verdaderamente sin Arca y sin templo, sencillamente habremos aprendido a amar la vida “en espíritu y en verdad”.
Publicado en Avvenire el 11/02/2018