Fue lo que le dijo la Hermana Patricia Ataría (asc) al padre Pepe Di Paola luego de escucharlo hablar frente a un grupo de jóvenes misioneros en las villas, el lugar donde entrega su vida con alegría plena por los que más sufren la pandemia: los pobres, los ancianos y los niños.
–¿Cómo nació tu vocación religiosa?
–Vengo de una familia entrecruzada entre italianos y criollos. Papá César era un pibe porteño de conventillo, hincha de “Chaca”, que se hizo desde abajo: cursó solo la primaria porque la vida lo obligó a trabajar para mantener la familia, con poca edad. Mamá Delina, mujer muy religiosa, completó estudios secundarios en la rama industrial. Se conocieron en Mendoza; después de cinco años de noviazgo por carta, se casaron y establecieron en Buenos Aires.
A mis cuatro años mi mamá me llevó hasta la casa de las Hermanas Adoratrices de la Sangre de Cristo que habían llegado desde Bari, Italia, unos meses antes a nuestro barrio, Villa Bosch (provincia de Buenos Aires). Las hermanas fueron literalmente “mi segundo hogar”. Además de la escuela, los sábados teníamos el oratorio, en el cual jugábamos y –creo– también rezábamos. Hacíamos salidas con toda la familia a lugares cercanos con mucho verde. Eso nos gustaba porque era el momento en el que nuestros padres se veían distendidos y jugábamos todos juntos. Abrieron el grupo de “Exploradoras de la Sangre de Cristo”, al estilo de los salesianos.
Cuando estaba en primer grado mi mamá me dio una muñequita vestida de monja para que se la regalara a mi maestra, que era religiosa. Ella me miró y me dijo: “Esta vas a ser tú cuando seas grande”. Esa frase me quedó sellada en mi corazón. A los 20 años ya estaba en el camino de la formación para ser religiosa en la congregación Adoratrices de la Sangre de Cristo (asc).
Al terminar el noviciado me mandaron como primera comunidad a la Casa en donde vivo ahora: José León Suárez. Siempre trabajé con niños y jóvenes. Las capillas del barrio estaban a cargo de los franciscanos. ¿Y adónde íbamos a misionar? A La Cárcova. Caminábamos unas pocas cuadras y entrábamos en el universo de la barriada que había llegado del interior buscando con esperanza algo mejor que lo que había dejado en la provincia. No sé realmente si era mejor, pero así lo expresaban. Y junto a los franciscanos de aquel tiempo armamos un grupo juvenil, dábamos catequesis y caminábamos mucho conociendo a los vecinos y sus necesidades. Mi vocación religiosa creció desde el principio en contacto sincero con mi querida Cárcova. Era el año 1985. La música crecía en mí paralelamente como un don que fue nutrido con el estudio y se me hizo carne.
Se me fue plasmando el carácter, la fisonomía, la vida de joven consagrada entre los jóvenes del barrio pobre, la vida eclesial fuerte y la música que desplegó el don que Dios me había dado en el corazón, y que le daba un toque de profunda alegría a mi vida.
Estudié Teología, viví en las islas Filipinas, en Asia, y cuando ya pensaba que me quedaría allí porque pude terminar de estudiar allá lejos con los Claretianos, me pidieron que volviera a la Argentina. En 2010 me encontré con mi primer amor: José León Suárez. Me acerqué a La Cárcova y el párroco me pidió que me encargara de la misión. ¡Qué gran alegría, porque era lo que anhelaba!
–¿Y cómo llegaste a trabajar con el padre Pepe Di Paola?
–Ya en 2011 animaba con otras religiosas en varias capillas del barrio que estaban a cargo del padre Jorge Peixoto, franciscano. Fue él quien me dijo que dejaban las capillas a cargo de un sacerdote, del grupo de curas villeros, de quien había oído hablar: el padre Pepe Di Paola. La primera vez que lo escuché en la capilla, pensé: “Este está loco”. Habló de formar un grupo con todos los jóvenes de las distintas capillas, de salir a misionar, de campamentos, de la construcción de una escuela y tantas cosas más.
Pero lo que me impactó de Pepe era cómo animaba a los jóvenes. Después de un almuerzo los reunió, serían unos 50, leyó el Evangelio y les dijo: “Nosotros estamos acá unidos por Jesús. No hay otra cosa. Porque si estuviéramos acá porque somos buenos amigos o solo porque queremos hacer buenas cosas, esto no sería la Iglesia, sino una ONG”. Eso tan claro despertó en mí la necesidad de decirle al despedirme: “Estoy para lo que necesites”. Y desde ese día, acá estoy.
–¿Cómo es tu comunidad en el barrio, en qué consiste tu misión?
–En la parroquia de San Juan Bosco me siento mujer consagrada plena. Actualmente coordino y animo la catequesis de todas las capillas, el grupo de mujeres de la parroquia. Además de la animación ordinaria que las mujeres realizan en cada Centro, existen las misiones que hacemos “puerta a puerta” para llevar la voz de la parroquia a cada casa. O al revés, que cada vecino sepa que “es parte de la parroquia” por ser del barrio. También las mujeres tienen su espacio de retiro espiritual. En primera persona me preocupo de ver qué es lo que el grupo necesita. Y, a lo largo del tiempo, estos retiros fueron uniendo a las mujeres en la acción serena, fruto de un corazón orante.
Estos lazos fuertes hacen que mi comunidad religiosa esté incluida en estos círculos sagrados de comunión, en los cuales somos parte de esta gran familia que es la parroquia.
Para que se pueda percibir la dimensión de esta comunión: hace dos años y por falta de personal, como congregación debíamos ver qué hacer con una casa. Y en Asamblea se decidió dar en comodato para que se desempeñara allí uno de los dispositivos que actuarían como granja de recuperación para el Hogar de Cristo.
La animación litúrgica por medio de la música es algo que es parte de mí. No me pesa. Me siento feliz animando las misas o toda celebración que se presente, por el canto. En mí se reavivó el don de la creatividad: compongo canciones que dan respuesta a lo que pastoralmente se necesita.
–¿Cómo te encontró la pandemia de covid-19?
–El virus hizo que la parroquia mirara lo que se venía. Como grupo de mujeres nos organizamos. Estamos presentes en la cocina, entregando las viandas a los abuelos y más vulnerables, en la limpieza de los sectores en donde estamos, ordenando y dando la ropa a los que necesiten y, las que no pueden salir, rezando por todos los que podemos estar “en la acción”. Abrimos dos programas de radio para las mujeres y para los chicos de la catequesis. Los hacemos muy amenos y divertidos. Y ese es el modo de poder mantener viva la comunión entre todos, a pesar de que no podemos vernos.
Cuando era joven, una persona me decía: “Vas a ver, cuando llegues a tal edad, vas a sentir que la vida se hace monótona, una rutina”… Todavía estoy esperando atravesar esta experiencia. Creo que la vida es una gran aventura, que se vive una sola vez, y por eso es digna de ser vivida intensamente. Y más nosotros, consagrados, que estamos llamados a vivirla hasta el fondo, por Jesús y la santa Iglesia.
Estoy convencida de que hasta para aquellos que creen que la vida es una gran monotonía, esta pandemia les ha movido el piso. Ese es el accionar de Dios. Permite ciertas cosas para hacernos ver que “solos no podemos nada”. Pienso en ciertos discursos que se hacen en ámbitos de “poder”, y hablo de ámbitos de todo tipo, en los cuales las especulaciones de pensamiento superan las capacidades de común asimilación. Nos alejan de la realidad y todo se queda en un plano abstracto que no tiene ningún sentido para el otro. La pandemia nos pone a todos los seres humanos en el mismo nivel: “el combate por la vida”. Y ahí es cuando se nota la diferencia. Una comunidad como la de San Juan Bosco que rápidamente pudo leer la necesidad del más vulnerable: plato caliente al que vive de changas; casa para el marginado; casa de refugio para el abuelo que está en peligro; limpieza y desinfección de calles y pasillos de nuestros barrios; ropa de abrigo contra el frío; casa de hospitalidad; canales de comunicación frecuentes con nuestra gente (Evangelio de cada día, misa diaria, programas de los Prejus, jóvenes, expedicionarios, catequesis, mujeres, rosario de los hombres, rosario cada mañana, etc.). Porque me siento parte de este gran proyecto que es la Iglesia pobre para los pobres, reafirmo que este es el lado de la vida que elegí y que sigo eligiendo: “Cuidar la vida, siempre”.
Artículo publicado en la edición Nº 621 de la revista Ciudad Nueva.