Horas dramáticas en Venezuela

Horas dramáticas en Venezuela

Un nuevo choque institucional entre las oposiciones y el presidente Nicolás Maduro. Existe una fuerte presión internacional, pero la solución deben encontrarla los venezolanos.

Venezuela vuelve a vivir horas cruciales en medio de un nuevo enfrentamiento institucional entre el gobierno y los grupos opositores, desde que el presidente del Legislativo, Juan Guaidó, se ha autoproclamado presidente interino.

El parlamento unicameral (Asamblea Nacional) elegido hasta 2021 controlado por la mayoría opositora, ha quedado literalmente neutralizado desde que por decreto fue reemplazado por la Asamblea Constituyente que, en realidad, en lugar de dedicarse a redactar una nueva carta magna (no se sabe si la reformará en todo o en parte o la rescribirá de nuevo), se ha dedicado a la tarea legislativa con el respaldo del poder judicial que ha declarado en desacato la Asamblea legítima. Limitado a una función simbólica, el Legislativo ha recobrado protagonismo con su nuevo presidente que, haciendo una interpretación extensiva de la norma constitucional, ha declarado la vacancia de la función presidencial por la ilegitimidad de los comicios que en mayo asignaron un nuevo mandato al presidente Nicolás Maduro.

¿Qué ocurrió en mayo? Como en el caso de la Asamblea Constituyente, la justicia electoral se la ingenió para complicar la participación de opositores. Es así que tanto en el caso de la Constituyente como en el de las elecciones de mayo, los grupos opositores renunciaron a participar por considerar una farsa esas elecciones. Entre las trabas interpuestas, el quórum del padrón electoral fijado para inscribir partidos nacionales, en lugar de aplicarse sobre el total de los electores, fue impuesto en las 20 regiones administrativas del país, con una interpretación arbitraria de las disposiciones legales. Ante la ausencia de adversarios, el triunfo de Maduro fue casi una obviedad. Aun así, el chavismo solo pudo llevar a las urnas el 48% de los electores, es decir, unos 8 millones de ciudadanos. La oposición incluso habla de 3 millones. La empresa que gestionó los comicios señala que fueron 7 millones, y es posiblemente el dato más real.

Desde el exterior, los Estados Unidos reconocieron de inmediato al presidente interino y con ellos varios otros gobiernos de América latina y de Europa que exigieron nuevas elecciones.

Guaidó ha convocado a manifestar y resistirse en modo pacífico. No obstante, la represión de las fuerzas de seguridad provocó una treintena de muertos desde el pasado 23 de enero. Y ha realizado una movida muy astuta prometiendo una amnistía a los militares, que son la clave decisiva para la continuidad del gobierno de Maduro. En el país hay 2000 generales (para hacerse una idea, en los Estados Unidos hay 900), y los uniformados están presentes en varios ministerios.

Maduro responde denunciando un intento de golpe orquestado desde el exterior, como se hace puntualmente en el país desde hace veinte años. Durante estos meses, e incluso en las últimas semanas, su aparente disponibilidad al diálogo se ha revelado una estrategia para ganar tiempo. Bien lo sabe la Iglesia católica que, convocada por el propio presidente, ha intentado mediar entre dos polos que siguen siendo irreconciliables, hasta el momento. La manera con la que se llevaron a cabo las elecciones en mayo, nada tiene que ver con la disponibilidad al diálogo. Maduro tiene el apoyo de los militares y de un 35 a 40% de la población en los sondeos más confiables. Hay una clara línea divisoria en el país entre chavismo y antichavismo. Lo cual indica que para afrontar el tremendo desabastecimiento interno y la inflación -que ya no se sabe si es uno o dos millones por ciento al año- es necesario un gobierno de unidad nacional que intervenga en la innegable emergencia humanitaria que vive la población. Es otra evidencia de ellos, la salida del país de 2,6 millones de venezolanos en menos de dos años.

Hablar de una intervención externa es, sin embargo, la solución menos racional. Especialmente si es patrocinada desde la Casa Blanca que, vergonzosamente, no aplica el mismo criterio cuando se refiere a su aliado Arabia Saudita, cuyo gobierno no solo encarcela a disidentes, los asesina (como en el caso del periodista Kashoggi), financia el fundamentalismo y condena a muerte por motivos religiosos. Con este doble rasero los Estados Unidos carecen de la autoridad moral para hablar de Venezuela.

La esperanza es que, más que desde las simpatías ideológicas, aparezca una salida institucional para afrontar un drama que aflige a millones de venezolanos, sean nuevas elecciones o un gobierno de emergencia. La duda es si hay espacio para ello sin llegar a nuevo baño de sangre.

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