El nombre del hijo esperanza

El nombre del hijo esperanza

A la escucha de la vida/6.

“Oh, Esarhadón, rey de países, ¡no temas! / Soy Istar de Arbela. / A tus enemigos los entregaré en tus manos. / Yo soy Istar de Arbela. / Yo iré delante de ti y detrás de ti. No temas.”

Oráculo cuneiforme babilónico, siglo VII a.C.

Los profetas son hombres y mujeres que no triunfan. Su palabra y su existencia nos proporcionan un mapa ético y espiritual para orientarnos en la hora del fracaso. Nos recuerdan que nuestra condición ordinaria es la falta de éxito. Las conquistas que obtenemos son siempre demasiado pequeñas y pasajeras. Nosotros tendemos a consolarnos con las metas alcanzadas y a redimensionar las preguntas y los ideales para encajarlos dentro de los límites de nuestras posibilidades. Y así dejamos de crecer y de hacer que el mundo crezca.

Los profetas no. Ellos siguen anunciando una salvación más grande y justa que nosotros. Prefieren su propio fracaso, e incluso el de Dios, antes que domesticar la verdad de la palabra que deben anunciar. Si la tierra se alcanza, es que no era la tierra prometida. Ningún hijo realiza del todo nuestros sueños (¡ay de nosotros si los realizara!). Aún seguimos esperando la venida de aquel que nos prometió que un día volvería. Esta es la esperanza no vana que nos ofrecen los profetas, que no es vana precisamente porque es más grande que nuestros éxitos y los suyos.

El encuentro entre Isaías y Ajaz, rey de Judá, que se nos relata de forma espléndida, acontece cuando el reino del Norte (Israel o Efraím) y otros pequeños reinos cercanos están siendo conquistados por el imperio asirio. Jerusalén está amenazada. La situación es de guerra, de una gravísima crisis política. Isaías profetiza al rey que el intento de ocupación de sus enemigos fracasará («Eso no ocurrirá, no se realizará»: 7,7).

Le invita a creer.  Y le tranquiliza: «No temas ni desmaye tu corazón» (7,4). «No temas…», otra espléndida expresión que nos lleva al corazón de Isaías y al corazón del Evangelio. En la economía de este relato es muy importante la “señal” (’ôt) que YHWH quiere que Ajaz le pida. Las señales que acompañan a la misión de los profetas son muy serias. No tienen nada que ver con las “señales” que las mujeres y los hombres religiosos siempre han pedido y siguen pidiendo, que son expresión de magia, de idolatría o, en el mejor de los casos, de una fe inmadura.

La señal es un elemento fundamental de la vocación y de la actividad del profeta. La profecía siempre es un hecho histórico, se realiza dentro de la vida ordinaria del pueblo. En medio de la crisis, las catástrofes, las alegrías, la política y la economía de su tiempo. Las señales dicen la profecía es concreta y usa también las palabras de los hechos, porque las palabras habladas no son suficientes.

Estas señales no son apuestas con Dios, ni técnicas para demostrar al público el talento profético, como, por el contrario, ocurre con los falsos profetas de todos los tiempos, con los que son como “Simón el Mago”. Los falsos profetas manipulan el sentimiento religioso de la gente porque su “Dios” es tan sólo un instrumento de trabajo, un medio para obtener ganancias y poder. Las señales de los profetas son todo lo contrario. A los verdaderos profetas no les gusta dar las señales que siempre les piden, porque saben que la gente acaba transformando al profeta en autor de las señales, lo que supone la muerte más común de los verdaderos profetas.

«El Señor volvió a hablar a Ajaz diciendo: “Pide para ti una señal”» (7,11). La señal profética es un acto de fe y por consiguiente una relación de confianza. No pedirla no es expresión de humildad ni de piedad, sino simple falta de fe. Ajaz, para justificar su rechazo, invoca la prohibición de “tentar a Dios” (Éxodo 17,2). Recurre a la misma palabra de YHWH para tratar de transformar la desconfianza en fe.

Esta es una actitud muy extendida, sobre todo en los momentos de prueba y crisis. Los jefes y los responsables de comunidades con frecuencia citan la ley, el evangelio o los estatutos para cubrir decisiones que sólo nacen de la desconfianza hacia una persona o hacia la comunidad misma, y así no tienen que asumir responsabilidades ni costes. Isaías inmediatamente se da cuenta de las verdaderas intenciones del rey y le reprende con las mejores palabras: «¿Os parece poco cansar a los hombres que cansáis [molestáis] también a mi Dios?» (7,13).

Como diciendo: tú no sólo me ofendes a mí (a “los hombres”) tratándome de falso profeta, sino que también reniegas de tu fe-confianza en la Alianza. Ajaz fue un mal rey: «No hizo lo recto a los ojos de YHWH». En particular, fue un rey idólatra e infanticida: «Ofreció sacrificios y quemó incienso en los altos (…) Quemó a sus hijos, según la abominable costumbre de los paganos» (2 Re 16,2-4). Un idólatra no podía escuchar las palabras del profeta.

Pero la profecía no se detiene ante nuestros pecados. Isaías responde al rechazo de Ajaz con una auténtica obra maestra, que aún hoy nos deja sin aliento: «El Señor mismo os dará una señal. He aquí que una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel» (Isaías 7,14). El niño, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, no es la señal de Ajaz: es la señal de Isaías. El fracaso de la profecía por el rechazo de un rey idólatra provoca una de las profecías más bellas de todos los tiempos. No es raro que nuestras palabras más hermosas sean las segundas, las que logramos pronunciar sobre el fracaso de las primeras. Ajaz no cree que su Dios vaya a salvarle y da comienzo al declive político de su reino, que culminará dos siglos más tarde con el exilio a Babilonia.

En este triálogo entre Isaías, Ajaz y YHWH, comienza a desvelarse la gramática de la palabra principal del libro de Isaías: la fe. La fe bíblica es antes que nada una palabra humana. Entenderla significa penetrar la vida humana y también, si queremos, saber quién es Dios. El primer significado de la palabra fe es confianza. Es creer en una palabra, que es siempre palabra de una persona, y después actuar en consecuencia. En el humanismo bíblico, la fe es la primera obra. Ajaz no creyó, y actuó. María creyó, y actuó.

En la Biblia también Dios cree: tiene confianza en los hombres, cree en nosotros, en ti y en mí. La Alianza es la gran categoría bíblica de la fe, donde no sólo nuestra respuesta de amor va precedida del amor de YHWH, sino que también nuestra fe viene después de la fe de Dios en nosotros. Cualquiera que haya tenido un hijo y lo haya amado de verdad entenderá esta dimensión de la fe-confianza. El primer amor para con un hijo es creer en él, darle confianza, una fe-confianza que dura toda la vida y lo regenera mil veces a la primera vida.

También la falta de fe es acción. Cuando no creemos en una palabra, en un proyecto, en una promesa, en un futuro, actuamos de forma que esa palabra, ese proyecto y esa promesa no se realicen. El cumplimiento de las señales de la fe depende de la libertad de aquel en quien ponemos nuestra confianza y por consiguiente siempre es incierto. Por eso las profecías de la no-fe se realizan con más frecuencia que las de la fe, porque se auto-cumplen: nuestra desconfianza actúa y produce el acontecimiento esperado. No siempre, pero sí muchas veces. El cadáver bajará por el río si hemos contribuido al asesinato río arriba.

Muchas comunidades, empresas, familias y trabajos terminan porque alguien, en un momento determinado, deja de creer en un futuro distinto y posible. Otras muchas no mueren y siguen viviendo porque alguien, en un momento determinado, cree y actúa. Porque al menos una persona cree. Una dimensión espléndida de esta fe se nos desvela en un detalle colocado en la apertura del capítulo: «El Señor dijo a Isaías: “Ea, sal con tu hijo Sear Yasub al encuentro de Ajaz”» (7,3). Isaías acude a la decisiva cita con un hijo. El nombre del niño significa “un-resto-volverá”: un pequeño grupo del pueblo se salvará, alguien volverá del exilio. Seguiremos teniendo una historia de salvación que vivir y contar. No se ha acabado todo.

En la Biblia, el nombre que se elige para un hijo es siempre un mensaje. El primer mensaje que Isaías lleva a Ajaz es su propio hijo. Los profetas saben usar estas palabras encarnadas. Gracias a ello, un día pudimos intuir el misterio de una palabra-Hijo hecha niño. O como Jeremías, que, mientras Jerusalén es asediada y él está encarcelado por orden del rey por haber profetizado que la ciudad sería conquistada por Nabucodonosor, compra un trozo de tierra: «Cómprame el campo de Anatot» (Jeremías 32,7).

El profeta anuncia el exilio y mientras tanto compra un terreno, para decir con una señal que el exilio no será para siempre. Un resto volverá a casa. Mientras todos abandonan la empresa en crisis, uno se queda e invierte. Mientras todos salen de la comunidad, alguien se quedan, alguien vuelve a la casa vacía para reafirmar la fe en la primera promesa. Nada habla más claramente de futuro que un campo comprado en la patria en tiempo de exilio, o alguien que vuelve cuando todos escapan. Nada habla más claramente de futuro al alba de la crisis más grande, que un hijo que se llama “un-resto-volverá”, Este hijo-esperanza es el que acompaña a la profecía del niño-Emmanuel. Dos niños; un mismo mensaje de vida.

No sabemos quién era el Emmanuel de Isaías. Tal vez Ezequías, el rey fiel, hijo del infiel Ajaz y de la reina Abía. Tal vez, según el teólogo medieval Rashi, un tercer hijo de Isaías. Tal vez un hijo de una joven (’almâ), todavía virgen en el momento de la profecía, cercana a Isaías mientras profetizaba. Tal vez alguien diferente. Mateo, y muchos cristianos después de él, han visto ahí el anuncio de María de Nazaret y su hijo. La profecía bíblica sigue viva porque se ha revelado más grande que nuestras interpretaciones, incluso las más altas. Y seguirá viva mientras la dejemos abierta, plural, pobre y la amemos con gratuidad.

La joven ’almâ y el Emmanuel de Isaías son una mujer joven y un niño con nombre de confianza. Porque en las crisis, en todas las crisis, es posible esperar la salvación mientras una mujer dé a la luz un niño.

Publicado en Avvenire el 31/07/2016

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