Oikonomia/11 – Esta crisis puede ayudarnos a dar un nuevo sentido a la economía y al trabajo.
«En el séptimo día se considera un sacrilegio manejar dinero. El séptimo día es el éxodo de la tensión, la liberación del hombre de su propio fango, su toma de posesión como soberano del tiempo. Esto es el shabbat: la verdadera felicidad del universo».
Abraham J. Heschel, Shabbat
La carestía de espacio del nuevo exilio que estamos viviendo en estos días de pandemia puede desembocar en la invención de un nuevo tiempo, como ocurrió con el sábado hebreo: el templo del tiempo.
Oikonomia llega a su fin. Comenzamos en enero con la metáfora del cuclillo y la semana pasada llegamos hasta los sacrificios, pasando por Agustín, Pelagio, el monacato, Francisco, las reliquias, las peregrinaciones, el espíritu nórdico protestante y el espíritu meridional católico del capitalismo. En enero, cuando comenzamos, esta plaga que nos aflige aún parecía quedarnos muy lejos. Hoy, cuando terminamos, el mundo y las vidas han cambiado completamente debido a la pandemia. En este gran combate colectivo, mantenemos la esperanza de que este cuerpo a cuerpo se parezca al de Jacob con el ángel, y que también nosotros podamos llegar al alba con una herida junto con una bendición y un nombre nuevo. Hay señales que dicen que esta esperanza no será vana.
Estamos viviendo una cuaresma civil que nos iguala a todos. Aunque todavía no nos demos cuenta, estamos viviendo la experiencia religiosa colectiva más grande desde la segunda guerra mundial. Las ordenadas colas de los supermercados parecen procesiones. En ellas hay una solemnidad tal que se parecen a las filas para recibir el pan eucarístico, cuyo lugar han ocupado. Muchos, mientras esperan el resultado de las pruebas del padre, rescatan del recuerdo una oración olvidada y la rezan. Las grandes crisis resucitan las oraciones de la infancia, y nos permiten finalmente entenderlas: «Danos hoy nuestro pan de cada día».
No están viviendo misioneros chinos a evangelizarnos, como auguraba hace más de medio siglo don Lorenzo Milani. Pero cuando vemos llegar médicos y enfermeros chinos y cubanos, sentimos que algo de aquella profecía se está cumpliendo: «El amor al “orden” nos ha cegado… A las puertas del desorden extremo os mandamos esta débil excusa… No hemos odiado a los pobres, como la historia dirá de nosotros. Solo hemos estado dormidos».
En estas semanas, la economía se ha vuelto oikonomia: gobierno de la casa. Ha salido del reino técnico de los economistas para convertirse en trabajo, desesperación y esperanza. En las grandes crisis, ante la impotencia y la desnudez de los expertos, el pueblo vuelve a apropiarse de las grandes palabras de la vida.
Comenzamos preguntándonos acerca de la naturaleza del espíritu del capitalismo y, semana tras semana, nos hemos dado cuenta de que el evangelio ha penetrado verdaderamente muy poco en nuestra economía. En particular, la idea de que la riqueza es una bendición de Dios (y la pobreza una maldición) es muy poco cristiana. La visión de los bienes como ben–dición, que también está presente en la Biblia, es constantemente completada, redimensionada y corregida por la crítica a la riqueza que encontramos con fuerza en las tradiciones proféticas y sapienciales. Ninguna teología bíblica de la riqueza es correcta sin el libro de Job y sin los profetas que, como un solo coro, repiten que la verdad no coincide con el éxito en ninguna de sus formas (riqueza, salud, fama o victoria).
La visión que tiene Jesús de Nazareth sobre la riqueza y la pobreza es herencia directa de la línea profético-sapiencial de la Biblia. En sus palabras y en las del Nuevo Testamento no se encuentran referencias a la riqueza como señal de bendición del Padre, por mucho que alguien, de vez en cuando, recurra a la parábola de los talentos para sostener la presencia de una ética capitalista dentro de los evangelios. Esta es una operación verdaderamente improbable, si tenemos en cuenta que en la parábola de Mateo (y en la parábola gemela de las “minas” en Lucas) el uso del lenguaje monetario (talentos) es puramente alegórico, ya que el mensaje de la parábola es una invitación a negociar el evangelio recibido, dirigido a una Iglesia que corría peligro de apoltronarse a la espera del retorno del Señor. Hay que profundizar, porque no es obvio el paralelismo entre la metáfora y el mensaje evangélico. No está nada clara la identificación del Padre o de Jesús con el “patrón duro” que entrega los talentos a sus tres siervos. Además, para aquellos que quieren fundar en esta parábola incluso la meritocracia, en el relato de Mateo (25,14–30) el señor entrega los talentos según “las capacidades de cada uno”, negando de este modo el primer dogma de cualquier meritocracia, es decir que el talento sea un mérito. Las “capacidades” son, en su mayor parte, don, no mérito. También es don, en gran parte, el compromiso personal que ponemos para mantener y acrecentar estas capacidades.
Es tan evidente que la riqueza, para Jesús de Nazareth, no es señal de bendición que, en la página más profética de todo el Nuevo Testamento, llama “bienaventurados” a los pobres y lanza ayes a los ricos. Nada hay más alejado de la idea de bendición que los ayes, que deben ser leídos junto con el ojo de la aguja y con la referencia a mammona. La visión económica de Jesús se parece a la de Isaías, Jeremías y Ezequiel. Para Ezequiel, por ejemplo, el mito del pecado de Adán está relacionado con la economía: «Tú eras un modelo de perfección, lleno de sabiduría, perfecto en belleza; estabas en el Edén, el jardín de Dios». Hasta que «se descubrió tu culpa. A fuerza de hacer tratos, te ibas llenando de violencia y de pecados. Te desterré entonces del monte de Dios… Con tus muchas culpas, con tus sucios negocios, profanaste tu santuario» (28,12–18). El “pecado original” es un pecado económico. Aquí no hay mujer ni serpiente: el logos equivocado es el de la riqueza. Los negocios sucios profanan el santuario.
Solo en el exilio de Babilionia, capital de la economía de aquel tiempo, podía Ezequiel escribir estas páginas sobre la economía. Solo en ese mismo exilio, el segundo Isaías, un profeta anónimo hermano y compañero de desventura de Ezequiel, podía oír y escribir palabras maravillosas sobre el hombre en muchos de sus versos. Hay cantos extremos que solo se pueden entonar a orillas de los ríos de Babilonia, en los pasillos de las unidades de cuidados intensivos, cuando otro hombre y a veces otro Dios se nos desvelan: «Dice una voz: Grita. Respondo: ¿Qué debo gritar? Todo hombre es como la hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos. Verdaderamente el pueblo es como la hierba» (Is 40,6–7).
En el largo exilio, el pueblo de Israel comprendió también de manera distinta el shabbat: el sábado. Sin él no se comprende nada del humanismo bíblico. Es posible que Israel conociera y practicara el shabbat antes de la deportación, pero ciertamente en aquella larga noche colectiva aprendió el valor de una de las innovaciones religiosas y sociales más grandes de la historia. En aquel ayuno de espacio, en aquella tierra sin templo y sin culto, aquellos deportados aprendieron otro tiempo – algo parecido, pero más radical y extremo, a lo que ocurrió con la invención del tiempo litúrgico en los monasterios, que tanto debe al shabbat bíblico. Se encontraron sin templo y sin espacio sagrado, y así nació el tiempo sagrado. Comprendieron el valor infinito de detenerse, de quedar en suspensión; el valor del límite, la igualdad y la fraternidad cósmica. Comprendieron también el sentido y el lugar del trabajo, que sin la parada del shabbat solo sería esclavitud, ayer como hoy.
El capitalismo no solo es incompatible con el shabbat: es el anti–shabbat. No se detiene, no queda suspendido, no deja nunca de trabajar, no conoce límites. La necesidad de un día distinto, que fuera ritmo y profecía de los demás días, floreció precisamente en medio de un pueblo antiguo y prisionero, cuando el imperio no daba tregua y obligaba a trabajar siempre, cuando cada día era idéntico a los demás, en un tiempo monótono y tirano. Aquel único día distinto hizo distinto todo el tiempo. Los hebreos no tienen paraíso porque su vida eterna es el shabbat, cuando todo se detiene y el reloj despiadado de la muerte es derrotado. El shabbat se aprende en el exilio.
Quién sabe si este nuevo exilio, si esta nueva “deportación” dentro de nuestra historia, nos hará redescubrir el sentido bíblico del shabbat. Si el cristianismo ha querido incluir el Antiguo Testamento en su libro (¡gracias a Dios que lo hizo!), entonces también el shabbat forma parte de su humanismo. ¿Cómo habría sido nuestra economía si hubiéramos salvado verdaderamente la cultura del shabbat? Sin embargo, no hemos sido capaces de detenernos, no hemos dejado de trabajar y consumir, y hemos perdido el ritmo del tiempo, de la naturaleza y de la vida, nos hemos desequilibrado.
Ahora, de repente, hemos tenido que detenernos, y nos hemos encontrado en un barbecho del capitalismo, en un largo sábado santo. No lo hemos buscado ni querido, ha llegado como llegan la vida y la muerte. Ha llegado para enseñarnos, entre otras cosas, un nuevo sentido de la economía y del trabajo. En esta deportación tenemos que seguir trabajando, quién más y quién menos. Pero su bendición no nos alcanzará si no bajamos el ritmo, si olvidamos los días de fiesta y dejamos de celebrarlos con la ropa del domingo (aunque estemos solos en casa) o si seguimos “online” con el mismo trabajo desenfrenado de antes. Mi amiga Silvina, rabina de Buenos Aires, me recordaba estos días que cuando María, la hermana de Moisés, enfermó de lepra, todo el pueblo se detuvo: «La confinaron siete días fuera del campamento, y el pueblo no se puso en marcha hasta que María se incorporó a ellos» (Números 12,15). Nosotros también nos hemos encontrado con una carestía de espacio. ¡Sería estupendo que de este espacio recortado surgiera un nuevo tiempo, que el cierre de los espacios sagrados nos abriera a una nueva sacralidad del tiempo! En Babilonia se escribieron algunos de los libros más bellos y proféticos de toda la Biblia. El nuevo tiempo, nacido de un espacio limitado, generó una belleza infinita. Los sabios hebreos decían que la Redención llegaría cuando el mundo entero observara el shabbat.
Quedan muchas cosas por buscar en los sótanos de Oikonomia. Pero, de acuerdo con Marco Tarquinio, director y querido amigo, he pensado terminar esta serie para comenzar, a partir del próximo domingo, el comentario al Libro de los Salmos. La economía se retira para hacer sitio a la Biblia. Las oraciones que los hombres y mujeres de la antigüedad elevaron al cielo, para seguir esperando y viviendo, podrán convertirse en preciosas compañeras para este nuevo exilio nuestro. La Biblia también nos regala palabras para poder volver a rezar cuando el dolor nos haga olvidar las demás palabras.
Original italiano publicado en Avvenire el 22/03/2020.