No construimos relaciones: somos relaciones.
Entre los estudios culturales, actualmente el de la identidad busca una nueva comprensión. Así como en la Modernidad era necesario fijar, precisar, delimitar el quién se es y para qué se está en el mundo, en nuestros días los vertiginosos cambios no resisten definiciones cerradas. La fluidez, movilidad, desterritorialización, precariedad, instantaneidad caracterizan también el modo de nombrarse. No podemos definirnos por nada que sea permanente, determinado, acabado.
La desconfianza hacia todo y todos –porque ya sea la naturaleza como los que nos rodean se presentan como peligros latentes– nos repliega sobre nosotros mismos y hace que los vínculos sean cada vez más frágiles o se vivan, junto a las cosas materiales, como objetos de consumo. Los valores y las normas no resisten el “para siempre” y son hechos a medida de las necesidades y circunstancias.
Un modo de ser donde el cuidado de sí implica preservarnos del otro. Pareciera ser que el prototipo de humano que nuestra sociedad genera es el que se salva a sí mismo, lejos de abrirse a las necesidades que gritan por todas partes pidiendo una mano.
Zygmunt Bauman usa la imagen del Titanic para explicar que en aquella tragedia el desencadenante mayor no vino desde afuera –del iceberg– sino desde el interior de la nave por la desesperación de unos sobre otros. Sin dudas es una imagen, pero se aproxima bastante al estilo de vivir en nuestros días, a nuestras rutinas e instituciones donde prima la lucha por la sobrevivencia individual a cualquier precio.
Constitutivamente no estamos hechos así. Los datos sociológicos, biológicos, psicológicos dan cuentas de que estructuralmente somos en relación con otros. Los contactos culturales salvaron a los pueblos de extinguirse, los bebés por sí solos morirían, la cura terapéutica empieza en el proyectarse en algo o para alguien.
Sin embargo, no es suficiente poner el foco de atención en las relaciones. Depende cómo se las viva, pueden ser altamente nocivas, como las relaciones de dependencia, sumisión o de violencia. Entonces, ¿qué estilo de relaciones?
Chiara Giaccardi –socióloga italiana contemporánea– junto a otros investigadores sociales está desarrollando la categoría “generatividad” para comprender los vínculos desde otro paradigma.
Una relación generativa es aquella que cumple un ciclo de tres momentos. Da vida a algo que antes no existía –como un hijo, un proyecto, una empresa, una creación artística–. Luego asume su cuidado. El hacerse cargo de lo que ha generado no es hacer por el otro sino generar las condiciones para que ese otro se descubra y desarrolle en plenitud su existencia. Finalmente, y quizás el momento más difícil, se desprende de aquello que ha generado dejándolo ir, sabiendo que aquello en lo que devenga puede que no coincida con sus expectativas o deseos. Soltar es un acto de humildad y humanidad extremo, de profundo amor y libertad.
La existencia es un juego de habitar tensiones: vida y muerte, ganancia y pérdida, alegría y dolor. Porque la vida real precisamente es saber transitar entre la acción, compromiso, proyecto, iniciativa, creación y a la vez espera, paciencia, postergación, donación.
La generatividad, como movimiento hoy en auge en ámbitos pastorales, educativos, terapéuticos así como en procesos políticos, económicos, culturales implica gestar vida y acompañarla para luego liberarla, dejándola ser aquello que tiene que ser por sí misma.
Se trata sin dudas de otro modo de existir, de habitar el mundo, de construir vínculos.
El Papa recientemente proponía en la Jornada Mundial de los Jóvenes cambiar la pregunta por la identidad: del ¿quién soy? al ¿para quién soy? Interesante cambio de perspectiva que, desde la generatividad nos propone un paso más: soy para generar, acompañar, confiar, dejar ser… ¡liberar!
¿No será que por este camino los procesos culturales, políticos, educativos encontrarían la luz del faro que han perdido hace tiempo?
Artículo publicado en la edición Nº 607 de la revista Ciudad Nueva.