Entrevista a Marta Rodríguez – Laica consagrada del movimiento Regnum Christi, es directora del Instituto de Estudios Superiores sobre la Mujer. Forma parte de la redacción del suplemento “Donne Chiesa Mondo” de L’Osservatore Romano.
Nacida en Madrid, quinta de seis hijos, Marta Rodríguez tiene una sonrisa cálida y contagiosa. Creció en una familia católica y aprendió de sus padres, sin muchos discursos, que Dios es algo serio. Su vida es una consecuencia de esto.
–¿Por qué la elección de consagrarse a Dios?
–No fue una elección, sino una respuesta. El Señor me tocó el corazón muchas veces. Cuando era adolescente sentía pánico de ser llamada, yo quería casarme. A los 15 años, sin embargo, sentí con mucha claridad que Jesús me pedía toda mi capacidad de amar como mujer. No sabía qué hacer y puse todo en manos de María. En los siguientes años el pedido se repitió, aunque yo siempre estaba enamorada de alguien. Finalmente me rendí, hice un salto de confianza: “Tú has hecho mi corazón, te confío mis sueños, me fío de ti”. Luego aprendí que Dios no suprime las expectativas ni los deseos, sino que los colma de otra manera. Él quería colmar mi corazón de mujer.
–¿Qué significa “corazón de mujer”?
–El Señor no quiere poner entre paréntesis nuestra humanidad sexuada. Debemos dar un significado al cuerpo, a las tendencias afectivas propias de nuestro ser hombres y mujeres. Nada de nuestra persona debe quedar incompleto. Masculinidad y feminidad deben vivirse de manera profética, luminosa y plena.
–Después del sí, ¿qué sucedió?
–Me fui de casa. Yo ya frecuentaba a los Legionarios, por lo cual estuve en un centro de formación en España, luego en los Estados Unidos y finalmente llegué a Roma. Tenía 20 años.
–¿Cómo ha vivido el escándalo de los abusos cometidos por el fundador de su movimiento?
–Han sido años de dura prueba y de confusión. Cuando me enteré del escándalo, el mundo se me vino abajo. Pero luego sentí como si Jesús me dijera: “Confía en mí”. Este ha sido mi faro, incluso cuando en 2012 una parte de mis hermanas consagradas se marcharon.
–¿Y usted por qué no se marchó?
–La llamada proviene de Dios, no de una organización. Es más, creo que en ciertos momentos Él te cubre los ojos para evitar que fracases y te conduce. En aquellos años lo lógico era marcharse, pero, en cambio, nos hemos quedado. Luego la Iglesia nos ha ayudado a revisar toda nuestra vida y nuestros estatutos. Lentamente volvió a salir el sol. Hemos salido más pobres, en el amplio sentido de la palabra, y esto es un don.
–Regresemos a Roma…
–Durante los primeros cinco años participé del proyecto “mujer integral”: paridad de derechos y dignidad, pero también diferencia. Tuve contacto con otros movimientos, estuve en el funeral de ChiaraLubich y de don Giussani. Fueron años de gran formación. Luego me convertí en responsable de la pastoral universitaria en Roma y del discernimiento vocacional en toda Europa. Años hermosos, pero tenía demasiadas responsabilidades y era joven. En un momento determinado, me derrumbé. Me sobrevino un gran agotamiento y una gran falta de confianza en mí misma. Me repetía: “No puedo”. Entonces me pidieron que me dedicara solo al Instituto de Estudios Superiores sobre la Mujer, que dirigí por diez años. Al principio lo viví como un fracaso, pero en lugar de eso, renací. Arrancada de mis seguridades humanas, Dios me llevó al desierto y comenzó a ser todo para mí. Lentamente recuperé la confianza en mí misma, pero de otra forma. El instituto está creciendo, con proyectos prometedores. Finalmente, en 2017, se produjo la llamada al Dicasterio vaticano para los Laicos, la Familia y la Vida. En la Sección Mujer.
–¿Y cómo resultó?
–Ha sido un periodo intenso, bello. Cuando me invitaron, sentí una llamada de Dios dentro de mi corazón, pero luego de dos años, y estando el Dicasterio en una profunda transformación, comprendimos que mi perfil ya no se correspondía con las necesidades. Me fui en paz, pero lamenté abandonar este servicio directo para la Santa Sede. Entré con el deseo de hacer tantas cosas para la Iglesia, y en cambio aprendí que tal vez Jesús me había conducido hasta allí para obrar cosas en mi corazón. Ha sido una lección importante. Me llevo en el corazón, también, a las personas que conocí en este tiempo: colegas y no solo. Bellas personas que son un don para mí.
–Luego, en 2019, la llamada a L’Osservatore Romano…
–Ahora formo parte del comité directivo del suplemento mensual “Donne Chiesa Mondo”. Somos un equipo de 10 mujeres y juntas elegimos los temas a tratar. Creo que el tema de la mujer en la Iglesia es decisivo.
–¿La Iglesia es machista?
–Tengo un hermano sacerdote, así que estoy familiarizada desde joven con los sacerdotes. Me he sentido hija, hermana, madre de tantos de ellos. Fui formada por ellos y he colaborado en su formación. He sido afortunada. Esta experiencia positiva me ayudó luego a mantener una relación sana en los ambientes de la Iglesia que he frecuentado. Sin embargo, también he conocido dinámicas de poder, clericalismo, abuso, falta de respeto. Por eso creo que uno de los desafíos de la Iglesia hoy es educar a las mujeres y a los hombres (sacerdotes y laicos) en la relación con el otro sexo. He conocido a tantas mujeres enojadas, aunque el enojo nunca es un buen consejero. Pero entiendo su dolor, hay situaciones que van en contra del Evangelio. Y contra los derechos de las personas.
–¿Hace falta darle más poder a las mujeres?
–Pienso que la respuesta está en los caminos abiertos por el Concilio Vaticano II: todos somos sacerdotes, profetas y reyes. La respuesta no consiste en dar más poder solo a las mujeres, sino entender que en el pueblo de Dios todos los ministerios están al servicio de los demás. La Iglesia es de todos. Todos estamos al servicio de un cuerpo común. Después está la cuestión del machismo: un mundo dirigido solo por hombres (o solo por mujeres) es muy pobre. Se necesita la contribución de ambos. En la Iglesia, esto es urgente. En la Iglesia falta la mujer.
–¿Usted está de acuerdo con el diaconado femenino?
–Personalmente no me opongo, pero no creo que esta sea la cuestión fundamental. Me parece que el punto es, más bien, el lugar de los laicos en la Iglesia y el reconocimiento de los distintos ministerios, sin que esto lleve a “clericalizar a los laicos”, como dice a menudo el Santo Padre. No me siento llamada a ser diaconisa, pero sí a tener un rol de responsabilidad en la Iglesia.
–¿La sociedad ve a la mujer según como la piensa el hombre?
–A menudo se considera a la mujer como aquello que el hombre no es: él, activo; ella, pasiva; él, objetivo, ella, subjetiva; él, fuerte, ella, débil. ¡Pero esto no es así! Ciertamente hay características más connaturales a la mujer, y al revés, pero no existen características “solo” de la mujer o “solo” del hombre. La diferencia está en la manera de relacionarse con los otros, una diferencia que tiene que ver con el cuerpo. El cuerpo humano no es solo biología, sino que está imbuido de espíritu y de significado, no puede separarse de la cultura. La diferencia sexual toca nuestra persona de manera única e irrepetible. Yo no soy mujer de la misma forma en que lo es mi hermana. Toda mujer equilibrada también posee características consideradas masculinas, y todo hombre equilibrado posee características femeninas.
–Usted ha dicho que muchas mujeres no saben lo que significa ser mujer…
–Hemos perdido la capacidad de entrar en contacto con nosotras mismas, con nuestro cuerpo. Lo veo en las chicas que estudian, se preguntan qué hacer, cómo ganar más dinero, pero les resulta difícil comprender los deseos del propio corazón. No saben ponerse a la par del hombre. Han crecido con una competitividad, con un deseo de superarlos, y no saben ni confirmar al hombre, ni sentirse confirmadas por el hombre. Por el contrario, necesitamos una confirmación recíproca: la mujer confirma al hombre en su identidad, y el hombre confirma a la mujer. Dice una amiga teóloga: “La feminidad de una mujer está hecha de los hombres que se llevan dentro, y viceversa”. Es el contacto con el otro, con el distinto, con el hombre, que hace germinar en mí, mi ser mujer. Y viceversa.
–¿Qué diferencia hay en el modo de vivir el cuerpo?
–Algunos estudios psicológicos explican la diversa sensibilidad de los niños y de las niñas frente a la mirada y a los estímulos que provienen de afuera. La mujer es capaz de captar la mirada del otro y adecuarse: esto es una ventaja, pero también una fragilidad. La niña construye el sentido de sí a partir de cómo es mirado su cuerpo. En la realidad no siempre es así, pero ciertamente, la experiencia es distinta. Por ejemplo, el ciclo menstrual marca la vida de la mujer ya desde pequeña y esto tiene consecuencias en nuestra psicología. Estamos habituadas a un ritmo preciso. Es un ejemplo, pero expresa una manera distinta de estar en el mundo.
–¿El uso de la píldora ha distorsionado este ritmo?
–Sí, pierdes contacto con tu cuerpo. Te vuelves extraña. Incluso la crisis de virilidad del hombre es una consecuencia de la pérdida del sentido de sí de la mujer, la cual, en lugar de confirmar al hombre, lo pone en crisis. Hoy, el hombre y la mujer ya no se educan mutuamente. La mujer puede educar al hombre para unir cuerpo, identidad y afectividad. Mientras que el hombre puede ayudar a la mujer a estabilizar los límites de la propia identidad, a no dejarse condicionar demasiado por la mirada del otro. Nos educamos, en positivo pero también en negativo.
–El Papa ha dicho que la alianza entre el hombre y la mujer cambiará la sociedad.
–Estoy convencida de ello. El machismo, que ha caracterizado gran parte de nuestra cultura, y el feminismo, necesario pero a veces también excesivo, han conducido a una fractura en la relación hombre-mujer. Por el contrario, para cambiar una cultura hace falta cambiar el modo como se concibe esta relación: de aquí deriva un nuevo tipo de familia y de sociedad. Alianza quiere decir identidades claras, respeto y acogimiento del otro. Sirven los ejemplos de Iglesia en donde se viva esta alianza, en la cual se pueda “ver” esta nueva manera de estar juntos. Creo que es importante también la contribución de la mujer en la formación de los seminaristas. A los hombres les cuesta dejar entrar a Dios en el propio mundo emocional: como mujer, puedo ayudarlos. Se necesita tanto de nosotras, las mujeres, en la Iglesia…
–¿Qué tiene que ver Dios con las emociones?
–A veces pensamos que las emociones son un obstáculo para el encuentro con Dios, pero en realidad son una ocasión para mirar a Cristo, que fue decepcionado, abandonado, traicionado. Si vivo una experiencia de fracaso, y no me miro solo a mí misma, sino en comunión con Dios, todo se transforma.
Nota: Artículo original publicado por Città Nuova. Traducido por Lorena Clara Klappenbach.
Artículo publicado en la edición Nº 631 de la revista Ciudad Nueva.