Algunas de las respuestas que el copresidente del Movimiento de los Focolares brindó a Cristovisión (Colombia), en ocasión de la jornada de ayuno y oración del pasado 14 de mayo promovida por el papa Francisco, ayudan a ir en profundidad en esta situación adversa que vive la humanidad.
He dicho y escrito en múltiples ocasiones durante estos meses que, a mi modo de ver, este es un tiempo de dolor, inmenso dolor, y gracia.
Dolor, evidentemente,a causa detodos aquellos que nos han dejado, cercanos y lejanos, familiares, amigos, vecinos, y por la cantidad de gente que sigue sufriendo en los hospitales y en las casas. Dolor por la forma en que muchos han muerto: lejos de sus seres queridos, no pocos en total abandono. Dolor por los que están ya atravesando penurias de todo tipo a causa de la falta de trabajo, de asistencia sanitaria adecuada, por el futuro incierto. Dolor por la incapacidad que muchos han mostrado de dejar atrás rivalidades políticas o de cualquier tipo, intereses personales y demás, para servir al bien común. Esto también ha sido muy doloroso.
Gracia, por muchas razones. En primer lugar, este tiempo nos ha puesto bruscamente frente a lo que somos en realidad, es decir, frente al espejo de nuestra fragilidad y vulnerabilidad como criaturas. No somos, ni individual ni socialmente, esos seres omnipotentes que corren sin límites por la vía del progreso infinito. Ha bastado un simple organismo acelular para desbaratar nuestros sueños de grandeza. La pandemia ha confundido el idioma del progreso tecnológico infinito y hemos tenido que abandonar nuestra torre de Babel. Una torre de Babel que quería edificarse sobre un único proyecto, una única lengua, una uniformidad que aniquilaba cualquier tipo de diversidad. En efecto, hemos llegado a la luna, pensamos que podríamos incluso habitar planetas diferentes del nuestro, la inteligencia artificial se encamina a resolver casi todos nuestros problemas, a elevar a cotas inéditas nuestro potencial creativo; y, sin embargo, en materia sanitaria estamos reviviendo las pestes que nuestros antepasados medievales sufrieron en medio del terror, con la misma incapacidad de comprensión y resolución eficaz del problema. No cabe duda de que este brusco desmoronamiento ha abierto un espacio a la reflexión, a la compasión y a la trascendencia. Nos ha hecho descubrir la corporeidad como principio de relación, interpersonal y social. Nos ha hecho meditar profundamente acerca del destino de nuestra condición corpórea y por lo tanto nos ha puesto frente al gran enigma de la vida y de la muerte. Ha sido y es, por ello mismo, una gran oportunidad para anunciar la verdad del cristianismo como una visión de sentido completa: un Dios amor que se hace hombre, se encarna en un cuerpo mortal, sufre el martirio (el climax de toda enfermedad, entendida como disgregación física), muere y resucita con un cuerpo glorioso, no sin antes habiéndonos dado su propio cuerpo y su propia sangre como alimento, prenda de una vida eterna en la cual traspasaremos los límites de nuestra corporeidad terrenal para formar en Él un solo cuerpo glorioso. La cruda experiencia de nuestra fragilidad, en esta pandemia, es una oportunidad única para ponernos frente a la Revelación y descubrir en ella el libro de la vida, una fuente inagotable de sentido.
En segundo lugar, la crisis que vivimos pone en evidencia, quizás como nunca, el gran tema de la dignidad humana. Este momento es particularmente propicio para hacerla emerger no en forma teórica, como tantas veces lo hemos hecho, con declaraciones y manifiestos, sino en forma práctica y en todo su alcance ético. Un filósofo español define la dignidad como “lo que estorba”. ¿Qué significa esto? Significa que la dignidad del ser humano es esa nota nuestra que estorba, por supuesto, “a la comisión de iniquidades y vilezas”, pero también, y quizás con más fuerza si cabe, estorba al progreso material y técnico desmedido; esa nota que nos abre los ojos frente a los que no sirven, los inútiles, los ancianos, los enfermos, los sobrantes, los que quedan en la cuneta de la historia. ¡Cuántos de ellos hemos visto en estas semanas! ¡Cuánta gente ha muerto solo porque pertenecía a la categoría de los sobrantes! Me refiero a los ancianos, muchas veces abandonados en los asilos. Me refiero a los homeless (sin techo) de las grandes metrópolis. “Si en la tradición -dice el mencionado filósofo- la dignidad ha sido representada principalmente como una perfección, ahora vemos cómo su significado se amplía para comprender también la imperfección humana, donde muchas veces se hace notar con más potencia y plasticidad aún”. Por fortuna, poco a poco, la crisis que vivimos nos está devolviendo a la conciencia de que “imperfectos” somos todos, al menos desde el punto de vista de la resistencia al ataque de un virus. Esto es ya una conquista. En definitiva, este es un tiempo propicio para la dignidad, para construir una sociedad cimentada en este gran valor. Cada uno de nosotros podrá cambiar su manera de ver al otro. Si nos queda un mínimo de conciencia, cada vez que nos encontremos con uno de esos que “estorba” recibiremos la bofetada de la dignitas humana y haremos algo, aunque sea pequeño. Porque, estamos descubriendo, paradójicamente, que el contacto con la fragilidad es el camino más recto para enaltecer la gran dignidad del ser humano. Y –lo sabemos de sobra– para un cristiano detrás de la dignidad de cada ser humano se esconde el rostro de Cristo. Cuando ese rostro es un rostro sufriente se convierte en un llamado y en un imperativo ético improrrogable.
En tercer lugar, la crisis ha reflejado inequívocamente que vivimos en un mundo enfermo, el virus más letal no es el covid-19, es otro, de tipo antropológico y social. Es estructural. Por eso, mientras esperamos la vacuna que nos proteja, tenemos que poner las bases de un nuevo humanismo integral. Habrá que iniciar a transformar muchas estructuras sociales para ponerlas al servicio de esa gran tarea que es la dignidad humana. Habrá que cambiar parámetros de desarrollo y, sobre todo, mentalidades. Habrá que estipular reglas éticas de carácter inequivocable. Habrá que profundizar en todos los campos del saber. Se hará necesario un gran pacto educativo mundial y una gran alianza cultural y religiosa.
Vivir la unidad en tiempos de distanciamiento
Mi experiencia personal es que he vivido la unidad quizás como nunca en este tiempo: con gente cercana y lejana, con personas de todas las generaciones. Se han interesado por mí alumnos que tuve hace casi 40 años cuando eran adolescentes, en Santiago de Chile. Y del mismo modo yo he podido contactar a gente con la que no hablaba en años. He vivido encerrado, pero con el alma abierta y la computadora encendida. A través de esta no llegaban a mí mensajes escritos o visuales sino personas vivas. Con la Semana Mundo Unido de los jóvenes del Movimiento de los Focolares, además, hemos vivido una experiencia de “qué todos sean uno” extraordinaria. La unidad es una realidad mística, que va más allá del espacio y del tiempo. Es escatológica, llegará al final de los tiempos, pero la anticipamos ya aquí con estas experiencias de reciprocidad plena, presidida por el amor. Son experiencias fuertes precisamente porque son corpóreas, dado que el cuerpo, no lo olvidemos, no es solo el organismo, sino sobre todo aquello que nos hace presentes y reconocibles a los demás, más allá de la realidad física.
Artículo publicado en la edición Nº 620 de la revista Ciudad Nueva.