Más grandes que la culpa/23 – La historia humana no es el juguete de Dios.
«Damos tan solo lecciones sangrientas que, una vez aprendidas, se vuelven para atormentar al inventor. La justicia, con mano imparcial, acerca los ingredientes de nuestro cáliz envenenado a nuestros propios labios»
William Shakespeare, Macbeth
No ser vistos no es suficiente para ser inocentes. Las grandes civilizaciones de la antigüedad crearon sus leyes y normas éticas bajo la mirada de unos ojos más altos que los suyos. Nosotros hoy, cautivados por la ética del contrato, hemos renunciado a esa mirada “desde lo alto” y la hemos sustituido por millones de ojos que nos controlan y espían continuamente “desde abajo”. Pero los ojos no humanos que introducimos en nuestro mundo, más bajos que los nuestros, son los ojos de los ídolos o de nuestras manufacturas, que no nos dejan ver el paraíso ni los ángeles. Esa mirada más alta y distinta decía, entre otras cosas, que el mal y el pecado que cometemos seguía actuando aunque permaneciera secreto.
Así es como algunas civilizaciones, la occidental entre ellas, superaron la arcaica ética de la vergüenza, donde todos los premios y castigos eran exteriores al individuo. Esta mirada alta y profunda permea la Biblia entera, llenando su paisaje y marcando el horizonte de su humanismo. Dice que nuestras acciones pueden ser escondidas pero no pueden ser borradas, porque la vida es tremendamente seria. Sin sentir la presencia de una mirada que ve “en lo secreto”, toda moral es imperfecta y está expuesta a los abusos de los poderosos, que tienen muchas más estancias secretas que los pobres.
Urías, el hitita, encuentra la muerte en el campo de batalla porque el rey David esperaba poder borrar su adulterio eliminando al marido de la bella mujer que había “tomado” y añadiéndola a ella a su comunidad de esposas y concubinas: «La mujer de Urías oyó que su marido había muerto e hizo duelo por él. Cuando pasó el luto, David mandó a por ella y la recogió en su casa» (2 Samuel 11,26-27). El texto de Samuel no nos dice si Betsabé, la mujer de Urías, conocía los planes de David ni si los había intuido al menos. Al talento de las mujeres no se les escapan los planes perversos de los hombres, aunque no siempre lo digan, tal vez por el exceso de dolor. En la tierra hay un repertorio invisible que guarda los infinitos delitos que no llegan a los libros de historia ni a las actas de los tribunales. Fragmentos vivos de este archivo invisible pero muy real se encuentran escondidos en el corazón de muchas mujeres que han sido espectadoras o víctimas de estos delitos secretos.
Cuando el delito de David parecía ya archivado y olvidado, YHWH reabre para nosotros la causa: «El Señor envió al profeta Natán» (12,1). Gracias a las palabras de Natán nos topamos con un género literario – la parábola – que será un rasgo dominante y muy hermoso de los evangelios: «Entró Natán ante el rey y le dijo: “Había dos hombres en un pueblo: uno rico y otro pobre. El rico tenía muchos rebaños de ovejas y bueyes; el pobre solo tenía una corderilla que había comprado; la iba criando, y ella crecía con él y con sus hijos, comiendo de su pan, bebiendo de su vaso, durmiendo en su regazo: era como una hija. Llegó una visita a casa del rico, y no queriendo perder una oveja o un buey, para invitar a su huésped, tomó la cordera del pobre y convidó a su huésped” » (12,1-4).
Se trata de una parábola estupenda, llena de humanidad y de pathos, donde la tensión moral del relato distingue claramente a la víctima y al verdugo, y genera en el oyente un sentimiento de condena hacia el comportamiento depravado del hombre rico. David entra en la parábola y ejecuta perfectamente el ejercicio empático que Natán le ofrece: «David se puso furioso contra aquel hombre, y dijo a Natán: “¡Vive Dios, que el que ha hecho eso es reo de muerte! Pagará cuatro veces el valor de la cordera”» (12,5-6). Este episodio nos desvela la fuerza extraordinaria de la narración, sobre todo cuando es grande y profética. La literatura, el arte, la música, los cuentos y las películas tienen la capacidad de formar y entrenar nuestros músculos morales a través de la imaginación y la empatía. Cuando leemos de verdad una novela o entramos en un cine, de alguna manera repetimos el encuentro entre Natán y David.
También nosotros, como David, cometemos delitos y pecados y después, dentro de un libro o de una película, condenamos a los verdugos de las historias que revivimos; nos ponemos de parte de las víctimas, estigmatizamos a los asesinos y no nos identificamos con la parte maldita de la historia. Tal vez sea porque en nosotros hay un lugar profundo que no ama ni acepta las cosas feas que hacemos. Quiere olvidarlas, y tal vez, durante el tiempo que dura una novela o una película, logre olvidarlas de verdad. Quién sabe si el arte no será también un don del cielo para que entremos en sintonía con el alma más bella de nuestro corazón, para que entremos en contacto con esa “imagen y semejanza de Elohim” que Caín, el fratricida, no pudo borrar. Quizá esa alegría de paraíso, que solo experimentamos ante ciertas obras de arte, nazca del contacto con el Adam que habita en nuestro Edén y se alimenta del árbol de la vida. Podemos comer del fruto prohibido, matar a Abel o a un “joven por un rasguño” (Lamec), pero la llamada del Adam interior sigue viva y fuerte antes y después de nuestras maldades, que casi siempre son inocentes. Solo la percepción de esta inocencia profunda hace que nos emocionemos de verdad cuando vemos una película sobre el dolor de los inmigrantes y de sus hijos, aunque antes de verla hayamos votado a un partido que alimenta esos sufrimientos y después volvamos a votarlo; o hace que nos indignemos por los adulterios ajenos, mientras repetimos los nuestros.
El diálogo entre Natán y David no termina aquí. Al final de la parábola, después de la frase de indignación de David, Natán dice una de las frases más bellas y tremendas de toda la Biblia: «¡Ese hombre eres tú! » (12,7). Aquí deberíamos detenernos para no desperdiciar nada de esta lacerante belleza y sentir en nuestra carne el dolor por no encontrar a la salida de nuestras películas ningún profeta que nos diga: “ese hombre eres tú”, y diciéndolo nos ofrezca una posibilidad de resurgir. Solo un verdadero profeta puede decir a un poderoso una frase como esa. Natán sabe bien que revelar al rey que es conocedor de su delito puede conducir a su eliminación. Pero no renuncia a desempeñar su oficio y con ello le da a David la única posibilidad buena que le queda: «David dijo a Natán: “¡He pecado contra el Señor!”» (12,13). La salvación de David en la Biblia depende de su reacción ante la parábola de Natán. Podemos esperar no perder nuestra alma mientras, después de nuestros delitos y pecados, sigamos teniendo un corazón más grande que nuestras culpas. Las cárceles están llenas de asesinos que han salvado esta inocencia. La esperanza muere cuando adecuamos nuestros sentimientos y nuestra moral a las acciones perversas, cuando nos convencemos de que no hay nada malo en nuestros adulterios, mentiras y violencias. Natán continúa: «El Señor ha perdonado ya tu pecado: no morirás». (12,14). El perdón actúa sobre David (no morirá). Pero ni siquiera el perdón de Dios puede evitar que la acción delictiva de David surta efectos: «No se apartará jamás la espada de tu casa (…) El hijo que te ha nacido morirá» (12,10;14).
Este anuncio tremendo de la muerte del niño nacido de un adulterio incorpora muchos mensajes. Entre ellos se encuentra el de la teología retributiva, muy presente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, que interpreta esa muerte inocente como el “precio” que David tiene que pagar a Dios para obtener su perdón. Nosotros dejamos estos mensajes a los estudiosos de las teologías comerciales de ayer y de hoy, y trabajamos para encontrar significados que estén más a la altura de los hombres, de los niños y de Dios. No todas las páginas de la Biblia pueden estar inscritas en el libro de la vida, pero muchas podrían estarlo si las leyéramos sin una preocupación moralista por defender a Dios (que no necesita nuestra defensa) y tratáramos más bien de defender a los hombres y a las víctimas. La Biblia tiene una necesidad extrema de lectores no aduladores, capaces de liberarla de la ideología de su redactor y de muchas otras ideologías que a lo largo de milenios se han ido acumulando en el texto. La palabra bíblica es excedente con respecto al texto literario que la contiene, y para seguir viva necesita nuestro trabajo honesto. Si bien es cierto que nosotros necesitamos la mirada de Dios, también es cierto que su palabra necesita de la nuestra.
Con una muerte inocente y con la profecía de la espada sobre la casa de David, la Biblia expresa la tremenda seriedad y el infinito valor de nuestros actos y de nuestras palabras, que no son vanitas y viento porque están vivas y por tanto conservan las marcas con que las grabamos. La dignidad y la verdad de los actos humanos que la Biblia ha conservado para nosotros, a un precio altísimo, incluye el dolor infinito por la condena a muerte de un niño anónimo.
Si el perdón de Dios a David hubiera borrado todas las consecuencias de su delito, el humanismo bíblico habría perdido un grado de libertad y se habría alejado de nuestra verdadera vida, donde las heridas de ayer siguen condicionando la vida de hoy y de mañana. La palabra bíblica un día se hizo carne en un retoño del mismo tronco de David porque, de forma distinta pero verdadera, ya se había hecho carne muchas otras veces, en los dolores y amores del pueblo de Israel. Y sigue convirtiéndose en carne en nuestros dolores y en nuestros amores. Un día, cuando sea mayor, tal vez pueda perdonar, si lo consigo, a quien ha matado a mi padre, pero este perdón no borrará el dolor ni las consecuencias de haber crecido sin padre, ni tampoco podrá llenar el vacío en el corazón de mi madre, que es infinito. Puedo perdonar, y lo hago de verdad, que hayas traicionado el pacto que nos unía en sociedad, pero nadie podrá borrar el dolor causado a los trabajadores que han perdido su trabajo a causa de tu traición. Nadie, ni siquiera Dios, nos dice la Biblia. Porque si Dios ejercitara su omnipotencia para borrar no solo nuestra culpa sino también los efectos de nuestros actos, confundiríamos la vida con las películas y las novelas. La historia no es el juguete de Dios, no es un mecanismo que pueda desmontar y volver a montar a su gusto. Ese tipo de operaciones solo saben hacerlas bien los ídolos, porque a ellos no les interesa nuestra libertad ni nuestra dignidad. El cuerpo resucitado conserva las llagas de la pasión, y las conservará para siempre, porque esas llagas son verdaderas. Tan verdaderas y vivas como las nuestras, que quedan inscritas para siempre en nuestras resurrecciones.
Publicado en Avvenire el 24/06/2018