El inquietante panorama político de Brasil

El inquietante panorama político de Brasil

Jair Bolsonaro triunfó en primera vuelta, sin aparecer en los debates televisivos y sin casi aparecer en la pantalla chica. El 28 de octubre se disputa el balotaje.

Hay muchas maneras de analizar los resultados de las elecciones realizadas en Brasil donde ayer el ultraderechista Jair Bolsonaro ganó por goleada, apoyado por el 46% de los votos. Su adversario más directo, el izquierdista Fernando Haddad, pudo reunir el 28%. Otro izquierdista, Ciro Gomes, no superó el 12,4% de los votos.

Una primera lectura, analizando los dichos y la trayectoria legislativa del ganador, es inquietante: Bolsonaro es diputado desde los años noventa, pero no se conoce ningún proyecto de ley con su firma; nostálgico de la dictadura, su compañero de fórmula declara abiertamente que se puede cambiar la constitución nacional sin consultar al pueblo, basta recurrir a los militares y a un autogolpe; su inspiración política es un represor de la dictadura militar y torturador; el centro de su discurso –sembrado de pensamientos racistas, homofóbicos y machistas– es armar a la “gente de bien” para luchar contra la violencia que siembra de cadáveres el país –68 mil cada año– y meterle bala a los infractores de la ley (“un policía que no mata, no es policía”); de no entregarse a la justicia, el tema de la criminalidad se puede resolver ametrallando desde lo alto las favelas donde los delincuentes se refugian. Es decir, casi la mitad de los votantes brasileños están tan asqueados y exasperados por la política y la corrupción, que están dispuestos a entregar el poder a un líder sin ideas y sin propuesta que no sea culpar a la delincuencia de los males del país y armarse para resolver el problema. Bolsonaro ha ganado con el record de la menor presencia televisiva, en años, de un candidato. Su herramienta principal ha sido el whatsapp, que en Brasil tiene 120 millones de usuarios, y las falsas noticias que han instalado las ideas y las sensaciones que permitieron amañar la realidad a su manera.

El primero de octubre se llevaron a cabo manifestaciones de repudio contra Bolsonaro en 60 ciudades del país. En cualquier otro caso, habría sido suficiente para modificar el discurso de campaña y tumbar la candidatura. Los sondeos le agregaron nuevos apoyos, subiendo 3 puntos. El ganador llegó a las urnas con mediciones que le daban un 40% de las preferencias. Se quedaron cortos, pues alcanzó el 46%. Para Bolsonaro, en efecto, habían votado los mercados, con subas en la bolsa a medida que se iba consolidando su candidatura, los gremios productivos, los sectores de clases altas encuestados en estas semanas, las poderosas iglesias evangelistas del país que encontraron en el ganador un defensor de su idea de moral sexual. Es decir, votaron a su favor sectores preocupados cada uno por sus intereses particulares. No solo, incluso desde el establishment político comenzó a ser claro que Bolsonaro no tiene equipo, por tanto, para conformar un gobierno tendrá que recurrir a gente con curriculum presente en diferentes sectores políticos. Incluso desde las filas del ex presidente Fernando Henrique Cardozo aparecieron apoyos al ganador. Comenzó entonces la carrera para reacomodarse, para que posiblemente todo cambie para que nada cambie.

Como en el caso de los que evaden capitales (en América latina son una gran cantidad), quienes consideran que es posible producir riqueza, pero no conservarla en el país, para figuras como Bolsonaro la democracia es la herramienta útil para alcanzar el poder, pero no para administrarlo. Al mismo tiempo, se confirma la opinión que circula desde hace años: a cambio de una mayor seguridad, cada vez más gente está dispuesta a renunciar a porciones de democracia. La política, en decadencia por la corrupción que lleva enquistada, no es la herramienta precisamente para enfrentar el problema.

El 28 de octubre sabremos quién será el presidente de Brasil. Si los sectores progresistas lograrán frenar el avance de Bolsonaro, concentrando apoyos alrededor de Haddad, como ocurrió en Perú impidiendo a Keiko Fujimori ganar la presidencia. Pero el daño ya está hecho. Lo ha provocado un sistema político incapaz de extirpar el cáncer la corrupción y una ciudadanía convencida de que armarse es el mejor método para resolver el problema.

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