Profecía e historia / 23 – La misma palabra bíblica que significa «cofre» se usa para indicar el Arca de la Alianza
«Rabí Schmelke dijo: El pobre da al rico más que el rico al pobre. Y el rico tiene necesidad del pobre más que el pobre del rico».
Martin Buber, Cuentos jasídicos.
Don y contrato no son términos contrapuestos. El dinero invertido, ganado y gastado honradamente no es menos noble que las ofrendas para el templo. Solo juntos, los dones y los contratos nos pueden salvar.
La confianza en la honradez de la gente que nos rodea es un recurso esencial para cualquier economía y para cualquier sociedad. Cuando nuestras relaciones se inspiran en la hipótesis de que los otros son honrados – lo que los juristas llaman buena fe –, la economía mejora y también nuestro bienestar. Sin esta premisa de honradez, la desconfianza y el pesimismo antropológico invaden nuestros lugares de trabajo y de vida. Ninguna empresa puede tener una dirección subsidiaria – es decir confiando la responsabilidad de las decisiones a quienes están más cerca del trabajo a realizar – si no es capaz de pensar bien de otros, salvo evidente (y reiterada) prueba en contrario. La benevolencia, pensar bien de los demás, es la raíz de la confianza. Esta permite que los trabajadores se sientan valorados y estimados, fortalece la confianza en las organizaciones y, por consiguiente, mejora la eficacia y la eficiencia en la gestión.
Al morir Atalía, Joás se convierte en rey, y reina en Jerusalén durante cuarenta años. Para la Biblia, Joás es un rey justo y reformador. Nos lo presenta como restaurador y reconstructor del templo de Salomón: «Joás dijo a los sacerdotes: Todo el dinero de las colectas del templo … que lo recojan los sacerdotes a través de sus ayudantes, para reparar los desperfectos del templo» (2 Re 12,5-6). Pasan los años y, a pesar de las indicaciones de Joás, el templo sigue sin ser reparado: «Joás convocó al sacerdote Yehoyadá y a los otros sacerdotes, y les dijo: ¿Por qué no habéis reparado todavía los desperfectos del templo? En adelante, no os quedéis con el dinero recibido a través de vuestros ayudantes; tenéis que entregarlo para los desperfectos del templo» (12, 8). Al constatar el fracaso de su política, el rey cambia de actitud y quita a los sacerdotes la gestión de los trabajos: «Los sacerdotes aceptaron no recibir dinero de la gente ni encargarse de reparar los desperfectos del templo» (12,8).
Las organizaciones dotadas de un buen gobierno comprenden, preferentemente antes de que sea tarde, cuándo existe un conflicto de intereses en los trabajadores y cuándo los incentivos individuales no son compatibles con los objetivos comunes. Los sacerdotes del templo, por su mentalidad y por su oficio (administrar el culto), se encuentran objetivamente en unas condiciones que no les facilitan el buen uso del dinero que recogen. El rey, que aquí demuestra ser sabio, no sigue insistiendo en el plano moral, pidiendo a los sacerdotes que se conviertan. Lo que hace es cambiar la organización. Revisa la estructura objetiva y formal de la financiación y la dirección de los trabajos del templo. Cuando hay una incompatibilidad objetiva entre la responsabilidad y el incentivo, seguir insistiendo en la dimensión moral no es eficaz y solo crea frustración y conflicto. Es necesario cambiar inmediatamente la estructura organizativa objetiva y apartar a las personas de las funciones y tareas no adecuadas.
Así pues, en el templo se crea una caja para recoger las ofrendas, y se encomienda la recogida y la administración de los fondos de forma concertada al rey y al sumo sacerdote: «El sacerdote Yehoyadá tomó un cofre, hizo una ranura en la tapa y lo puso junto al altar, a mano derecha según se entra en el templo» (12,10). Es interesante señalar que cuando el secretario del rey y el sumo sacerdote recogían la plata depositada en el cofre (cuando estaba llena), «fundían el dinero que había en el templo» (12,11). Aquí encontramos una referencia a la función económica de los templos de la antigüedad. El templo no era solo el centro del sistema fiscal y del “bienestar”. En determinados periodos históricos, en el templo se fundían metales para acuñar monedas y por tanto desempeñaba una función de proto-banco.
En este pasaje asistimos en directo al nacimiento de una cierta laicización de la “obra del templo” de Jerusalén. Lo que antes era responsabilidad directa de los sacerdotes («que lo recojan los sacerdotes»), pasa ahora a ser responsabilidad de aquellos que realizan directamente los trabajos: el secretario del rey y el sumo sacerdote «entregaban el dinero a los maestros de obras» (12,12). El fracaso de la primera solución de responsabilidad directa – los sacerdotes utilizaban las ofrendas de la gente para sus urgencias y para la gestión del culto y los sacrificios – produce una reforma “laica” donde los trabajadores y los técnicos gestionan los trabajos del templo. Es una primera aplicación del principio de subsidiariedad económica y administrativa: «Los maestros de obras pagaban a los carpinteros y albañiles que trabajaban allí, y a los tapiadores y canteros, para comprar madera y piedra de cantería, para reparar los desperfectos del templo y para todos los gastos de conservación del edificio» (12,12-13). De este modo se evita que los ingresos “fiscales” sean usados para fines no apropiados: «Con el dinero que se traía al templo no se hacían bandejas de plata, cuchillos, aspersorios, trompetas, ni ningún utensilio de oro o de plata para el templo, entregaban el dinero a los maestros de obras y con él reparaban el edificio» (12,14-15).
Es interesante señalar la valoración ética que hace el texto de este cambio: «No se pedían cuentas a aquellos a quienes se entregaba el dinero, porque procedían con honradez» (12,16). Es muy hermosa esta honradez. Delegar y acercar la gestión del dinero a quienes lo usan para su fin específico reduce los costos de control («no se pedían cuentas…») y por tanto mejora la eficiencia global de ese dinero. Pero antes el rey tiene que realizar un cambio importante en la estructura organizativa. Para que la confianza y la honradez puedan surgir y durar, tienen que ser posibles y sostenibles. Demasiada confianza se malogra por falta de reformas organizativas.
También resulta significativo que la palabra ’aron que usa el texto para indicar el cofre colocado en el templo para recoger las ofrendas sea la misma palabra usada para el arca (de la alianza), la manufactura más valiosa, que contenía las tablas de la Ley de Moisés y era custodiada en la zona más íntima y sagrada del templo, como símbolo del pacto con su Dios distinto. El cofre que contiene la plata es colocado dentro del templo. Esta plata, hecha de impuestos y de dones (también hay ofrendas libres) no es impuro, puede entrar en el templo. La Biblia sabe que hay un dinero que es “mammona”, no porque sea un ídolo en sí mismo (sería demasiado trivial), sino porque da a quien lo posee la ilusión de ser dios (toda idolatría es una ilusión): nuestro yo es el ídolo más tremendo. Este dinero no debe entrar en los templos, porque no es amigo de Dios puesto que no es amigo de los hombres ni de los pobres.
Pero hay otro tipo de dinero. Me refiero al dinero donado, pero también a la plata ganada con honradez. La plata del don es amiga de la plata de muchos comerciantes, porque el contrato no mata necesariamente el don. Muchas veces el don y el contrato son compañeros. Cuando el samaritano entregó dos denarios al posadero para que se “hiciera cargo” de un hombre medio muerto, estaba realizando un acto no menos noble y espiritual que donar plata en el templo. Y el dinero que hoy damos en filantropía tampoco es más noble y espiritual que el dinero entregado por un empresario a un trabajador en un contrato de trabajo justo. Las civilizaciones florecen cuando el don es aliado del contrato y se marchitan cuando el donante ve con rencor y rivalidad a quienes trabajan y producen riqueza. El arca de la alianza no es la cámara acorazada de un banco. Sus nombres son distintos, pero se acercan mucho si la plata ha nacido de la honradez y es administrada e invertida éticamente. Aquí están la laicidad de la fe y la espiritualidad de la economía.
La última parte del reinado de Joás está marcada por la amenaza asiria sobre Jerusalén. Joás, nuevo Salomón, había puesto la restauración y el cuidado del templo en el centro de su misión; ahora se ve obligado a realizar un gesto que parece negar el sentido de toda su vida: «Joás de Judá recogió todas las ofrendas votivas de los reyes de Judá predecesores suyos, Josafat, Jorán y Ocozías, sus propias ofrendas, más todo el oro que había en el tesoro del templo y del palacio real y se lo envió a Jazael de Siria, que se alejó de Jerusalén» (12,20).
El templo es vaciado de todos los tesoros acumulados por él y por sus predecesores. La Biblia nos habla de Joás casi exclusivamente en relación con el templo – lo ha arreglado, de niño fue allí consagrado rey y allí ha sido protegido y educado. Pero toda su vida, volcada en el templo, culmina en un templo vacío. Este es otro mensaje sobre la gratuidad y la falta de plenitud de la vida que encontramos en muchas páginas de la Biblia. Podemos pasarnos la vida entera al servicio de una obra que, por vocación y por deber, se convierte en el sentido de nuestra existencia, y después, un día, ese tesoro guardado y acumulado debe ser entregado, y la vida parece perder sentido. Es una gran metáfora de la existencia humana, donde los tesoros acumulados y cuidados deberán ser, poco a poco, devueltos para poder ser de nuevo libres y pobres. Es también una metáfora de todo fundador o responsable de una comunidad, que pasa una primera y larga parte de su vida reparando y aumentado en tesoro de la comunidad, hasta que un día debe devolverlo todo para vivir finalmente la castidad.
Pero el relato nos dice otra cosa más: ese tesoro salvó a Jerusalén de los sirios, que, satisfechos con él, se alejaron. Tal vez los tesoros que guardamos y cuidamos desempeñen verdaderamente su función no cuando son acumulados y conservados sino cuando son usado para salvar a alguien. Si Joás no hubiera conservado esos tesoros, no habría podido salvar a su ciudad en un momento decisivo para su reino. Nosotros vemos cómo desaparecen en poco tiempo capitales acumulados con grandes sacrificios, devorados por abogados, bancos y acreedores. Pero, desde otro punto de vista distinto y verdadero, es posible que esos capitales nos estén salvando mientras desaparecen.
Mientras se desarrollan los acontecimientos de Joás, rey de Judá, en el reino del Norte vuelve a escena por última vez el profeta Eliseo: «Eliseo murió, y lo enterraron» (13,20). Lo conocimos cuando era joven y guiaba doce parejas de bueyes. Era un joven rico. Fue llamado por Elías, quien le echó encima su manto. Se convirtió primero en discípulo de profeta y después en profeta. Siguió su vocación hasta el final. A diferencia de Elías, Eliseo no es llevado al cielo, sino que muere como nosotros, como todos. Pero la Biblia nos presenta una última escena para decirnos que los profetas nunca mueren del todo: «Una vez, mientras estaban unos enterrando a un muerto, al ver las bandas de guerrilleros echaron el cadáver en la tumba de Eliseo y se marcharon. Al tocar el muerto los huesos de Eliseo, revivió y se puso en pie» (13,21). Los huesos de los profetas saben hacernos resucitar. No siempre, no todos, tenemos a nuestro lado profetas vivos que nos salven de nuestras muertes. Pero la Biblia ha conservado las palabras distintas y los “huesos” vivos de los profetas. Están ahí para nosotros, para todos. Basta tocarlos para volver a vivir.
Original italiano publicado en Avvenire el 10/11/2019