A la escucha de la vida/19
«Tal vez un rasgo de la cara crucificada acecha en cada espejo; tal vez la cara se murió, se borró, para que Dios sea todos. Quién sabe si esta noche no la veremos en los laberintos del sueño y no lo sabremos mañana».
J. L. Borges, El hacedor
Si la vida de los profetas es valiosa, no es porque seamos capaces de imitarla. Los que se nos presentan como modelos a imitar son los falsos profetas. Los verdaderos profetas saben que, si se muestran a sí mismos como realización ética de las palabras que anuncian, acabarán convirtiéndose en ídolos y oscureciendo su ideal, como en un eclipse. Los profetas son valiosos en la medida en que son inimitables y distintos de nosotros. Isaías no salvó a su pueblo mediante la imitación de sus discípulos. Si se hubieran limitado a hacer eso, simplemente habrían redimensionado su mensaje y traicionado su memoria. Los signos y los gestos proféticos son muy potentes cuando los realizan los profetas, pero se convierten en parodias o en comedias cuando los realizamos nosotros con la intención de imitarles.
Nadie va desnudo tres años para copiar a Isaías, nadie va por la ciudad con un yugo sobre los hombros para repetir lo que hizo Jeremías, nadie se deja crucificar para imitar a Jesucristo, ni tampoco resucita. Estos gestos se realizan provocación, no por imitación, cuando nos sentimos llamados por nuestro nombre y logramos entender que no podemos hacer otra cosa si queremos tener la esperanza de salvar algo hermoso y verdadero dentro del alma. Y mientras estamos en nuestra propia desnudez, bajo un yugo o en un cruz, que son única y exclusivamente nuestros y por tanto únicos, irrepetibles e inimitables, los gestos y las palabras de los profetas nos alimentan, nos acompañan en el viaje, y hacen nuestros yugos más ligeros y nuestras muertes más suaves.
Llegamos al final del ciclo de Ezequías, que cierra los capítulos del primer Isaías. Acabamos de ver cómo el rey justo sale vencedor de la prueba representada por la salvación idolátrica del rey asirio, gracias al papel esencial de Isaías. Ahora, el libro nos lo presenta envuelto en otra gran prueba, siempre con el profeta a su lado: «En aquellos días Ezequías cayó enfermo de muerte. El profeta Isaías, hijo de Amós, vino a decirle: “Así habla YHWH: Haz testamento porque muerto eres y no vivirás.” Ezequías volvió su rostro a la pared y oró a YHWH. Dijo: “¡Ah, YHWH! Dígnate recordar que yo he andado en tu presencia con fidelidad y corazón perfecto haciendo lo recto a tus ojos.” Y Ezequías lloró con abundantes lágrimas» (Is 38,1-3).
Isaías anuncia a Ezequías que su enfermedad es mortal. No todos tenemos un profeta que nos diga cuándo ha llegado la última etapa de nuestra vida, alguien cercano que nos ame y por tanto nos diga que estamos llegando al final de la carrera. A nadie le gusta anunciarle a un amigo que se acerca su último día. Nos gusta más decir otras palabras (“ánimo”, “verás cómo te curas”, “saldremos adelante”…), dar una esperanza no vana, entrever una resurrección. Pero a veces, si queremos ser verdaderos, no podemos decir esas palabras. Entonces preferimos callar, mantener el nudo en la garganta, abrazar, acariciar y, sobre todo, estar. Pero de vez en cuando un amigo, una esposa, un hermano, sienten que el amor más grande es decirnos que ha llegado nuestra hora. Así revive Isaías, y revive también Ezequías, aunque no lo sepan, aunque no lo sepamos. El mundo está lleno de pasajes bíblicos vivos y encarnados por personas que nunca han leído ni escuchado una sola línea de la Biblia. Estos pasajes no son menos verdaderos que los que recitamos cada mañana. Si así no fuera, la Biblia sería tan solo un libro sagrado para el culto y no una historia viva que sigue vivificando gracias al amor y al dolor de muchos analfabetos de la religión pero capaces de escribir espléndidos pasajes del verdadero libro de la vida.
Cruzamos la tierra sabiendo que este magnífico espectáculo, que nos encanta con su belleza, no es para siempre; que un día deberemos dejar las montañas, las flores, los amigos y el mar. Sabemos que este “para siempre” no nos pertenece. Esta veta de melancolía está también dentro de la felicidad que nos proporciona la visión de un paisaje de montañas, de un bosque otoñal, o de un hijo. Pero la vida es más grande y, cuando se desarrolla bien y florece, la excedente belleza de la creación cubre esa sutil sombra que, aunque vuelve a florecer en los días de la tristeza, no logra convertirse en el tema dominante de nuestra existencia. Hasta que llega “aquel día” y todo cambia. Lo que era el paisaje maravilloso de nuestro camino, de repente se nos revela como lo que era: puro don, un gran, inmenso y sobreabundante don. Un don las personas, un don los amigos, un don nuestra familia, un don las familias y los hijos de los demás. Para la Biblia también la presencia de Dios en el mundo es don: «No veré a YHWH en la tierra de los vivos; no veré ya a ningún hombre de los que habitan el mundo» (38,11). Siempre es estupendo y sorprendente encontrar estas palabras dentro de la Biblia. Para el hombre bíblico, el lugar de la experiencia religiosa no es el paraíso. El único lugar que se nos ha dado para las teofanías, para hablar con los ángeles, para sentir el toque de Dios, es la tierra. Esta es una noticia maravillosa. La tierra es el lugar donde Abraham oyó la voz de Elohim. La tierra es donde YHWH habló a Moisés. La Promesa es promesa de una tierra y no de un cielo. La tierra es donde los profetas vieron al Señor. Un mar de esta tierra se abrió un día para liberar a un pueblo esclavo. La tierra del Gólgota recogió la sangre del crucificado y la tierra del sepulcro acogió su cuerpo. La tierra de Galilea lo vio resucitado, y la calidad de la vida en nuestra tierra da sentido a aquella resurrección. Pablo nos dice que nuestra fe es vana sin la resurrección de Cristo. Pero también la resurrección es vana sin nuestra fe, que sólo es posible en esta tierra.
Si hoy la fe bíblica sigue siendo verdadera, a Elohim se le debe escuchar, ver y encontrar en esta tierra.
Para tener fe en dioses inmortales, que viven en algún lugar de los cielos, no hacía falta la revelación bíblica; ya estaban presentes en el imaginario religioso de los pueblos. Es fácil ser ateo negando a un dios celeste y lejano. Es mucho más difícil ser ateo del Dios bíblico, porque hay que enfrentarse a él, luchar con él y vencerle en esta tierra, en su vado nocturno. Para tener “aquel día” la esperanza de cerrar los ojos y volver a abrirlos más allá, de una forma distinta pero verdadera, previamente debemos haber entrevisto aquí la divinidad con nuestros ojos, debemos haber sentido algún soplo o algún eco de su voz, debemos haberle reconocido en la boca de los profetas o haberlo deseado o soñado al menos una vez.
Ezequías y sus contemporáneos no podían ver la muerte como la “puerta del paraíso” de los justos, sino como el final del don de la vida y el comienzo de algo oscuro y temible: «En medio de mis días tengo que marchar hacia las puertas del abismo; me privan del resto de mis años» (38,10). El relato nos dice que Ezequías lloró a lágrima viva. A diferencia de los patriarcas de Israel, no está “saciado de días”: «En medio de mis días tengo que marchar» (38,10). Además, la muerte prematura estaba revestida de un significado de castigo divino, se la relacionaba con alguna culpa (esto es típico de la religión retributiva, muy radicada en el mundo antiguo, incluso en Israel). El rey es justo, no acepta la muerte con resignación, y reza: «Dígnate recordar que yo he andado en tu presencia con fidelidad». Nunca estamos preparados para morir, porque es un acto único del que no podemos tener experiencia directa. Aprendemos a morir viendo la muerte de otros, que son arrancados de nuestro lado, y por eso nos falta amistad con nuestra muerte. Pero cuando la muerte llega en la flor de la vida es verdaderamente como un gran “enemigo” que irrumpe en la noche para robar, segar y cortar: «Como un tejedor, devanaba yo mi vida, y me cortan la trama» (38,12). Ezequías llora y grita: «Estoy piando como una golondrina, gimo como una paloma» (38,13-14).
Este llanto del rey justo se convierte en una oración potente y milagrosa. YHWH la escucha, interviene y envía de nuevo a Isaías a llevarle la buena noticia de la salvación: «He oído tu plegaria, he visto tus lágrimas y voy a curarte. Añadiré quince años a tus días. Te liberaré a ti y a esta ciudad de la mano del rey de Asiria» (38,5-6). El llanto de Ezequías “conmueve” a Dios. Al igual que el llanto de Agar, cuando fue expulsada por Sara al desierto y le salió al encuentro el primer ángel para consolarla y salvarla.
Isaías anuncia al rey la salvación de la ciudad, su curación y el don de muchos otros años de vida. Es la resurrección de Ezequías. Cuando para nosotros comienza el tiempo de la enfermedad mortal, cuando caemos en la angustia y estallamos en llanto, no vemos a ningún profeta que nos traiga la buena noticia de una resurrección. A veces, puede que salgamos victoriosos de la lucha con un tumor que parecía mortal y sigamos vivos después de haber visto venir a la muerte por el horizonte. Entonces recitamos el salmo de alabanza de Ezequías. Otras veces, las más, lloramos con fuerza, piamos como golondrinas y palomas, rezamos hasta el final por nosotros o por nuestros seres queridos, pero la vida no vuelve. Aunque no se nos den más años, podemos entonar el canto de los salmos, podemos llamar a los profetas y a su Dios a nuestra cabecera. Si los hemos encontrado al menos una vez, podremos encontrarlos de nuevo. Y si nunca hemos encontrado ni deseado a Dios ni a los profetas, o si les hemos conocido en nuestra juventud pero después hemos querido olvidarles con la esperanza de convertirnos en adultos, siempre podemos volver a aprender una última oración, o pedirle a un buen amigo que la recite. Y después esperar con confianza el abrazo del ángel.
Publicado en Avvenire el 30/10/2016