Más grandes que la culpa/17 – Los caminos de Saúl al final son polvorientos, como los nuestros.
«Saúl: ¡Oh hijos míos!… — Fui padre. —Estás solo, oh rey; no te queda ni uno solo de tus amigos o de tus siervos. — ¿Es la paga de la ira terrible del inexorable Dios?»
Vittorio Alfieri, Saúl
En toda lectura auténtica, el lector desempeña un papel activo y creativo. No es mero espectador de las historias que lee, sino coguionista y actor. Además, en esa forma especial de lectura, que es la lectura bíblica, el lector recibe la misteriosa pero real facultad de transformar los personajes en personas, que, como todas las personas vivas, crecen, cambian, se mueven y tienen encuentros inesperados. Entonces las personas bíblicas comienzan a interactuar y a componer tramas relacionales, distintas de las pensadas y queridas por su primer autor. De este modo, la nigromante de Endor se convierte en amiga del padre del hijo pródigo, Jeremías se descubre hermano de David, y Saúl se convierte en compañero de camino y de desventura de Job, arrojado como él sobre un montón de estiércol por un Dios que quiere (Saúl) o permite (Job) su desventura. Los dos, Saúl y Job, son golpeados por penas divinas más grandes que su (posible) culpa, los dos se ven envueltos en el silencio de un Dios mudo, que no tiene palabras de vida para ellos, tal vez porque simplemente espera las nuestras.
David sigue guerreando al lado de los filisteos (1 Samuel 29), pero ahora los jefes, en vísperas del ataque final contra Saúl, le impiden participar en la batalla. Mientras tanto, los amalecitas – otro enemigo histórico de Israel y de Saúl, relacionado con su rechazo por parte de Dios (cap. 15) – han tomado la ciudad de Sicelag, donde se encontraba la familia y las mujeres de David, que son hechas prisioneras. David con sus hombres persigue a los amalecitas y, gracias a un encuentro (providencial) con un esclavo egipcio, consigue derrotar en una emboscada al ejército enemigo: «David recobró todo lo que le habían robado los amalecitas, incluidas sus dos mujeres» (30,18). Se hace con un buen botín de guerra: «agarraron todas las ovejas y bueyes» (30,20). No todos los hombres de David, seiscientos, participan en la empresa. Doscientos de ellos, «demasiado cansados para pasar la vaguada de Besor» (30,9b), se quedan en el camino. Cuando David regresa al campamento, «algunos mezquinos entre los hombres de David, dijeron: “Por no haber venido con nosotros, no les damos el botín recuperado”» (30,22). Los “mezquinos” no han dejado nunca de excluir a los más débiles de la distribución de la riqueza. Pero nosotros ya no atribuimos estas palabras y estos actos a los “mezquinos”, sino que las ensalzamos, las revestimos de virtudes y palabras bonitas como mérito y meritocracia, y en su nombre descartamos a los pobres y a los “cansados”, después de haberles llamado vagos y perezosos.
En cambio, la Biblia conoce una lógica distinta: «David dijo: “No hagáis eso, camaradas, después que el Señor nos ha dado la victoria… porque tocan a partes iguales el que baja al campo de batalla y el que queda guardando el bagaje”» (30,23-24). La riqueza es “un don del Señor” y esta naturaleza suya de don-providencia prevalece por encima de las razones del mérito/demérito individual (que a veces existen, aunque casi siempre suelen estar sobrevaloradas). Por consiguiente, la solidaridad, que nace de formar parte de la misma comunidad, viene antes que la productividad y la eficiencia, porque no somos nosotros los verdaderos propietarios de nuestra riqueza. Antes de producir riqueza, la recibimos como don. De ahí surge la gratuidad y la gratitud que deberían acompañar nuestra mirada agradecida sobre nuestra riqueza y la de los demás. En torno a esta idea de la riqueza como don hemos construido la democracia, los derechos, las pensiones, la asistencia pública, la educación universal, las prestaciones por desempleo, los impuestos y el sistema fiscal, una sociedad donde los “cansados” puedan legítimamente ser partícipes de una cuota de riqueza. La ideología neo-pelagiana del incentivo y la meritocracia nos han hecho olvidar estas verdades antiguas y grandes en un par de décadas.
Pero ahora dejémonos tocar y herir por el último pasaje de la vida de Saúl: «Los filisteos persiguieron de cerca a Saúl y sus hijos, hirieron a Jonatán, Abinadab y Malquisúa, hijos de Saúl. Entonces cayó sobre Saúl el peso del combate; los arqueros le dieron alcance y lo hirieron gravemente» (31,2-3). Entonces Saúl dijo a su escudero: «”Saca la espada y atraviésame, no vayan a llegar esos incircuncisos y abusen de mí”. Pero el escudero no quiso, porque le entró pánico» (31,4). La escena está narrada sin ninguna condena moral ni religiosa para Saúl. El redactor final de los libros de Samuel no lee la muerte de Saúl como un final merecido por sus culpas. Una mirada buena del texto sigue acompañando tenazmente la triste suerte del primer rey. Y le da una muerte digna y heroica: «Entonces Saúl tomó la espada y se dejó caer sobre ella. Cuando el escudero vio que Saúl había muerto, también él se echó sobre su espada y murió con Saúl. Así murieron Saúl, tres hijos suyos, su escudero y los de su escolta, todos el mismo día» (31,4-6). La historia de este rey trágico termina con un suicidio de honor. No merecía una muerte de cobarde y no la tiene.
Los filisteos entonces cortan la cabeza a Saúl y a sus hijos, les quitan la armadura y los llevan de ciudad en ciudad para «anunciar la buena noticia» en sus templos (31,9), y «empalaron los cadáveres en la muralla de Beisán» (31,10). Pero los habitantes de Yabés de Galaad, los mismos a los que los amonitas les habían sacado el ojo derecho y después fueron salvados por Saúl (cap. 11), al enterarse de lo ocurrido, «caminaron toda la noche, quitaron de la muralla de Beisán el cadáver de Saúl y los de sus hijos… Recogieron los huesos, los enterraron bajo el tamarindo de Yabés, y celebraron un ayuno de siete días» (31,12-13). Es muy hermoso este homenaje al reconocimiento popular. El pueblo recuerda, guarda una memoria distinta de la oficial de la política y la religión. Es capaz, solo para honrar esta memoria, de caminar toda la noche, recuperar el cuerpo, y proporcionar al amigo derrotado una digna sepultura bajo el tamarindo donde Saúl solía estar con la lanza hincada en tierra, sentado entre sus soldados firmes de pie. Esta es una expresión verdadera y profunda de la ley de gratuidad inscrita en el ADN del alma de los pueblos y de las personas. Ninguna ley económica explica por qué tomamos trenes y aviones para ir al funeral de un amigo. Pero el día en que el cálculo individual del coste-beneficio no nos deje cumplir estos actos económicamente inconvenientes con respecto a los muertos, también olvidaremos poco a poco la gramática de la economía y de la reciprocidad entre los vivos.
David se entera – por un amalecita procedente del campo de batalla, que terminará mal – de la muerte de Saúl y Jonatán: «Entonces David agarró sus vestiduras y las rasgó, y sus acompañantes hicieron lo mismo. Hicieron duelo, lloraron y ayunaron hasta el atardecer por Saúl y por su hijo Jonatán» (2 Samuel 1,11-12). Dentro de este luto de David encontramos lo que para muchos es su canto más hermoso: el canto del arco:
«¡Cómo cayeron los valientes!
En Gat no lo contéis,
no lo pregonéis
en las calles de Ascalón …
Saúl y Jonatán,
mis amigos queridos,
ni vida ni muerte
los pudo separar:
más ágiles que águilas,
más bravos que leones.
Muchachas de Israel,
llorad por Saúl,
que os vestía de púrpura
y de joyas,
que enjoyaba con oro
vuestros vestidos.
¡Cómo cayeron los valientes
en medio del combate!
¡Jonatán, herido en tus alturas!
¡Cómo sufro por ti,
Jonatán, hermano mío!
¡Ay, cómo te quería!
Tu amor era para mí
más maravilloso
que amoríos de mujeres.
¡Cómo cayeron los valientes!» (1,19-27).
Sobran los comentarios. No lo pregonéis… En griego: Euangelizein. No llevéis esta mala noticia, no anunciéis este anti-evangelio. Jonatán y Saúl, “amigos queridos” hasta el final. Si la Biblia ha querido conservar este canto fúnebre (tomado de un material muy antiguo: el “libro de los justos”) es para decirnos algo sobre David (que no accede al trono matando a su rival). Pero también quiere decirnos algo importante acerca de Saúl. No se entona un canto maravilloso por un rey malvado. La Biblia sabe que Saúl ha conservado, en el drama, una misteriosa inocencia y pureza, que le hacen merecedor de este canto de David, tal vez el más hermoso. Si David ha podido cantar estas palabras a un rey repudiado y dominado por un mal espíritu, que, sin embargo, ha sido de alguna manera sincero, entonces también los repudiados y los descartados, si son sinceros en un pequeño rincón de su corazón, son dignos de los salmos de David y nuestros. La Biblia no reserva bendiciones solo a los bienaventurados y a los vencedores, sino que sus cantos más bellos son para los amigos y las amigas de Saúl y por tanto también para nosotros. Hay muchos caminos para entrar en la Biblia. Algunos están reservados a aquellos que se sienten justos y benditos, pero son muy pocos. Otros, los más numerosos, son los caminos de Saúl, caminos populares, polvorientos, tortuosos y oscuros, pero por donde podemos caminar todos.
David comenzó su relación con Saúl tocando para él la cítara y cantando salmos para expulsar de él el “mal espíritu”, porque Saúl encontraba paz escuchando las notas y la voz de David. Al final encontramos otro canto de David. El texto dice que David “cantó” esta lamentación. Toda la historia de David y Saúl están contenida entre estos dos cantos, en un canto ininterrumpido. La historia de Saúl no se cierra con la espada que lo atraviesa, ni con la digna sepultura bajo el tamarindo. Termina con el canto de David, que es un canto de resurrección. Cada vez que lo entonamos, Saúl, gracias también a nosotros, vuelve a ser un joven alto y guapo, vuelve a buscar las burras perdidas, a tener éxtasis místico en medio de los profetas, todavía dócil bajo la mano consagrante de Samuel. Para que la Biblia siga viviendo y resucitando no basta el maravilloso canto de David: hace falta también nuestro canto. Todos los protagonistas de la Biblia son “personajes en busca de autor”, de un lector que les permita volver a vivir, liberándolos de las estrechas interpretaciones de su guión que las religiones oficiales les han asignado. Un lector que grite: “Sal fuera” y les haga salir vivos de sus sepulcros.
Publicado en Avvenire el 13/05/2018