La relación entre las instituciones educativas, la comunidad a la que pertenecen y las familias de los alumnos se ha vuelto con el tiempo un gran desafío para docentes y directivos. El diálogo, el trabajo en equipo y las convicciones, claves para superar tensiones.
¿Seguirá siendo la escuela “el segundo hogar”? Esta pregunta pone en cuestión la relación actual entre la sociedad y las instituciones educativas. Negar que los profundos cambios que atraviesa la sociedad, en todos los órdenes, afectan el rol de las instituciones educativas, cualquiera sea su nivel y modalidad, es sencillamente negar la realidad y todos los desafíos y problemas que deben ser enfrentados y resueltos por el sistema educativo. Las evocaciones nostálgicas de las escuelas “de antes”, “los maestros y profesores de antes” son inútiles pretensiones de retrotraer la historia y lo que sucede hoy. Estos cambios se dan no solo en el seno de las distintas sociedades sino que involucran también los distintos idearios educativos de las instituciones y, obviamente, a quienes son sus principales agentes: docentes y directivos.
Los distintos sectores sociales ven la escuela con diferentes expectativas, aunque todos ellos reconocen el papel fundamental de su tarea. Con todas las críticas que se puedan hacer a su funcionamiento, actualización de contenidos, métodos didácticos, concepciones pedagógicas, en la conciencia colectiva todavía existe la certeza de que algo bueno y necesario sucede en la escuela.
Desde la expectativa básica de la asistencia y cuidado de los hijos, para aquellas familias en las que los padres trabajan la mayor parte del día (en estos casos la escuela representa un “lugar seguro” donde dejarlos), hasta una gran mayoría que deposita, además, otras ilusiones sobre la escuela, como las de conseguir un mayor desarrollo a todos los niveles en el niño, el adolescente, el joven. Así, las familias reconocen las posibilidades que la institución escolar ofrece en todos los ámbitos, tanto afectivo como social y educativo. Esto incluye a los adultos, que ven en la educación la posibilidad de calificar su ingreso a “la sociedad del conocimiento” y poder así acceder a una mejor calidad de vida, cualquiera sean las circunstancias socioeconómicas existentes. Esto último se puede resumir afirmando que el rol de la educación en “la sociedad del conocimiento” constituye un factor determinante en el progreso o retroceso de una sociedad.
A pesar de todo lo dicho y precisamente por eso, existe una tensión permanente entre la institución educativa y las expectativas de la sociedad. Esa tensión que de alguna manera constituye un conflicto latente en la relación se puede resolver de distintas maneras.
Apelando al testimonio de quienes están en el día a día de esta actividad se reconocen algunas formas de afrontar esa tensión. Marcela Redi, directora de una escuela primaria del barrio de Flores en la Capital Federal, de clase media, refiriéndose a las expectativas de las familias, afirma: “Las demandas de las familias a la escuela fueron cambiando a lo largo de los años y en general se relacionan con demandas sociales: la mirada y la intervención hacia la diversidad, la comunicación institucional, el tratamiento de temas sociales, políticos, con los estudiantes”.
Mucho tiene que ver la actitud de la institución con respecto a la receptividad y el espacio que le da a las familias. Alejandra Pontari, con treinta años de experiencia docente como profesora de nivel medio y tutora de distintos cursos en distintas escuelas, afirma sin dudar: “Las mejores experiencias que he tenido con las familias han sido cuando la escuela invita a participar y da protagonismo a la familia en el funcionamiento de la escuela (obviamente sin mezclar las competencias). Las familias han podido sentirse incluidas cuando se les ‘presta el oído’, se las deja opinar o se les explican, incluso, realidades pedagógicas. Organizar a las familias y prestarles un espacio en la escuela es mucho más que citarlas para conversar sobre sus hijos. Es ‘ponerlas a pensar’ sobre el rol que tienen sobre la educación de sus hijos y cómo acompañarlos.”
Amancay Benetti, maestra en una escuela del bajo Flores, también en la Ciudad de Buenos Aires, reconoce que “la adhesión de las familias al trabajo docente es positiva pero se ve dificultada por la realidad laboral de la población que provoca que los alumnos, en general, estén bastante solos. Pero aun con esas limitaciones, acompañan y apoyan. Sus demandas más explícitas están relacionadas con la mejora de los contenidos y las prácticas necesarias para su aprendizaje, pero en la medida en que la relación se afianza y profundiza, afloran demandas relacionadas con violencia de género, maltrato infantil y la forma de enfrentar situaciones que exceden lo ‘estrictamente escolar’. Es decir, la escuela termina siendo mucho más que el lugar para apropiarse de los ‘conocimientos’, para convertirse en un sitio de contención y escucha frente a problemas que exceden ‘lo académico’”.
Finalmente, esa tensión connatural a la tarea de la escuela y su relación con la sociedad encuentra un serio obstáculo en los “contramodelos” culturales vigentes. Ya se sabe que la escuela ha dejado de ser “la única institución que enseña”, por varios motivos. Pero lo que los conocimientos y la tecnología jamás podrán reemplazar es la transmisión de valores y sentidos y la construcción del juicio crítico. Y es ahí donde la escuela redescubre su misión. Esto incluye necesariamente a los propios docentes y directivos quienes, con sus actitudes concretas, (algunos lo llaman “curriculum oculto”) definen modelos de vida, criterios deseables en un proceso de humanización y socialización. En cada vez más ocasiones, esos valores y sentidos propuestos desde la institución educativa entran en conflicto con muchas expresiones culturales, con formas de entender la vida, el trabajo, el dinero, la competencia. Y esto sucede cualquiera sea el nivel o modalidad educativa. Es ahí donde esa valoración colectiva de la institución educativa entra en crisis y genera conflictos, en ocasiones duros y frustrantes, con daño a la calidad del necesario vínculo o “contrato educativo escuela-familia”. Solo la templanza y coherencia de los directivos y docentes, el trabajo en equipo, la firmeza en las convicciones y la capacidad de diálogo pueden superar esas pruebas.
Artículo publicado en la edición Nº 606 de la revista Ciudad Nueva.