Fragmentos del mensaje del Santo Padre, pronunciado el lunes 1° de noviembre.
Este lunes celebramos a Todos los Santos y resuenan las Bienaventuranzas de Jesús (cf. Mt 5,1-12a). Estas muestran el camino que lleva al Reino de Dios y a la felicidad: el camino de la humildad, de la compasión, de la mansedumbre, de la justicia y de la paz. La santidad es recorrer este camino. Se destacan dos aspectos.
La alegría
Jesús comienza con la palabra «Bienaventurados» (Mt 5, 3).
Es el anuncio de una felicidad inaudita. La santidad no es un programa de vida hecho solo de esfuerzos y renuncias, sino que es ante todo el gozoso descubrimiento de ser hijos amados por Dios.
Los santos, incluso en medio de muchas tribulaciones, vivieron esta alegría y la testimoniaron. Sin alegría, la fe se convierte en un ejercicio riguroso y opresivo, y corre el riesgo de enfermarse de tristeza.
La tristeza corroe la vida. Preguntémonos: ¿somos alegres? ¿Transmitimos alegría o aburrimiento? ¡No hay santidad sin alegría!
La profecía
Las Bienaventuranzas están dirigidas a los pobres, a los afligidos, a los hambrientos de justicia. Es un mensaje a contracorriente. El mundo, de hecho, dice que para ser feliz tienes que ser rico, poderoso, siempre joven y fuerte, tener fama y éxito. Jesús abate estos criterios y hace un anuncio profético: la verdadera plenitud de vida se alcanza siguiendo a Jesús, practicando su Palabra. Y esto significa otra pobreza, es decir, ser pobres por dentro, vaciarse de uno mismo para dejar espacio a Dios.
La santidad es acoger y poner en práctica, con la ayuda de Dios, esta profecía que revoluciona el mundo. Entonces podemos preguntarnos: ¿Doy testimonio de la profecía de Jesús? ¿Manifiesto el espíritu profético que recibí en el Bautismo? ¿O me adapto a las comodidades de la vida y a mi pereza, pensando que todo va bien si me va bien a mí? ¿Llevo al mundo la alegre novedad de la profecía de Jesús o las habituales quejas por lo que no va bien? Preguntas que será bueno plantearnos.
Que la Santísima Virgen nos dé algo de su ánimo, de ese ánimo bienaventurado que ha magnificado con alegría al Señor, que “derriba a los potentados de sus tronos y exalta a los humildes” (cf. Lc 1,52).