El alba de la medianoche/26 – La prisa por respuestas fáciles enciende el miedo.
«Si Dios existe, hoy más que nunca necesita que haya alguien que, si no sabe decir quién es, al menos nos diga quién no es. Nosotros necesitamos cambiar de Dios para conservarlo, y para que él nos conserve a nosotros»
Paolo de Benedetti, ¿Qué Dios?
Cuando se produce el encuentro con la Biblia, si se produce, si este es un encuentro casto (porque no usamos la Biblia para nuestra propia felicidad), libre (porque estamos dispuestos a descubrir nuevas realidades y a cambiar de verdad todas nuestras convicciones acerca de la religión) y gratuito (porque no busca convertir a nadie excepto el propio corazón), la amistad con la palabra bíblica se convierte en una maravillosa educación a la intimidad de la palabra y de las palabras.
Finalmente comenzamos a amar a los poetas, a entenderlos mejor y de otra manera, a darles las gracias en el alma. Descubrimos la profundidad de la sabiduría, aprendemos a distinguirla de la inteligencia y de los talentos naturales y, por tanto, a encontrarla, abundante, entre los pobres. Y después nos ponemos a la escucha para aprender. Si además tenemos suficiente valor y resiliencia como para llegar hasta los profetas, nos esperan descubrimientos aún más impresionantes y grandes. Por ejemplo, podemos intuir la relación que existe entre las distintas palabras presentes en la Biblia. Podemos entender que cuando la palabra de YHWH, en distintas formas y momentos, llega al alma de los profetas, es solo palabra de Dios, pero en cuanto pasa del alma a la boca, para ser pronunciada, se convierte también en palabra de Jeremías, Isaías o Amós.
Toda la Biblia es fruto de ese diálogo estupendo entre logos y carne, entre palabra acogida en el alma y palabra dicha con la boca, entre obediencia y libertad. Esa palabra es toda de Dios y toda del profeta; toda de la relación entre el profeta y Dios. De este modo nos asomamos al misterio trinitario de la palabra bíblica. Pero si el camino avanza y salva sobre todo la libertad, entonces es posible pasar del encuentro con la intimidad de la palabra a otra idea y a otra experiencia de Dios, incluso de su fundamento. Empezamos a conocer a otro Dios, lo vemos salir de las religiones y de los templos para trasladarse a las fábricas, a las pateras de los inmigrantes, a las salas de juego, a las calles desoladas de la noche. Los ídolos aman los altares y los sacrificios; el Dios bíblico solo está cómodo en los lugares que un dios-como-dios-manda no debería frecuentar. Porque solo allí consigue resucitar cada día.
Las religiones no resistirán la onda expansiva de dolor y amor del tercer milenio si no se transforman en algo distinto a lo que han sido durante los milenios anteriores. El cristianismo tendrá futuro como humanismo religioso (y no solo como cultura y tradición) si renace, una vez más, de la Biblia.
En el “resto” de Judá que no fue deportado a Babilonia y ahora está acampado cerca de Belén, está Jeremías. El grupo de supervivientes está abatido y perdido, no sabe qué hacer. Por eso echan mano de un recurso extremo. Van a ver a Jeremías y le dicen: «Reza al Señor, tu Dios, por nosotros y por todo este resto (…) Que el Señor, tu Dios, nos indique el camino que debemos seguir y lo que debemos hacer» (42,2-3). Estas palabras, llenas de confianza, parecen sinceras y probablemente lo sean. Jeremías responde: «De acuerdo; yo rezaré al Señor, vuestro Dios, según me pedís, y todo lo que el Señor me responda os lo comunicaré, sin ocultaros nada» (42,4). Ellos responden: «Sea favorable o desfavorable, obedeceremos al Señor, nuestro Dios» (42,6). Es un diálogo muy hermoso, lleno de emoción y de pathos, de confianza recíproca, donde YHWH al final pasa de ser «tu Dios» a «nuestro Dios». Estas palabras podrían iniciar un cambio radical en la actitud del pueblo, puesto a prueba y amansado por tantos sufrimientos.
Pasa el tiempo y solo «diez días» después (42,7), Jeremías recibe la palabra. Diez larguísimos días para una comunidad atemorizada, desbandada y herida. Podemos imaginar los movimientos de los corazones y los cuerpos en el campamento de Belén. Probablemente Juan y los demás comandantes se acercarían a la tienda de Jeremías y alguna vez se atreverían a cruzar el umbral para preguntar si había llegado la palabra para ellos. ¿Por qué Jeremías espera diez días, en un momento tremendo, cuando los días son tan largos que parecen meses o años? Sencillamente porque los profetas, cuando hablan en nombre de Dios, no son dueños del contenido ni de los tiempos de la palabra. Los falsos profetas hablan a voluntad, sencillamente porque no tienen nada verdadero que decir. Este largo tiempo que transcurre entre la pregunta y la respuesta es la enésima prueba de la honradez de Jeremías, de la verdad de su profecía. Los profetas son mendigos de la palabra distinta que deben anunciar. Piden y después solo cabe esperar, pobres como todos, pero con la seguridad de que la palabra llegará. Son centinelas ignorantes de la noche (Isaías 28), que pueden y deben escuchar y acoger todas las preguntas sin poder dar todas las respuestas.
El profeta es el hombre y la mujer de la espera, que se sorprende y emociona cada vez que la palabra, que podía venir, llega de verdad. ¿Qué experimentarán los profetas en el momento en que sienten que la palabra se está formando en su seno? Toda palabra verdadera es un don, un parto, que requiere todo el tiempo de la gestación y dolores de parto. La palabra verdadera solo puede hacerse carne en la plenitud del tiempo. La tierra de Belén lo verá de nuevo.
Jeremías es consciente de que el clima de confianza se está deteriorando hora tras hora, y la probabilidad de que la palabra, que está madurando en la espera, sea acogida se hace más pequeña a cada minuto que pasa. Seguro que tiene una opinión acerca de la decisión que el pueblo debe tomar, pero durante su larga vida ha aprendido a distinguir la voz del hombre Jeremías de la que YHWH le susurra en su interior. Seguro que ha pensado que la palabra esperada de YHWH será, con toda probabilidad, muy parecida a la que había dicho otras veces: confiad en los babilonios y quedaos en la patria bajo su protección. Pero decide esperar hasta el final. Tal vez hicieran falta diez largos días porque la voz de su opinión personal era fuerte. Cuanto más fuertes son las ideas propias del profeta honesto, más difícil y lento debe ser el proceso de discernimiento espiritual. Este proceso, delicadísimo, no siempre llega a cumplimiento. Uno de los sufrimientos típicos de los profetas con fuerte personalidad (como Jeremías) está en impedir que sus propias ideas tapen la voz de Dios. Es muy fácil que un profeta verdadero con una fuerte personalidad se transforme en falso profeta, si la fuerza de su propia voz acalla la otra voz.
Los “pecados contra el Espíritu Santo” no son perdonables sobre todo para los profetas. Otras veces el proceso se bloquea porque la gravedad de determinados momentos y la compasión del profeta hacia su gente, que sufre en la espera, le hacen acelerar los tiempos, y la respuesta llega en el octavo o noveno día. Ese día no esperado es el día decisivo. Una de las cualidades más valiosas de los profetas es la de ser capaz de resistir bajo la tienda mientras la gente se agolpa a su alrededor pidiendo, llorando y gritando que llegue el don de la palabra.
Jeremías consigue llegar al décimo día y finalmente habla. Pero ¿quién nos dice que diez días son el tiempo adecuado y no once o veinte? Nos lo dice la Biblia, porque si Jeremías, en ese acontecimiento decisivo de su vida y de la vida del pueblo, se hubiera equivocado de día, todo habría sido distinto, su aventura habría tenido un final distinto, y su libro tal vez no habría llegado hasta nosotros, o habría sido muy distinto. Esta es la misteriosa pero verdadera “infalibilidad” de la palabra bíblica. «Así dice el Señor, Dios de Israel, a quien me enviasteis para presentarle vuestras súplicas: Si os quedáis a vivir en esta tierra, os construiré y no os destruiré, os plantaré y no os arrancaré» (42,9-10). La palabra que Jeremías recibe para el pueblo es una palabra grande, fuerte, importante. Dentro de ella encontramos las palabras vocacionales de Jeremías, las del primer día. Pero esta vez no son exactamente las mismas palabras. A Jeremías YHWH le había dicho que tendría que «edificar y destruir, plantar y arrancar» (1,10). Ahora, al final de su vida, recibe una palabra que se convierte en el cumplimiento de su vocación: no destruir ni arrancar, sino solo construir y una nueva vida. Durante esos diez días no solo madura una palabra para el pueblo; la espera engendra también una palabra nueva para Jeremías.
Pero, mientras tanto, en esos diez larguísimos días, muchas cosas han cambiado. Los sentimientos de confianza y familiaridad recíproca han cambiado radicalmente. El miedo y la inseguridad toman de nuevo la delantera, y el “cesto de higos” que se ha quedado en Judá se muestra, de nuevo, podrido (cap.24). Dicen a Jeremías: «¡Mentira! No te ha mandado el Señor, nuestro Dios, decir: No vayáis a Egipto a residir allí» (43,2). La larga espera genera una palabra verdadera, pero ésta es rechazada por la comunidad, a pesar de las solemnes promesas de escucharla que habían hecho a YHWH y a Jeremías.
Esta falta de éxito de Jeremías nos ayuda a intuir algo más acerca del sentido de la espera y de su vocación. ¿Cómo habría respondido el pueblo al oráculo de YHWH si hubiera hablado inmediatamente, sin esperar todos esos días? ¿Habría elegido desobedecer en cualquier caso? Es posible que Jeremías se hiciera estas preguntas después del enésimo fracaso de su palabra, sobre todo al darse cuenta el décimo día de que la palabra de YHWH era exactamente la misma que él habría dicho inmediatamente. O también es posible que la palabra de quedarse en la patria madurara en el último minuto del décimo día.
No lo sabemos. Solo sabemos que la palabra del primer día y la del décimo, aunque sean iguales en la letra, no lo son en el espíritu. Jeremías, por experiencia, podía saber en un 99% que la palabra llegaría y sería parecida a la suya. Pero quedaba un pequeño 1%, un grano de mostaza que puede mover montañas, el ojo de una aguja distinta por donde a veces pasan camellos. Jeremías ha tenido que arriesgarlo todo para salvar esa infinitesimal posibilidad. Los profetas solo saben hacer eso. Nosotros también nos hemos salvado alguna vez porque alguien ha querido creer en la probabilidad del 1% de nuestra inocencia y belleza, cuando el 99% decía lo contrario. En el campamento de Belén, el pueblo no consiguió pasar por el ojo de la aguja.
Pero nosotros, gracias a la fidelidad de Jeremías, podemos seguir esperando.
Publicado en Avvenire el 15/10/2017