Más allá de si nos hemos contagiado o no de covid, la pandemia nos ha atravesado a todos de diferentes maneras. Por ser pacientes, familiares, acompañantes, emprendedores y así tantos ejemplos de personas que han buscado, y encontrado, algo más a lo largo de este tiempo que sigue marcando a toda la humanidad.
La certeza de la existencia de Dios
Después de una semana con síntomas y algo de cansancio decidí hisoparme. Resultado positivo y posteriormente lo mismo para casi todas las personas con las que vivo actualmente.
Los tres días después del test fueron tremendos. Una noche me costó tanto respirar que recordé un entrenamiento que había hecho con un amigo antes de subir el Aconcagua, donde hacíamos unos ejercicios de relajación. Gracias a eso me recuperé, me tranquilicé y pude dormir.
Como por momentos me sentía mejor, postergué la ida a la guardia del hospital, como me habían sugerido si veía complicaciones. Pero no fue la mejor decisión. Esa noche empecé con problemas más serios para respirar. Y me dije: “¿Será que el Eterno Padre me quiere llevar?” Tengo 50 años, fue raro pensar en la posibilidad de que podía partir.
Como quienes viven conmigo también ya tenían el positivo, en ese momento sentía una soledad acompañada: sabía que estaba con otros pero que no me podían ayudar. Y ante la dificultad para respirar tuve la sensación de estar ante “la puerta de san Pedro, estaba por golpear”. Podía no despertarme, no lograba relajarme como la noche anterior y aún si me dormía tenía la sensación de que me iba a volver a suceder.
Recordé el significado de mi nombre, que encierra una pregunta con una respuesta: “¿Quién es como Dios? Nadie”. Es decir, Dios debía ser mi único bien.
Entonces enseguida pensé: “Si tengo que vivir, si tengo que morir, yo elijo a Dios”. Me encontré con una realidad que yo imaginaba cuando otros partían. Sentí como si estuviera delante de una puerta, por cruzarla, y tener la seguridad que del otro lado me estaban esperando. No lo sentía como algo negativo. Si era, era porque Dios quería. Y me encontré con una paz difícil de explicar, pude dormir, aunque seguía con las mismas dificultades para respirar.
Ese momento para mí fue la verificación de que el Dios en el que yo creo, que no le puedo demostrar a nadie que existe, existe. Me cambió la visión de todo. Al día siguiente amanecí peor de salud pero estaba en paz.
Fui al hospital y me internaron por una neumonía bilateral. Con la medicación y la atención empecé a recuperarme, mientras sentía el frío y la soledad que vive mucha gente.
Cuando al quinto día me dieron el alta, una enfermera me decía que su papá, con la misma edad que yo y una vida saludable, había fallecido dos días atrás porque se había dejado estar y porque lo habían atendido mal. Ahí me di cuenta de que podría haber sido uno de esos, pero sentía que Dios me decía: “Vos vivís porque yo quiero que vivas”.
Me estoy recuperando de a poco, pero no soy el mismo. Hay un antes y un después. La vida tiene más sentido cuando estás delante de la muerte, ahora la valoro muchísimo más. Es un regalo.
Miguel Ángel Alonso (Buenos Aires)
El covid y la discapacidad
Soy ciega, tengo 55 años, soy asistente social, profesora de piano e inglés y he dedicado mi vida entera a la discapacidad. Hace 20 años trabajo en la Asociación Fotos del Alma, en Corrientes, un hogar para personas con discapacidad provenientes de la provincia y también de Chaco y Formosa, con el objetivo de lograr una inserción social, laboral y yendo al rescate de esas personas en riesgo.
Ante la llegada del covid nos sugirieron que teníamos que mudarnos a San Cosme, a casi 150 km de Corrientes capital, donde tenemos algunos emprendimientos como rotisería, repostería, trabajos autosustentables de personas que no estudiaron por razones de retraso madurativo o retraso intelectual y que no pudieron terminar la primaria o la secundaria. Fue de un día para el otro.
Todas nuestras actividades, entre las cuales está la venta de pan rallado, el estudio de los chicos, ya que algunos van a la escuela primaria, secundaria o terciaria, según su capacidad, se terminaron. Todo se cerró frente a la pandemia.
En San Cosme pasamos 71 días de aislamiento y veníamos a Corrientes una vez por semana a buscar las mercaderías que nos da el gobierno (fruta, verdura, carne). Fue muy difícil esa primera etapa.
Cuando volvimos a Corrientes los chicos solo tenían contacto con sus familias primarias a través de whatsapp o por teléfono, con una incertidumbre desesperante.
Después vino la lucha por las vacunas. No nos podían agendar como personas de riesgo, nos decían que no entrábamos en esa categoría y que esperáramos por la edad.
Al mismo tiempo, otros nos decían que si no nos vacunábamos y nos enfermábamos sería un problema porque una persona con discapacidad, siendo tan dependiente de sus padres o abuelos, tendría que quedarse sola en un hospital de campaña esperando que pase la enfermedad.
Después de insistir diariamente con pedidos a la Dirección de Salud y Discapacidad del Ministerio logramos que hicieran una página específica para las personas con discapacidad y comenzaron a vacunarnos.
Fue una experiencia bastante fea. Además yo vivía con la incertidumbre de que si mi pareja o yo nos enfermábamos, quién iba a cuidar a los chicos entre los cuales hay ciegos, con disminución social, retraso madurativo y también problemas mentales. ¿Qué pasaría con los que viven en el hogar? Y a esto se sumaba la incertidumbre de los padres sobre qué iba a pasar con sus hijos, sobre todo los que viven más lejos, más allá de que algunos pudieron volver con sus familias a Formosa en diciembre.
Posteriormente nos contagiamos y fueron días raros. Más que nada porque, si bien pudimos seguir haciendo algunas cosas dentro de la casa, no podíamos hacerle entender a personas con ciertos problemas mentales, que cantan a la gorra en la calle, que no se podía salir. Fue muy difícil.
Nos curamos pero todo el tiempo estamos con esa sensación en el estómago de que si uno se enferma volvemos a enfermarnos todos. Sin embargo, alguien me dijo: “Lo único que vence al miedo es la fe”. Entonces le pido a Dios que nos aumente la fe, que nos haga más fuertemente creyentes, porque que es la única manera de salir adelante, pensando que Dios pondrá las cosas en su lugar, como él disponga y como deba ser.
Rossana Jokmanovich (Corrientes)
La muerte en pandemia
La medicina y los años de trabajo en Unidades de Terapia Intensiva me enseñaron a convivir con virus, bacterias y con la muerte misma, y a valorar poco los ritos ante la muerte. Quizás un modo de defensa. Cuando la pandemia se anunció, no sentí temor, pero sí cierto disgusto por alterar todos mis planes. Mi mayor preocupación se centró en mi madre, que con sus 90 activos años necesitaba ser cuidada. La muerte de mi hermana, un año antes, nos había golpeado a todos, en especial a ella. Comenzó a renegar por no recibir suficientes “visitas” y tener que conformarse con video llamadas; pero su manejo de la tecnología fue un alivio, y no faltó ningún día a su misa por YouTube. Así transcurrieron 10 meses de la pandemia y sobrellevó una internación por otra enfermedad. Yo seguí con hábito epidemiológico cada número de infectados y muertes, pero con la convicción de que nada de eso estaba demasiado cerca de nosotros.
Sin embargo, el virus nos sorprendió al comenzar el año. Primero los más jóvenes, y un día mi madre, quien al principio ocultó sus síntomas para no preocuparnos hasta que fueron evidentes. Cuando la llevé a hisoparse y dio positivo, sus ojos (casi como los de una niña) me preguntaban si este era su final. Tanto el personal de salud como yo intentamos darle la certeza de que ella, una vez más, vencería el obstáculo. Sin saberlo, ese fue nuestro último encuentro personal. No podía abrazarla, y el teléfono fue nuestro único contacto. Luego de cinco días y con uno de mis hermanos también contagiado, se agravó. Pese a su negativa debió ser internada y al día siguiente yo también era covid positivo. Aun así seguíamos pensando que ella lo superaría.
Desde el hospital pidió su teléfono y nos hizo una video llamada a cada uno. Esa fue su despedida sin decirlo. Cuatro días después partió al Paraíso. A mi único hermano sano le entregaron el cajón cerrado y él debió ir a enterrarla. Los demás, aislados, debimos hacer nuestro duelo solos. Nunca imaginé la dimensión de la angustia que eso significaba. Mi madre era uno de los tantos números diarios de muerte y yo misma la de contagiados. Números que naturalizamos pero que tienen historias, sueños, planes detrás. La impotencia de no abrazar, de no acompañar, de no compartir la tristeza y el dolor. La “nona” era un modelo de fortaleza, de terca energía frente a la vida y como familia disfrutábamos estar juntos. Esta vez no fue así, debimos hacer la experiencia de la soledad, de la incertidumbre y de la ausencia.
Como nunca, descubrí el valor de las liturgias frente a la muerte, de los abrazos y las lágrimas compartidas. Y aunque desde la fe tengo certezas, desde mi humanidad tuve la necesidad de una despedida y una compañía que no alcanzó con tecnología. Todavía hay días que espero sus mensajes pidiéndome algo, o pienso en pasar por su casa. La ausencia se vuelve poco creíble en estas circunstancias. En los meses siguientes compartí la partida de muchas personas amigas, algunas jóvenes.
Y mientras el dolor y la tristeza parecen sobrevolar el inconsciente colectivo, otros ensayan la negación, excusándose frente a reglas colectivas o ensayando argumentos contra la vacunación. Todos creemos que vamos a estar exceptuados, que los números son “otros”, hasta que un día somos obligados a aprender la lección. Si fuésemos capaces de apropiarnos de las lecciones de otros, de comprender que esta pandemia llegó a traernos enseñanzas de las más diversas, posiblemente la atravesaríamos de otro modo.
Amelia López (Córdoba)
La pandemia y los emprendimientos
Soy traductora de inglés, trabajo como docente en una escuela pública de gestión privada y también tengo mi emprendimiento en una academia de idiomas.
El año pasado, a una semana de haber armado todo, tuvimos que cerrar y seguir las clases online. Con bastante esfuerzo logramos cubrir todos los gastos de alquiler, impuestos, luz.
Como la academia genera ingreso de marzo a noviembre, durante los tres meses de verano generalmente debo usar parte de mi sueldo de la escuela para sostenerla ya que, una vez iniciado el ciclo lectivo recién se recupera la inversión. Pero en 2020 no se pudo conseguir debido a la pandemia.
Este año, por diversas razones, algunos grupos se fusionaron, algunos se cerraron y quedaron horarios vacíos en una de las dos aulas.
Un amigo y dos colegas estaban buscando un lugar donde abrir su Academia de Biología, Química y Matemáticas, pero los alquileres estaban muy altos. En una de nuestras charlas les propuse que usaran las aulas en esos horarios libres. Ahora ambos institutos: Rainbow English Center y Nuevos Senderos comparten espacio, gastos y camaradería.
Dividimos los gastos a la mitad, pero con la idea de que ellos colaboraran con lo que podían, ya que recién iniciaban. El primer mes pudieron aportar un porcentaje y al siguiente ya lograron el objetivo. Eso nos permite ir ahorrando para cubrir los gastos del verano y pudimos concretar mejoras que estaban postergadas.
Una vez más hice la experiencia de comprobar que Dios se ocupa de nuestras necesidades si estamos atentos a su guía.
Denyse Zicavo (Villa Ángela, Chaco)
Artículo publicado en la edición Nº 633 de la revista Ciudad Nueva.