Atacantes solitarios que recurren a vehículos o armas caseras, envenenados por el radicalismo más extremo. ¿Hay modo de frenarlos?
El terror volvió nuevamente a España. La vez anterior fue en Madrid, en 2004, con más de 190 muertos y unos 2.200 heridos.
Esta vez fue en Catalunya. En Barcelona, el paseo céntrico de La Rambla se trasformó en un lugar de muerte cuando una furgoneta mató a 13 personas e hirió a otras 100, siguiendo una modalidad utilizada también en países como Francia, Alemania, Reino Unido, Suecia. Previamente, el miércoles, en Alcanar (Tarragona), una concentración de gas provocó una explosión que destruyó una vivienda matando a una persona e hiriendo a varias más. Los investigadores encontraron una concentración de garrafas de gas que hace pensar al intento de preparar un atentado. Luego del ataque en Barcelona, a 120 km de distancia, en Cambrils (Tarragona), cinco atacantes han sido abatidos a tiros por las fuerzas policiales, cuando han comenzado a atropellar a los transeúntes y a los propios uniformados.
El chofer que realizó el ataque en La Rambla habría sido arrestado.
España es quizás el país europeo que más turistas recibe, más que los 40 millones de habitantes. Las visitas se acentúan en el verano boreal, por lo que los ataques tienen una repercusión en otros países, por la presencia de extranjeros entre las víctimas y por la dolorosa experiencia.
Ante episodios de este tipo, acerca de los cuales todavía conocemos muy poco, no es posible hacer muchas consideraciones. Lo primero es la solidaridad con las familias de muertos y heridos, con aquellos que han vivido momentos traumáticos.
Las primeras evidencias indican que, si bien hubo cierta organización, y acaso alguna conexión entre los hechos, no estamos ante una organización capaz de actuar proveyéndose de armas y explosivos. Los atentadores atacan con vehículos, o armas caseras, cuchillos y con cierta frecuencia en modo solitario. Más a menudo, son personas con algún tipo de desequilibrio acompañada por resentimiento social y una fuerte dosis de odio.
Escribimos en estos días que no hay mucha diferencia entre el fanático racista que, en Virginia (Estados Unidos), arrojó un auto contra la gente, matando a una mujer e hiriendo a 16 personas, y el de Barcelona. En ambos casos, hay una prédica extremista que ha penetrado en su interior convenciendo al sujeto de la superioridad de su causa incluso respecto de la vida humana.
La diferencia entre los episodios, está en la visión que se tiene en sectores que cultivan el islamismo del rol ambiguo que ha tenido Occidente en los conflictos que ensangrientan Oriente Medio. Por un lado, los ha alimentado y usado para fines geopolíticos; por otro, ha pretendido asegurar “su” paz. A su vez, condena el yihadismo y sus expresiones radicalizadas, pero hace jugosos negocios con los países que los auspician, en modo directo o indirecto. Basta ver el logo de las camisetas de varios equipos europeos, entre ellos el propio Barça. Arabia Saudita, Qatar, Emiratos Árabes Unidos, desde donde se ha esparcido el radicalismo que envenena las mentes de los atacantes en Europa, Asia y también África.
Parece realmente difícil luchar contra este odio sin un cambio coherente de política con estos países. La paradoja es que lloramos nuevamente los muertos de atentados que se repiten, mientras los medios multiplican el eco de una amenaza meramente teórica como la de Corea del Norte. Castigamos al líder norcoreano y aplicamos sanciones a su país – y quizás es bueno hacerlo – pero recibimos con honores y hasta condecoramos a los representantes de la casa real saudita que siembran una violencia imposible de controlar.
¿No habrá llegado la hora de sacar otras conclusiones de estos hechos?