Profecía e historia / 22 – La Biblia nos pide que entremos en sus historias y elijamos de parte de quién queremos estar.
«Pues está escrito en su Ley: pondrás sobre ti un rey (Deut. 17.15) y no una reina» David Franco-Mendes, El castigo de Atalía.
La triste historia de la reina Atalía nos da la oportunidad de reflexionar sobre muchas páginas que no han sido escritas por las víctimas, y sobre la necesidad de salvar en primer lugar a quienes no tienen voz.
A menudo las comunidades ideales nacen de la obra y la palabra de los profetas. Los movimientos carismáticos, las congregaciones religiosas y también los movimientos políticos y culturales y las asociaciones nacen porque una o varias personas, con dones proféticos, las generan y las hacen crecer. Alrededor de estas personas “especiales” se reúnen otras, llamadas por la misma voz, que reconocen el papel distinto y único de los fundadores y tienden a ajustarse a su personalidad carismática. Pero estas comunidades fundadas por profetas no son las únicas comunidades ideales o espirituales. Otras nacen en torno a un pacto y a una regla. Estas realidades colectivas no son generadas por profetas sino por una regla vivida y transmitida de generación en generación.
En el movimiento espiritual de la segunda mitad del siglo XX ha habido casi exclusivamente comunidades fundadas por profetas, mientras que en siglos pasados eran más comunes las comunidades espirituales constituidas alrededor de reglas. En ellas, la personalidad y el carisma del fundador eran importantes, pero la regla lo era más, porque permitía pasar de la individualidad del fundador al equilibrio y a la sostenibilidad de la vida comunitaria, hasta tal punto que muchas veces las reglas comunitarias se tomaban de entre las ya existentes (benedictina, agustiniana…). En estas comunidades-regla el modelo, la ejemplaridad, no estaba en la persona del profeta, sino en la regla, que no coincidía con la vida de nadie y sin embargo inspiraba y modelaba la de todos. Cuando llegaba un nuevo miembro a estas comunidades, el pacto y la promesa consistían en conformar su vida de acuerdo con la regla comunitaria, no en imitar al fundador o al líder carismático, que es lo que de hecho ocurre en las comunidades-profeta. La historia nos dice que las comunidades-regla son más resilientes y longevas que las comunidades-profeta.
«Cuando Atalía, madre de Ocozías, vio que su hijo había muerto, empezó a exterminar a toda la familia real. Pero cuando los hijos del rey estaban siendo asesinados, Josebá, hija del rey Jorán y hermana de Ocozías, raptó a Joás, hijo de Ocozías, y lo escondió con su nodriza en el dormitorio; así, se lo ocultó a Atalía y lo libró de la muerte. El niño estuvo escondido con ella en el templo seis años mientras en el país reinaba Atalía» (2 Re 11,1-3). El segundo libro de los Reyes, tras el ciclo del sanguinario rey Jehú, se desplaza al reino del Sur (Judá) y nos muestra a una reina, tan sanguinaria como Jezabel, a la que el texto hebreo (masorético) presenta como su madre (8,18). Atalía, mujer de la dinastía del Norte, interrumpe la sucesión davídica en Judá. Esta es restaurada gracias a un niño salvado de la muerte por otra mujer. La gran historia de la salvación cuelga del fragilísimo hilo de un niño, como en el caso de Moisés, el Emmanuel o Jesús. Este niño se convierte en objeto y sujeto de una insurrección contra la reina Atalía, orquestada por Yehoyadá, un sacerdote del templo de Jerusalén.
La reina Atalía se da cuenta de que en el templo está ocurriendo algo importante. Se acerca y lo descubre: «Atalía se rasgó las vestiduras y gritó: ¡Traición! ¡Traición!» (11,14). El sacerdote Yehoyadá inmediatamente revela sus intenciones. Hace que uno de sus hombres la siga hasta su casa: «La fueron empujando con las manos, y cuando llegaba a palacio por la puerta de las caballerizas, allí la mataron» (11,16).
Para la teología y la economía del relato, la historia de la sanguinaria Atalía termina aquí. El orden ha sido restablecido. Joás, un (presunto) sucesor de David, reina de nuevo en Jerusalén. La escuela sacerdotal, redactora de la última versión del Libro de los Reyes, alcanza así su objetivo teológico y narrativo. Pero nosotros no podemos detenernos aquí. Si queremos tener una visión menos ideológica de estos tristes siglos, demasiado lejanos, debemos excavar más en el interior del texto.
Las víctimas no son las que cuentan sus historias. Los descartados, los aplastados, los expulsados no logran dar su visión de los hechos. En el mundo antiguo las mujeres no escribían los relatos de los que eran protagonistas o comparsas. Si esos relatos los hubieran escrito ellas, contarían cosas muy distintas de las que leemos. Cuando los varones cuentan historias de poder protagonizadas por mujeres, casi siempre proyectan sobre ellas sus mismas dinámicas, enfermedades y palabras, que las mujeres reales no aprecian ni desean, salvo que se hayan visto obligadas a ser como los varones. Las mujeres que han tenido o tienen puestos de poder y de responsabilidad en organizaciones esencialmente masculinas conocen esta resistencia y este sufrimiento característicos, que a veces son tan intensos y largos que tienen que dejar el puesto de mando. Hoy sigue habiendo pocas mujeres en las instituciones y en las empresas, pero no solo porque las mujeres no consiguen llegar a los puestos de mando administrados y gestionados por varones, sino porque algunas, que podrían llegar a esos lugares extranjeros y hostiles, no quieren hacerlo y otras lo dejan por el excesivo dolor. Las buenas batallas del feminismo de hoy y de mañana deberán concentrarse no solo en las cuotas de mujeres en las estancias del poder, sino en la transformación antropológica y relacional de esos puestos, pensados y habitados solo por hombres, en lugares vivibles y posibles también para las mujeres. Este trabajo, que exige una gran inversión cultural y teórica por parte de las ciencias económicas y administrativas, es cada día más urgente.
En primer lugar, fijémonos en el nombre: Atalía significa “YHWH es exaltado”. A diferencia de Jezabel, Atalía no es idólatra. No es difícil comprobar que la estructura narrativa de la historia de Atalía está construida artificialmente para hacerla muy semejante a la de su “madre” Jezabel. Es un relato en forma de espejo. Del mismo modo que Jezabel exterminó a los profetas de YHWH, Atalía extermina a la familia real. Allí, un profeta. Obadías, escondió y salvó a cien profetas del exterminio de Jezabel (1 Re 18,13); aquí, una mujer, Josebá, esconde y salva a un niño de la matanza de Atalía. Jezabel se asomó a la ventana para ver al nuevo rey usurpador (Jehú) y la mataron; Atalía se asoma al templo y también a ella le dan muerte. No estamos forzando demasiado el sentido del texto bíblico si decimos que la crueldad de Atalía es esencialmente “teológica”. Su maldad es una construcción literaria de alguien cuya intención principal es restablecer la continuidad davídica, borrando el paréntesis representado por una reina extranjera del Norte, de la familia enemiga de Omrí. Atalía es una mujer del Norte, que reina como consecuencia de alianzas políticas. Es la única mujer reina en la historia de Israel. Es viuda, y su hijo ha sido asesinado por un rey usurpador del Norte. Nosotros ya no podemos imaginar cómo sería la vida de una mujer, reina y viuda, en un mundo de hombres, ni cuántas presiones y amenazas, cuántas miradas violentas, cuántos chantajes recibiría. Si estas páginas de los Libros de los Reyes las hubiera escrito Atalía o alguna hermana suya, tal vez nos habrían contado que Atalía no mató a ningún niño, porque las matanzas de inocentes son una especialidad típicamente masculina y de sus fantasías literarias.
La Biblia, como sabemos y como hemos repetido muchas veces, tiene páginas espléndidas sobre las mujeres, pero la historia de Atalía no es una de ellas. Esta reina del Norte fue, con toda probabilidad, eliminada por una conjura de los sacerdotes del templo, y no hay que excluir que su grito de «¡traición! ¡traición!» sea una de las pocas palabras originales conservadas en el texto. Atalía era una persona incómoda en Judá, porque era originaria del Norte y todavía más porque era mujer. También es posible que Atalía cambiara y se dejara pervertir por el poder hasta el punto de hacerse como los reyes varones y ordenar la matanza de los inocentes. Yo no lo creo. Pienso, por el contrario, que debemos leer esta historia de Atalía con la misma pietas con que leemos la historia de una víctima, no con la indignación con que leemos las vicisitudes de los verdugos. La Biblia no es un libro de crónica histórica. Es un texto que nos exige entrar dentro de las historias que leemos y elegir de parte de quién queremos estar. Generalmente, casi todos se ponen de parte de los redactores del texto y por tanto del sacerdote Yehoyadá, y junto a él condenan a Atalía, la sanguinaria. Casi todos.
Jean Racine, en su espléndida tragedia Athalie (1691), hace que el niño Joás se aparezca en sueños a la reina y la atraviese con una espada. Un consejero, al conocer el sueño, aconseja a Atalía que mate al niño. Pero ella llama al pequeño, habla con él e, impresionada por su inteligencia, no lo mata. Esa clemencia con el niño, esa pietas de madre, decretará más tarde su muerte. A veces son los artistas, sobre todo los más grandes, quienes dan a la Biblia y a sus personajes la humanidad que sus redactores no siempre tienen. Si queremos salvar a la Biblia de sus páginas menos luminosas, a veces oscurísimas, debemos leerla en compañía de los artistas, que, sin moralismos, la ayudan a ser mejor.
Antes y después de la muerte de Atalía, el sacerdote Yehoyadá celebra la alianza restablecida, y lo hace en dos fases. Antes del asesinato de Atalía «Yehoyadá sacó al hijo del rey, le entregó la diadema y el testimonio, lo ungió rey, y todos aplaudieron, aclamando: ¡Viva el rey!» (11,12). Al niño, consagrado rey, se le hace entrega del “testimonio” (edut), probablemente una copia de la Ley de Moisés, sacramento de la alianza y de la promesa. En la escena no hay profetas. Eliseo no está. Todo acontece en el templo, caracterizado por la alianza. En la Biblia, los momentos de fundación muchas veces están marcados por la acción de los profetas. Sin embargo, otras veces, como en este caso, es un pacto el que consagra momentos decisivos de la vida del pueblo y de las comunidades, empezando por la Alianza con YHWH celebrada por Abraham y por Moisés. A continuación, después de haber asesinado a Atalía, «Yehoyadá selló la alianza entre el Señor, el rey y el pueblo … y entre el rey y el pueblo» (11,17). El nuevo pacto está sellado. Y este pacto, para el escritor, es más importante que la sangre de Atalía, es más importante que cualquier otra cosa.
«Toda la población hizo fiesta, y la ciudad quedó tranquila. A Atalía la habían matado a espada en el palacio» (11,20). La ciudad «quedó tranquila». Pero nosotros no podemos “quedarnos tranquilos” frente a una mujer a la que «habían matado a espada en el palacio». La teología y la economía del relato no son suficientes. Tenemos el deber de intentar salvar a Atalía. Porque si no hacemos este ejercicio espiritual mientras leemos estas páginas, difícilmente intentaremos salvar a las muchas Atalías que hoy siguen siendo condenadas simplemente por ser mujeres, por ser víctimas.
Original italiano publicado en Avvenire el 03/11/2019.