Por qué es necesario partir de los bienes comunes y de los bienes relacionales.
La palabra economía tiene su origen en un término griego que hace referencia directamente a la casa y por tanto a la familia (oikos nomos = normas para gestionar la casa). Sin embargo, la economía moderna, y la contemporánea más aún, fue pensada como un ámbito regido por otros principios distintos, en buena parte opuestos, a los principios y valores que siempre han regido la familia y lo siguen haciendo. Un principio fundamental para la familia, tal vez el primero en el que se sustentan todos los demás, es la gratuidad. Es un principio que se sitúa en las antípodas de la economía capitalista, que solo conoce sucedáneos de la gratuidad (descuentos, filantropía, rebajas) que tienen la función de inmunizar a los mercados de la gratuidad verdadera.
La familia es el principal lugar donde aprendemos, durante toda la vida, pero de modo especial en la infancia, lo que Pavel Florensky llamaba “el arte de la gratuidad”. Sobre todo cuando somos niños, allí es donde aprendemos a trabajar, porque no hay trabajo bien hecho sin gratuidad. Sin embargo, nuestra cultura ha asociado la gratuidad a lo que se da gratis, al artículo promocional, al descuento, a la media hora no remunerada que hacemos de más en el trabajo, al precio cero (San Francisco decía que la gratuidad tiene un precio infinito: no se puede comprar ni vender porque es impagable). En realidad, la gratuidad es importantísima, como nos ha explicado con enorme claridad también la Caritas in veritate, que reivindica para la gratuidad el estatus de principio económico.
La gratuidad es charis, gracia, pero también agape, como bien sabían los primeros cristianos, que traducían la palabra griega agape con la expresión latina charitas (con h), precisamente para indicar que esa palabra latina traducía al mismo tiempo el agape y la charis, y por eso aquel amor distinto no era ni solo eros ni solo philia (amistad). La gratuidad, esta gratuidad, es una forma de actuar y un estilo de vida que consiste en acercarse a los demás, a uno mismo, a la naturaleza, a Dios y a las cosas, no para usarlas de forma utilitarista en provecho propio, sino para reconocerlas en su alteridad y en su misterio, para respetarlas y servirlas. Así pues, decir gratuidad significa reconocer que debemos comportarnos de una determinada manera porque es bueno y no porque lleve aparejada una recompensa o sanción. De este modo, la gratuidad nos salva de la tendencia depredadora que existe en cada persona, impide que nos comamos unos a otros y a nosotros mismos. Es lo que distingue la oración de la magia y la fe de la idolatría. Es lo que nos salva del narcisismo, que es la gran enfermedad de masa de nuestro tiempo debida a la falta de gratuidad.
Si la familia quiere cultivar el arte de la gratuidad, y debe hacerlo, tiene que estar muy atenta para no importar dentro de casa la lógica del incentivo que se ha puesto de moda en todos lados. Es importante que no se use la lógica del incentivo por ejemplo en las relaciones familiares. Dentro de la familia hay que recurrir muy poco el dinero, sobre todo con los niños y adolescentes (con todos). Y si se usa, debe hacerse como un premio o un reconocimiento de una acción bien hecha, nunca como un precio. Uno de los deberes típicos de la familia consiste en formar en las personas la ética del trabajo bien hecho, una ética que surge precisamente del principio de gratuidad. En cambio, si se comienza a practicar también en la familia la lógica y la cultura del incentivo, si el dinero se convierte en la razón por la que se hacen las tareas y los trabajos domésticos, los niños de hoy difícilmente serán buenos trabajadores de adultos, porque el trabajo bien hecho de mañana se sustenta siempre en esta gratuidad que se aprende sobre todo en los primeros años de vida y sobre todo en casa.
La ausencia del principio de gratuidad en la economía depende también, en gran medida, de la ausencia de una mirada femenina. La casa, el oikos, siempre ha sido un lugar habitado y gobernado por las mujeres. Pero paradójicamente la economía siempre se ha jugado en un registro completamente masculino. Hoy también. No es que los hombres no hayan desempeñado un papel importante en la casa. Pero su mirada se ha concentrado más en proveer los medios para el sustento, en el trabajo exterior, en los bienes, en el dinero. Cuando la economía salió de la vida doméstica y se hizo política, social y civil, la mirada y el genio femenino se quedaron en casa, y la única perspectiva que quedó sobre la práctica y especialmente sobre la teoría económica y administrativa fue la masculina. Cuando las mujeres dirigen su mirada a la casa y a la economía, lo primero que ven es el nexo de relaciones humanas que en ellas se produce. Los primeros bienes que ven son los bienes relacionales y los bienes comunes, y dentro de ese contexto ven también los bienes económicos. Ciertamente, no es casualidad que la Economía de Comunión naciera de la mirada de una mujer (Chiara Lubich), ni que la primera teórica de los bienes comunes fuera Katherine Coman (en 1911), ni que Elinor Ostrom fuera galardonada con el premio Nobel en economía (única mujer hasta la fecha) precisamente por su trabajo sobre los bienes comunes. En el origen de la teoría de los bienes relacionales hay también dos mujeres: Martha Nussbaum y Carol Uhlaner. Cuando falta la mirada femenina sobre la economía, las únicas relaciones que se ven son las instrumentales, donde la relación no es el bien, sino que las relaciones humanas y con la naturaleza son consideradas como medios a usar para conseguir los bienes.
Si la mirada y el genio femenino de la oikos-casa hubieran estado más presentes en la fundación teórica de la economía moderna, hoy tendríamos una economía más atenta a las relaciones, a la redistribución de la renta, al medio ambiente y tal vez a la comunión. La comunión efectivamente es una gran palabra que puede pasar de la familia a la economía de hoy. Y aquí se abre un discurso específico para los cristianos. La Iglesia hoy está llamada a ser cada vez más profecía, si quiere salvarse y salvar a otros. La profecía es también una palabra de la familia. La mayor parte de los profetas bíblicos estaban casados, y muchas palabras y gestos proféticos de la Biblia son palabras de mujeres. Isaías llamó a su hijo Sear Yasub, que significa “un resto volverá”, que es uno de los grandes mensajes de su profecía. No encontró mejor manera para lanzar su mensaje profético que convertirlo en el nombre de su hijo. Cada hijo es un mensaje profético, porque dice, con su simple existencia, que la tierra tendrá futuro y que este puede ser mejor que el presente. La profecía de la familia hoy, para ser creíble, debe tomar la forma de los hijos y la forma de la economía y por consiguiente la forma de la acogida, de la comunión, del compartir. Porque tanto los hijos como la economía no son sino parte de la vida ordinaria de todos y cada uno de nosotros, que es el único lugar donde la profecía se alimenta y crece.
Nota: Publicado en Avvenire el 23/08/2018. El texto es un condensado de la intervención del autor en la segunda jornada del Encuentro Mundial de las Familias en Dublín.
Precioso, me ha parecido precioso. Pienso que hay que leerlo y releerlo atentamente, para llegar a interiorizarlo con la profundidad que posee. Gracias por dejarme acceder a los contenidos.