Profecía e historia / 6 – La Biblia nos dice una y otra vez que el verdadero Dios es el Dios de todos. También Cristo.
«Job no aceptaría rendirse ante el sacrificio de su hijo, porque no confundiría ser religioso con rendirse ante las órdenes y las leyes».
Ernst Bloch, Ateísmo en el cristianismo
Salomón termina la construcción de su templo e inmediatamente después nos dice que la morada de Dios no es el templo. Esta castidad religiosa es la que distingue la fe de la idolatría.
Todos los constructores de templos sienten la tentación y el deseo de capturar a Dios en la morada que le han edificado. El peligro de cualquier teoría y práctica sagrada consiste en transformar la divinidad en un bien de consumo. La Biblia nos recuerda que la presencia de Dios en los templos y en la tierra es una presencia ausente, dentro de la cual se puede llevar a cabo el humilde ejercicio de la fe. En la Biblia, lo sagrado es parcial, y el templo es un lugar religioso imperfecto. La Biblia ha guardado y cultivado celosamente una necesaria “castidad religiosa”, que siempre nos deja indigentes y deseosos del “Dios del todavía no”, al mismo tiempo que nos permite experimentar cierta presencia suya, verdadera e imperfecta. Gracias a ella, un día los hebreos pudieron continuar su experiencia de fe incluso con el templo destruido. La pobreza de tener que estar en un templo menos luminoso que el de otros pueblos generó la riqueza de una religión liberada del lugar sagrado y por tanto posible también en los exilios. Solo los ídolos son suficientemente pequeños como para ser contenidos dentro de sus santuarios. El Dios bíblico es el Altísimo, porque es infinitamente más alto que el techo de cualquier templo que se le pueda construir.
La dedicación del templo tiene lugar durante una gran asamblea de todo Israel. La liturgia comienza transportando el arca de la alianza desde la tienda donde la había colocado David hasta el templo: «El rey Salomón, acompañado de toda la asamblea de Israel reunida con él ante el arca, sacrificaba una cantidad incalculable de ovejas y bueyes» (1 Re 8,5). El arca de la alianza (que, como recuerda el texto, “solo” contenía las tablas de la Ley de Moisés) es un sacramento del tiempo nómada del éxodo y el Sinaí; es el vínculo entre el pasado, el presente y el futuro. Otro hilo conductor entre el nuevo templo y la historia antigua de Israel es la presencia de la nube: «Cuando los sacerdotes salieron del santuario, la nube llenó el templo, de forma que los sacerdotes no podían seguir oficiando a causa de la nube, porque la Gloria del Señor llenaba el templo» (8,10-11). La nube ya había llenado antes la “tienda del encuentro”, cuando Moisés completó su construcción: «Entonces la nube cubrió la tienda del encuentro, y la Gloria del Señor llenó el santuario». Tampoco «Moisés pudo entrar en la tienda del encuentro, porque la nube se había apostado sobre ella y la Gloria del Señor llenaba el santuario» (Éxodo 40,34-35).
El templo comienza su vida pública bajo el signo de una ambivalencia radical. Es la nueva tienda del encuentro, la nueva morada del Arca y de las tablas de la Ley, la casa que guarda las raíces y el Pacto. Pero al mismo tiempo, la nube oscura dice que el templo alberga una presencia que, aun siendo verdadera, es menos verdadera que la ausencia del Dios que es señor del templo porque no está obligado a habitarlo. La nube es símbolo de la presencia de la “gloria de YHWH” y de la oscuridad de nuestra capacidad para verlo y comprenderlo. Por eso Salomón, en el versículo probablemente más bello y con un sentido más profundo de todo este gran capítulo, puede (y debe) exclamar: «Aunque, ¿es posible que Dios habite en la tierra? Si no cabes en el cielo y lo más alto del cielo, ¡cuánto menos este templo que te he construido!» (8,27). De este modo, Salomón, el mismo día de la dedicación del templo, su obra maestra religiosa y política, repite varias veces que la “morada” verdadera de Dios no es su maravilloso templo. Esta capacidad de continua auto-subversión es la que mantiene a la Biblia con vida y con capacidad para sorprendernos siempre.
Otra estrategia narrativa y teológica para expresar la ausencia-presencia de Dios es la distinción entre YHWH y su nombre. En la Biblia, el nombre quiere decir muchas cosas, todas ellas importantes (la Biblia es también una historia de nombres dados y cambiados, pronunciados y callados). YHWH, el nombre que Dios revela a Moisés en el Sinaí, es revelación porque desvela e inmediatamente vuelve a cubrir (re-velar). Es un nombre sin nombre (“Yo soy el que soy”), que no se deja manipular ni pronunciar si no es en el templo en ocasiones especiales. El nombre desempeña en este sentido la misma función que la nube: desvela y revela, dice y calla, ilumina y oscurece. Cada vez que un hebreo entraba en el templo, debía repetir algo del encuentro de Moisés con la zarza: un diálogo con alguien que arde sin consumirse, que habla sin ser: «Día y noche estén tus ojos abiertos sobre este templo, sobre el sitio donde quisiste que residiera tu Nombre» (8,29). En el templo está el nombre de Dios para recordarnos que el Dios del nombre no está ahí, porque si estuviera no sería Dios. Y si el templo no contiene a Dios, sino solo su nombre, entonces es posible rezar y encontrar a YHWH en todas partes.
La fe bíblica ha hecho todo lo posible para salvaguardar la co-esencialidad de la presencia y de la ausencia de Dios. Todas las desviaciones idolátricas que ha conocido a lo largo de su larga historia han sido resultado de la salida de la nube del templo y de la ilusión de que el nombre de YHWH coincidiera con el mismo YHWH. Si, cuando la nube del misterio se aclara y desaparece, logramos ver a los dioses con una luz clarísima, será porque se han convertido en ídolos. Ver sin nube tiene un precio, que es ver algo distinto, muy atractivo, pero que no es Dios. Solo aceptando la indigencia ante una nube que envuelve el misterio y un nombre que desvela y revela, podemos tener una esperanza no vana de que más allá de esa nube y ese nombre pueda existir una presencia viva. Sin embargo, si, para ver mejor, no aceptamos esta pobreza religiosa, si expulsamos la nube y queremos ver a Dios cara a cara, si creemos conocer perfectamente a Dios porque pronunciamos su nombre, entonces la fe bíblica se acaba y comienza la idolatría.
La fe vive en el espacio que se crea entre nuestra sincera experiencia subjetiva de Dios y la realidad de Dios en sí. Cuando este espacio se reduce, la fe se reduce con él. Cuando se anula, es la fe la que se anula. Pronunciar el nombre de Dios nos salva siempre que mantengamos viva la conciencia de que entre ese nombre y Dios hay una nube de misterio que no reduce la fe, sino que la hace humanísima y verdadera. El único lugar donde podemos tener experiencia de Dios bajo el sol es dentro de una nube densa. El nombre al que Dios responde es un no-nombre, que solo es capaz de llamarlo y despertarlo si el hombre sabe que es un nombre imperfecto e imparcial y por tanto verdadero. Si además, como dice el Apocalipsis, los otros «llevan en la frente su nombre» (Ap 22,4), entonces el nombre de Dios nos lo revela el otro cuando nos mira a la cara, y nosotros se lo revelamos a él.
Con este horizonte de luz y sombra, de cercanía y distancia, ya podemos entrar en la gran oración de Salomón en su templo. Se trata de una oración solemne, que abraza toda la historia de la salvación desde Egipto hasta la destrucción del templo de Jerusalén y el exilio, e incluso más allá. Es un canto individual y colectivo. Es agradecimiento, memoria y súplica, con algunas verdaderas perlas engarzadas. Su centro es siempre la experiencia del exilio: «Si en el país donde vivan deportados reflexionan y se convierten, y en el país de los vencedores te suplican, diciendo: “Hemos pecado, hemos faltado, somos culpables”; si en el país de los enemigos que los hayan deportado se convierten a ti con todo el corazón y con toda el alma… escucha tú desde el cielo, donde moras, su oración y súplica y hazles justicia» (8,47-49).
Es maravillosa esta oración pronunciada por Salomón y escrita por unos escribas deportados a Babilonia que están aprendiendo una lección esencial: en el exilio nos salvamos “entrando en nosotros mismos” y “volviéndonos a ti [Dios]”. Estos son los dos primeros movimientos en los exilios, mucho más radicales y decisivos que “volver a casa”. Porque sin decir: “me levantaré y volveré junto a mi padre” (Lc 15, 18), ningún regreso es salvación. En la Biblia y en la vida no basta volver a casa para que se acaben los exilios, como nos recuerda también el Tercer Isaías.
La experiencia del exilio inspira también otra espléndida oración de Salomón por el extranjero: «También el extranjero, que no pertenece a tu pueblo, Israel, cuando venga… a rezar en este templo, escúchalo tú desde el cielo, donde moras; haz lo que te pida» (8,41-43). Si la morada de Dios es “el cielo” (estribillo constante), entonces cada hombre y cada mujer bajo el sol pueden rezarle, porque este Dios ya no está aprisionado dentro de las fronteras nacionales y su reino es la tierra entera. Estos pasajes inspirados por una religiosidad universalista e inclusiva, escritos por un pueblo que está reconstruyendo su identidad nacional mortalmente herida en torno a su Dios distinto, hacen de la Biblia algo más que un libro que narra las vicisitudes históricas y teológicas de un solo pueblo. Estas frases, estas oraciones, podían no haber estado en estos libros históricos; y sin embargo ahí están, como “flores del mal” generadas junto a los ríos de Babilonia. Solo un pueblo que haya conocido la humillación de sentirse extranjero en un gran imperio de grandes dioses, puede entender que, si existe un Dios verdadero y si la tierra no está poblada solo por ídolos, este debe escuchar la oración de cada persona. Si mi Dios no escucha al extranjero, es que tampoco tiene oídos para escucharme a mí, porque es un simple ídolo que solo sabe actuar dentro de su recinto sagrado. La fe bíblica de los exiliados comprende que su Dios es distinto porque se está convirtiendo en el Dios de todos.
El humanismo bíblico y el cristianismo nos han dicho una y otra vez que, si existe un Dios verdadero, debe ser el Dios de todos. Lo sabíamos, pero cuando de verdad lo aprendimos fue durante las guerras, las deportaciones y los campos de exterminio, cuando escondíamos soldados “enemigos” en nuestras casas, cuando sabíamos leer, con gran dolor, el “nombre de Dios” en la frente de quienes llamaban a nuestra puerta, de quienes llegaban a nuestras fronteras y a nuestros puertos. Nuestros abuelos y nuestros padres lo aprendieron, y sobre esta lección de carne y de sangre construyeron y reconstruyeron Europa. Nosotros lo hemos olvidado. Pero tal vez en este largo exilio de humanidad que estamos atravesando podamos aprender de nuevo aquel Nombre.
Publicado en Avvenire el 07/07/2019