Entre las distopías y las utopías

Entre las distopías y las utopías

El futuro que algunas obras de ficción nos plantean permite interpelarnos sobre nuestros modos de actuar en la realidad del presente.

En 1516, Tomás Moro, político, teólogo y mártir inglés escribió una de sus obras más famosas: Utopía. Allí, el autor concibe una tierra feliz, donde existe la comunión de bienes, basada en los principios de la filosofía clásica y el cristianismo. El término ‘utopía’ proviene del griego u-topos (u: no; topos: lugar) y se refiere, justamente, al “no lugar”, el sitio ideal, una isla donde finalmente los hombres han comprendido cómo deben conducirse para ser plenamente felices. Sin embargo, la lección que nos brinda la Historia nos demuestra, tristemente, que estos ideales de paz y bienestar nos son esquivos. Guerras, hambrunas, matanzas, xenofobia y otras calamidades se repiten a lo largo de los siglos, y aunque también es preciso señalar que siempre hay lugar para el bien, el peligro de que la humanidad acabe provocando su propio exterminio sigue latente. Homo homini lupus (“el hombre, lobo para el hombre”), vaticinaba Plauto ya en el siglo I a. C.

La distopía o el futuro amenazador

A partir del siglo XX, sobre todo, comienza el auge en la literatura de un género que presenta una realidad muy distinta de la utopía de Moro: la distopía. Las obras distópicas presentan una sociedad futura sombría, apocalíptica y fracasada: el ser humano se ha convertido, finalmente, en lobo para sí mismo.  

¿Qué hay detrás de estas sociedades alienadas y tristes? ¿Es solo una muestra de pesimismo? Sucede que la literatura (el arte en general) no escapa a las problemáticas de cada época. La literatura distópica puede entenderse como una mera ficción apocalíptica, una profecía delirante o también como una advertencia acerca de los males que podrían poner en peligro a los seres humanos. Eventos como las dos guerras mundiales, la amenaza de la bomba atómica, las dictaduras o la Guerra Fría fueron disparadores para que estas obras, ambientadas en futuros más o menos cercanos, nos hagan reflexionar acerca de nuestro modo de vivir, nuestros valores, las ideologías que conducen a los pueblos y los peligros que, si estamos advertidos, podemos también evitar.

Ejemplos de historias distópicas en la literatura hay muchos; para nombrar solo algunos clásicos podemos mencionar la novela Un mundo feliz, de Aldous Huxley, publicada en 1932, en la cual el autor imagina una sociedad futura de tintes macabros: la clonación humana y la experimentación genética sirven, aquí, para “fabricar” individuos en probetas de laboratorio y distribuirlos en distintas categorías fijas de población. En este “mundo feliz” nadie es libre, por supuesto. Nadie cuestiona, tampoco, el sentido de su vida. Además, el consumo y la diversión han sido cuidadosamente programados. Los peligros de la masificación, de llenarnos de cosas y sumergirnos en la realidad ficticia de internet y las redes, por ejemplo, son lecturas posibles y muy acertadas para el mundo de hoy.

En la misma línea, publicada en el año 1948, la novela 1984, de George Orwell, presenta una sociedad “futura” ambientada en Londres y gobernada por un régimen totalitario que controla cada movimiento de los ciudadanos. Terribles son los castigos para quienes se atreven a disentir, porque este “Gran Hermano” todo lo ve y todo lo controla. Un agudo análisis sobre las relaciones de poder, la libertad y las contradicciones de los seres humanos que trasciende épocas. Retoma esta cuestión el gran escritor estadounidense Ray Bradbury, fallecido en 2012, con su célebre novela Farenheit 451 (1953): una sociedad futura en donde los libros están prohibidos. El protagonista pertenece a un cuerpo de bomberos cuya misión consiste en quemar todo libro existente, porque leer nos hace pensar, poner en duda la realidad y las creencias establecidas.

En las tres novelas hay un común denominador: ya sea por la programación genética, la dictadura política o la censura del pensamiento, el objetivo es despojar al ser humano de la libertad y de su dignidad, convertirlo en pieza de una maquinaria “perfecta” que no admite grietas.

Cuando la distopía trasciende nuestro mundo

En 1950, Bradbury publica otra de sus famosas novelas: Crónicas marcianas. Amenazados por la bomba atómica, los hombres deciden lanzarse a la conquista de Marte. La acción comienza en el “futuro” año 1999; tras varias expediciones fallidas al planeta rojo, donde los marcianos llevan una existencia tranquila, los últimos expedicionarios comprueban que la raza alienígena ha desaparecido: los primeros viajeros le contagiaron el virus de la varicela, y los organismos marcianos carecían de las defensas para combatirlo. Un encuentro de dos mundos que resulta en tragedia y que no augura nada bueno.

Uno de los viajeros asegura que “no arruinaremos este planeta”, pero su compañero le responde: “¿Cree usted que no? Nosotros, los habitantes de la Tierra, tenemos un talento especial para arruinar las cosas grandes y hermosas”. En efecto, la colonización de Marte se pone en marcha: “Los hombres de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, […]. Abandonaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o alejarse de algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños”. Y edifican ciudades, plantan árboles, ponen negocios… Pero Bradbury nos advierte que, cuando el hombre no cambia su corazón, en este “empezar de cero” solo se reproduce el fracaso vivido en la Tierra. Y el avance tecnológico, aquel que permitió llegar tan lejos cruzando el espacio, es el mismo que destruye el hogar anterior: la bomba finalmente estalla en la Tierra y los habitantes de la nueva “colonia” abandonan el planeta para regresar a sus seres queridos, los que quedaron atrapados en un conflicto sin precedentes. Después de mucho tiempo, ya en el año 2026, una familia llega, esta vez sí, para un comienzo distinto de todo. Así lo comunica el padre a sus hijos y sus palabras resumen, seguramente, el pensamiento de Bradbury: “Estoy quemando toda una manera de vivir, de la misma forma que otra manera de vivir se quema ahora en la Tierra. […]. La vida en la Tierra nunca fue nada bueno. La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas: artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que no tenía importancia, preocupándose por las máquinas más que por el modo de dominar las máquinas. Las guerras crecieron y crecieron y por último acabaron con la Tierra. Por eso han callado las radios. Por eso hemos huido…”.

La prosa de Bradbury, poética por momentos, “elegíaca”, como la define Borges, describe no solo la desaparición de los marcianos, sino de todo un sistema de vida, y de organización política y social de la humanidad, que no ha dado los resultados esperados. Sin embargo, el final abre a la esperanza, que es la misma que debe animar a la humanidad de hoy: los errores y las tragedias deben servirnos para mirar hacia adelante con la sabiduría que da la experiencia y la conciencia de haber aprendido, para construir nuevas sociedades plenamente humanas y dignas. ¿Utopía? No, es la tarea impostergable para quienes vivimos hoy y para las futuras generaciones.

Artículo publicado en la edición Nº 614 de la revista Ciudad Nueva.

  1. Alberto Barlocci 26 noviembre, 2019, 13:43

    Qué buen artículo. Da para una larga conversación. Vivimos todo el tiempo entre utopías y distopías, porque somos cada uno esperanza y también una amenaza. Podemos evitar que la utopía sea irrealidad y la distopía sea inhumana cuando mantenemos presente al ser humano, en su compleja belleza. Gracias Lorena.

    Reply

Deja un comentario

No publicaremos tu direcci贸n de correo.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.