El alma y la cítara/19 – En la prueba llegamos a decir al Padre: “Sé fiel, acuérdate de ti”.
«Solo la palabra del hombre, que sustancialmente es un “no”, en respuesta a la palabra de Dios, atestigua la libertad humana. Por eso la libertad de negar es el fundamento de la historia». Jacob Taubes, Escatología occidental.
En tiempos de exilio, sentados sobre las ruinas de la “primera promesa”, podemos pedir a Dios y a nosotros mismos ser más grandes que la reciprocidad.
La reciprocidad es la bendición y la maldición de nuestros pactos y de nuestras promesas. Estamos amasados con reciprocidad. La deseamos y la esperamos cuando damos algo. La esperamos en forma de estima cuando entregamos la obra de nuestro trabajo. Ningún amor puede florecer en plenitud si en algún momento no se convierte en amor recíproco. Cuando el cristianismo quiso resumir el mensaje de Jesús en una única ley, no encontró nada mejor que un mandamiento de reciprocidad: “amaos unos a otros”. En el humanismo cristiano, el amor es imperfecto si no produce en el otro una respuesta de amor. El deber ser del amor consiste en amar y en ser amado. Este sello de mutualidad, inscrito de forma indeleble en el corazón de las personas y de las comunidades, genera una necesidad radical de reconocimiento y, por tanto, unas esperanzas y expectativas de reciprocidad que a menudo rozan la exigencia. No podemos controlar la estima de los demás ni su gratitud, pero sin ellas nos sentimos parciales, insatisfechos e incompletos.
En la frontera entre el deseo y la espera, entre la espera y la pretensión, entre la libertad y la obligación, hay en juego mucha infelicidad, frustración e incluso violencia. Las personas que conocen bien el oficio de vivir son las que, después de haber aprendido durante toda la vida la gramática de la reciprocidad, después de haberla amado infinitamente y de haber comprendido que es el pan y el agua de las relaciones importantes, un día aprenden a ir más allá de la reciprocidad y a vivir incluso sin ese pan y esa agua. Entonces, comienza una nueva edad de pobreza y mansedumbre adultas, comienza el tiempo de la docilidad dichosa. Comprendemos que nuestra dignidad es más grande que la reciprocidad, y que ninguna reciprocidad puede saciar nuestra sed y nuestra hambre de infinito, que nos acompañarán, in crescendo, toda la vida. Entonces podemos asombrarnos y acoger las reciprocidades que llegan como puro don.
«La lealtad del Señor cantaré eternamente, anunciaré de edad en edad tu fidelidad. Afirmo: Tu lealtad está construida en los cielos, en ellos está firme tu fidelidad: – He sellado una alianza con mi elegido, jurando a David mi siervo: Te fundaré un linaje perpetuo» (Salmo 89,2-5).
El salmo comienza con lo que recuerda a un rito nupcial o a una alianza entre dos pueblos, donde cada uno expresa su promesa y edifica el pacto como encuentro de dos “para siempre”. Y a continuación eleva un himno de amor en nombre del pueblo: «Proclaman los cielos tu maravilla, Señor, tu fidelidad en la asamblea de los santos… Dichoso el pueblo que sabe aclamarte» (89,6-17). Después, el salmo recuerda a Dios su promesa: «Un día hablaste en visión declarando a tus leales: He ceñido la diadema a un valiente, he exaltado a un soldado de la tropa. Encontré en David un siervo y lo he ungido con óleo sagrado… Le daré un linaje perpetuo y un trono duradero como el cielo… No les retiraré mi lealtad ni desmentiré mi fidelidad; no profanaré mi alianza ni cambiaré mis promesas» (89,20-36). Son palabras parecidas a las que encontramos en boca del profeta Natán en el segundo libro de Samuel (cap. 7), y que probablemente sirvieron de inspiración al salmista, además de algunos poemas babilónicos (como Enuma Elis).
Precisamente aquí, en el versículo 39, se encuentra el centro dramático del salmo, cuando, después de haber reiterado su amor y de haber recordado a Dios el suyo, la conjunción adversativa “pero” imprime un giro al canto y desvela su sentido: «Pero tú, encolerizado con tu ungido, lo has rechazado y desechado; has roto la alianza con tu siervo y has profanado por los suelos su diadema… Has empañado su resplandor y has derribado su trono por tierra. Has acortado los días de su juventud» (89,39-46). La referencia es al exilio, la roca donde se quiebra la historia de la salvación, el humo-vanitas que envuelve la promesa, la espada que cercena el pacto de reciprocidad. Este salmo fue compuesto en Babilonia, cuando Israel tuvo que superar la gran prueba de tener la (casi) certeza de que su Dios se había olvidado de la alianza. Los profetas interpretaron el exilio como una consecuencia necesaria de la infidelidad del pueblo – recordándonos que siempre es muy difícil atravesar nuestros exilios y salir de ellos con un alma inocente. Pero entre aquellas ruinas religiosas nació también la oración más sublime de la Biblia. Israel aprendió a rezar de otra manera.
Las palabras que forman el esqueleto del canto son hesed y emet. Hesed es una dimensión del amor, que recuerda sobre todo a la lealtad dentro de unas relaciones duraderas. Es el amor leal, y por tanto limita con la fidelidad y la fiabilidad, es decir con emet. Emet remite a las ideas de verdad y fidelidad, y tiene la misma raíz que ’aman (creer), emunah (fe) y amén (es verdad, lo creo), la palabra que cierra este salmo. En la base de emet está el concepto de solidez, de verdad en cuanto evidencia, de “apuntalamiento” (que es el primer significado del verbo ’aman). El propio alfabeto hebreo refleja también este sentido: la palabra emet está formada por tres letras que se apoyan, cada una de ellas, en dos “patas”, mientras que la palabra “falso”, seqer, se apoya en un solo punto, se tambalea, es inestable. Esta es la fe bíblica, que, a diferencia de la griega y de la iluminista, no es un acto cognitivo de la razón tendente a creer en principios o entes, sino una toma de conciencia de una realidad que tiene su evidencia-verdad intrínseca y concreta. Los primeros instrumentos de esta fe son las manos y los pies.
La superposición de estas dos palabras, que se mueven dentro del mismo perímetro semántico de verdad-fe-fidelidad-lealtad, es clave para penetrar en el secreto de este salmo. El salmista pide a su Dios, que es el Dios de la alianza y por tanto el Dios del pacto recíproco, que sea más grande que la reciprocidad. Y la posibilidad de esta operación paradójica se encuentra sobre todo en la semántica de la bellísima palabra emet, que significa al mismo tiempo verdad y fidelidad. Vuelve el “acuérdate de ti”, tan frecuente en los salmos, cuando, sentados sobre los escombros del pasado, en el tiempo del fracaso y la desventura, la primera oración ya no es la de los tiempos ordinarios: «Dios, acuérdate de mí». En los tiempos tremendos, el ejercicio de la memoria se vuelve radical y estupendo. El hombre echa mano del recurso de última instancia y se atreve a decir a Dios: “acuérdate de ti”, recuerda quién eres. Así nace la oración más hermosa, la que decimos a Dios y también la que nos decimos entre nosotros cuando, sentados sobre el montón de basura de lo que queda de nuestros pactos, encontramos fuerzas para una última petición: “recuerda quién eras, recuerda quién eres”.
La fidelidad a un pacto tiene por tanto su raíz y razón en la verdad. Una expresión parecida, que se lee en otros salmos, es: “por amor de tu nombre”. Es como decir: “Tú, YHWH, no eres como nosotros, que estamos atados y aprisionados en la ley de la reciprocidad y la condicionalidad de nuestros pactos. Tú eres más grande, porque eres capaz de seguir siendo fiel a un pacto aunque nosotros lo traicionemos; tú eres el verdadero Dios porque eres libre incluso de la reciprocidad. Por eso debes ser fiel a tu nombre, debes ser leal a tu ‘para siempre’. Por eso y porque nosotros hemos dejado de serlo. Sé más grande que la libertad que nos has dado”. Y así es como, repitiendo estas oraciones, también nosotros aprendemos a pronunciar nuestro “para siempre”. Recordando a Dios su “para siempre”, somos capaces de decirlo también nosotros. Y en consecuencia aprendemos el perdón. También nosotros aprendemos una fidelidad más grande por amor de “nuestro nombre”, por una misteriosa fidelidad verdadera a nosotros mismos que nos hace, algunas veces, mejores que nuestras reciprocidades.
Multitud de hombres y mujeres han rezado este salmo a lo largo de los siglos, ante los escombros de la vida adulta, recordando a Dios la verdad de la primera alianza y de la primera vocación; y mientras se la recordaban, Dios se la recordaba a ellos, en una nueva experiencia de reciprocidad. De adultos, la verdad-fidelidad a nuestro “nombre” solo puede resurgir si alguien nos la recuerda. Sabemos que al principio hubo una voz verdadera, una llamada y una alianza. Respondimos con generosidad, creyendo esa verdad más verdadera. Nos pusimos en marcha, nos empolvamos a lo largo del camino, y un día nos encontramos exiliados en tierra extranjera, incluso sin salir de una casa o de un convento. La vocación se hace adulta cuando somos capaces de entender que la vida que llevamos no es la que queríamos, y en nosotros nace una profunda sensación de infidelidad, una infidelidad que no es traición sino el desvelarse de la verdad de la primera voz. Algunas veces, a la ribera de estos ríos, también nosotros logramos gritar a Dios “acuérdate de ti” para decirle: “yo no he sido capaz de mantener la fidelidad al primer pacto, pero tú debes ser fiel. Y si tú eres fiel al pacto conmigo, nada me falta. Esta es una hermosa manera de envejecer y morir”. Si la fe es también cuerda (fides), la escalada continúa y mientras uno de los dos no suelte la cuerda, no caeremos.
Muy bella y misteriosa es la conclusión del salmo, su último “acuérdate”: «Acuérdate, Señor, del ultraje de tus siervos: cómo recibo en mi seno todos los dardos de los pueblos» (89,51). ¡¿Cómo no ver aquí un eco del canto del siervo de Isaías?! («Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba»: 53,4). El seno del poeta se convierte en imagen del pueblo sufriente, exiliado y humillado. Es muy bonito el comentario de Guido Ceronetti a este verso: «Si hay un principio unificador que no es invención teológica es este ultraje que tenemos en común. Pero en este texto, la misma Escritura habla y dice de sí misma, con implacable descaro sagrado, lo que ha tomado del mundo y lo que ha llevado al mundo» (Il libro dei salmi, p. 274).
En el seno de todos los siervos y siervas sufrientes de la historia ha madurado una semilla distinta, que un día cayó en el seno de una virgen. “Alégrate, María” es la respuesta al “acuérdate, Dios” tantas veces pronunciado.
Original italiano publicado en Avvenire el 02/08/2020.