Herederos de la orla del manto

Herederos de la orla del manto

Más grandes que la culpa/8 – Somos ciudadanos de una tierra parcial e incompleta.

«Es muy difícil encontrar en toda la Biblia un solo personaje, justo o injusto, que no haya sido contradicho por Dios, excepto tal vez Abraham y Jesús. Pero precisamente en estas contradicciones, el hombre de fe aprende a dudar de cualquier institución que no se deje contradecir.»

Paolo De Benedetti Los profetas del rey

Después de ser consagrado por Samuel, Saúl comienza a desempeñar su misión de rey guerrero. Este comienzo marcará su trágica suerte, narrada en unas páginas que se cuentan entre las más interesantes y bellas de toda la Biblia: «Los filisteos se concentraron para la guerra contra Israel con tres mil carros, seis mil jinetes. (…) Saúl seguía en Guilgal, mientras la gente, atemorizada, se le marchaba. Aguardó siete días, hasta el plazo señalado por Samuel; pero Samuel no llegó a Guilgal, y la gente se le dispersaba. Entonces Saúl ordenó: “Traedme las víctimas del holocausto y de los sacrificios de comunión”. Y ofreció el holocausto» (1 Samuel 13, 5-10).

El día de su unción como rey, Samuel le había dicho: «Baja por delante a Guilgal; yo iré después a ofrecer holocaustos y sacrificios de comunión. Espera siete días» (10, 8). Pero los siete días pasan y Samuel no llega. El pueblo está atemorizado y se dispersa. Saúl decide ofrecer él mismo a YHWH el sacrificio perfecto de comunión (el holocausto). Inmediatamente después, se presenta Samuel. «Saúl salió a su encuentro y lo saludó. Pero Samuel le dijo: “¿Qué has hecho?”» (13,11). Saúl responde: «Me dije: Ahora bajarán los filisteos contra mí a Guilgal, sin que yo haya aplacado al Señor, y me atreví a ofrecer el holocausto » (13, 12). Saúl había esperado los días que le había indicado Samuel y por tanto no se había apartado de las indicaciones recibidas. Sin embargo, Samuel le reprende con una dureza inesperada y sorprendente: «¡Estás loco! Si hubieras cumplido la orden del Señor, tu Dios, él consolidaría tu reino sobre Israel para siempre. En cambio, ahora tu reino no durará» (13, 13-14).

Así comienza a desvelarse el triste destino del primer rey de Israel. En su historia se entrelazan muchas tradiciones y teologías distintas. Una de ellas, que no es la última en orden de importancia, implica una crítica radical del autor de los Libros de Samuel al nacimiento de la monarquía, lo que supone ipso facto una visión crítica también de su fundador. Toda crítica radical es siempre una crítica arqueológica, puesto que pone en discusión la raíz, el principio originario (arqué). Sin embargo, en esta historia hay otros motivos profundos y cargados de significados éticos de gran importancia, que se desvelan mejor cuando leemos esta narración de la crisis entre Saúl y Samuel junto con el segundo relato sobre los amalecitas, aún más fuerte y dramático.

En primer lugar, es correcto hablar de “crisis” y no de conflicto entre estos dos grandes personajes. Efectivamente, Saúl no lucha contra Samuel ni discute en ningún momento su autoridad durante la gestión de esta tremenda crisis. Al contrario, se muestra muy humilde con él, le pide que sea misericordioso con sus errores y le ofrece explicaciones acerca de su comportamiento. Estos actos y sentimientos inevitablemente le ganan la simpatía de los lectores. Si leemos estos relatos con la habitual y necesaria ignorancia que debería acompañar a cualquier lectura fecunda de la Biblia (y de los grandes textos) – es decir leyendo cada pasaje como si fuera la primera vez –, veremos que la narración nos pone espontáneamente de parte de Saúl y en contraste emocional con Samuel, lo cual resulta muy interesante desde el punto de vista retórico. En este contraste narrativo entre Samuel y Saúl, condenado por YHWH y salvado por el lector, radica buena parte de la belleza de estos capítulos, que revelan, entre otras cosas, el infinito talento literario de su autor.

Después de las gestas bélicas de Jonatán, hijo de Saúl (cap. 14), encontramos un nuevo mandato de Samuel a Saúl: «Así dice el Señor de los ejércitos: “Voy a tomar cuentas a Amalec de lo que hizo contra Israel, atacándolo cuando subía de Egipto. Ahora ve y atácalo; entrega al exterminio todos sus haberes, y a él no lo perdones; mata hombres y mujeres, niños de pecho y chiquillos, toros, ovejas, camellos y burros”» (15, 1-4).

Es una página tremenda, que nos obliga a buscar claves de lectura más profundas para no asociar la Biblia a nuestra violencia. Dios necesita más que nadie la exégesis de la Biblia y de los textos sagrados de las religiones, para que no sigamos “matando niños” en su nombre. Con páginas como estas, YHWH necesita nuestro estudio para poder decir: “no en mi nombre”. Antes que nada, hay que aclarar que el lector de la Biblia ya conoce a Amalec y a su pueblo (los amalecitas). Es el mismo pueblo que luchó en el desierto contra Israel con el fin de impedirle llegar a Canaán. Es su mayor enemigo, el que se oponía al cumplimiento de la promesa. Es por ello imagen del mal absoluto, icono bíblico de toda idolatría. Como el faraón, como Egipto. Esta primera hermenéutica de la desconcertante petición de Samuel nos ofrece ya una visión distinta. Los hijos de los amalecitas son imagen de los “hijos” de los ídolos. Lo mismo que los “hijos” de los egipcios. Estos no pueden ser los mismo niños “de carne y hueso” que las parteras ayudaron a nacer y a las que el mismo Dios bendijo por haber salvado a los niños de los hebreos, dándoles «una familia numerosa» (Éxodo 1,19-20). Al final del relato, Samuel menciona explícitamente la idolatría: «Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de ídolos [terafim] es la obstinación» (15, 23).

Pero Saúl no sigue al pie de la letra la orden de Samuel-YHWH, puesto que salva a Agag, rey de los amalecitas, y «a las mejores ovejas y vacas, al ganado bien cebado» (15, 9). En la economía del relato, a esta desobediencia de Saúl se le atribuye un enorme valor: «Me pesa haber hecho rey a Saúl, porque ha apostatado de mí y no respeta mi palabra» (15, 10-11). Samuel se enfurece – por el texto no se sabe si con Dios o con Saúl (¿o con ambos?) – y se dirige donde está Saúl, quien le acoge y le dice: «El Señor te bendiga. He cumplido el encargo del Señor» (15, 13). La frase de bienvenida de Saúl muestra su buena fe (15, 20-21). Pero Samuel confirma el veredicto: «Por haber rechazado la palabra del Señor, el Señor te rechaza hoy como rey» (15,23). La tensión trágica llega a su culmen. Saúl, el elegido, es rechazado por quien lo había elegido (15, 26). Y añade: «¿Quiere el Señor sacrificios y holocaustos o quiere que obedezcan al Señor?» (15,22). En el rechazo de Saúl y en el hecho de “salvar a una parte” podemos ver algo diferente de la polémica anti-idolátrica y anti-sacrificial de los profetas, que también está presente.

Cuando recibimos una tarea de una voz – de Dios o de la conciencia – que nos habla con claridad, no somos nosotros quienes tenemos que decidir qué parte realizar. En toda tarea ética hay algunos elementos que nos gustan y otros que no nos gustan e incluso odiamos. Si dejamos fuera la parte que no nos gusta, nos transformamos en dueños de la voz y entonces nos perdemos. Porque la parte que hemos decidido descartar puede esconder algo esencial que, si no se realiza, invalida todo lo demás. El destino o se cumple o no se cumple, no es posible cumplirlo en parte. Por eso, la mayor parte de las vocaciones no logran florecer plenamente, porque cuando llega el momento de elegir desempeñar la parte que no nos gusta u odiamos, casi siempre elegimos lo mismo que Saúl. La vocación de Saúl era verdadera. No fue un error de Dios ni tampoco de Samuel (los tres relatos distintos de su unción así nos lo dicen). Pero la vocación de una persona es solo el alba de un destino. Lo que ocurra a lo largo del día dependerá de la capacidad de ser fieles a los deberes morales que no nos gustan, aunque estemos sobrados de buenas razones para no amarlos. Muchas de estas elecciones parciales las realizamos por pietas y de buena fe, como parece ser el caso de Saúl. Pero la buena fe no basta para salvar una vocación. Como nos recuerda Jeremías, también hay muchos falsos profetas de buena fe.

Podríamos terminar aquí, con la satisfacción de haber realizado una lectura distinta de estas páginas tremendas. Pero también podemos intentar adentrarnos en cimas más arriesgadas y resbaladizas, pues muchas veces son estas las que abren horizontes más amplios.

El texto nos muestra a Saúl como un hombre que escucha al profeta, y como un hombre entero y justo que, si se equivoca, lo hace de buena fe y por motivos atribuibles a la pietas y quizá a la debilidad. Pero Dios lo rechaza. Con esto se abre un discurso antropológico importante para todas las vocaciones: en su corazón hay un misterio que tiene también un lado oscuro. Junto a las vocaciones de Abraham, Jeremías, Isaías, Samuel y Noé, aquí la Biblia, con Saúl, nos da otro “paradigma” de vocación, que tiene en común con las otras el ser incompleta y parcial (en esto radica su belleza plena y completa). Es la de aquellos que han recibido una auténtica vocación y han tratado de vivirla de buena fe, pero no han conseguido llevarla a cumplimiento. Una vocación verdadera puede malograrse sin que lo queramos ni lo merezcamos. Toda vocación lleva inscrita la posibilidad de su tragedia, porque es un pacto de reciprocidad.

Y en los pactos dependemos radicalmente de los demás, de su corazón, de su arrepentimiento, de la lectura que hacen de nuestro propio corazón. La realización de nuestro matrimonio no depende solo de nuestra buena fe, el éxito de nuestra empresa no depende solo de nuestro esfuerzo. El florecimiento de nuestro pacto con Dios depende también de cómo será mañana la voz que hemos escuchado hoy y en la que hemos creído con todo el corazón. No puedo decir si Dios cambia, pero desde luego creciendo cambia su voz. Saúl, un hombre bueno y probablemente de buena fe, rechazado y desautorizado por el Dios y por el profeta que le habían llamado mientras buscaba unas burras perdidas, un hombre convertido en rey por vocación sin quererlo ni buscarlo, es imagen de todos aquellos que siguen con honradez una voz y no llegan a la tierra prometida a pesar de haber sido buenos.

También las vocaciones verdaderas y las personas buenas pueden perderse, como las burras que Saúl no encontró. Otro Saúl [Saulo], mil años después, escribirá con valentía que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29), tal vez porque llevaba inscrita en su mismo nombre la auto-subversión de aquella tesis.

Saúl intentó con todas sus fuerzas reconciliarse con su vocación y con su propio destino. Se aferró a Samuel para convertirlo, para obligarle a cambiar de dirección y de corazón, pero no lo logró: «Samuel dio media vuelta para marcharse. Saúl le agarró la orla del manto, que se rasgó» (15, 27). Las vocaciones verdaderas, las de carne y hueso, son variantes de la vocación inacabada de Saúl. Toda la vida luchamos para no malograr nuestro destino, y al final nos queda en herencia la “orla del manto” arrancado al profeta, que nos deja de adultos después de habernos llamado de jóvenes.

Moisés hablaba de boca a boca con un Dios que al final de su vida no le dejó entrar en la tierra prometida. Pero si Saúl, Moisés y los demás profetas son habitantes de una tierra que no es la prometida, entonces esta tierra parcial e incompleta es un buen lugar para plantar nuestra tienda nómada.

Publicado en Avvenire el 11/03/2018

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