El futuro es «sin mérito»

El futuro es «sin mérito»

En la frontera y más allá/8

«La característica de un ánimo grande y noble es que no se preocupa por la utilidad de los beneficios que realiza, sino por el beneficio en sí».

Séneca, De Beneficiis

Sine merito: sin mérito. Este es el nombre que recibieron, entre el Medioevo y la Modernidad, los primeros Montes de Piedad, aquellos proto-bancos populares creados y promovidos por los Franciscanos de la Observancia.

Negando la presencia del mérito, ponían de relieve que se trataba de instituciones humanitarias o filantrópicas. Unos siglos antes, Bernardo de Claraval describía la pasión de Cristo como “donum sine pretio, gratia sine merito, charitas sine modo”: don sin precio, gracia sin mérito, amor sin medida. Para expresar el don excluía el precio, para expresar el amor suprimía la medida, para expresar la gracia negaba el mérito. De un lado estaban el mérito, el precio y la medida; del otro estaban el don, la gracia y el amor.

Estas distinciones y oposiciones rigieron el ethos y la espiritualidad de Occidente durante muchos siglos, hasta que la cultura capitalista, con su nueva religión pelagiana y por tanto meritocrática, ha acabado por convencernos de que todas esas palabras estaban en el mismo lado pues eran amigas y aliadas. Nos ha persuadido de que el don y el precio iban juntos, el mérito era un nombre nuevo del amor, y la gracia/gratuidad sólo era útil si estaba presente en su “justa” (y microscópica) medida, como cuando las vacunas introducen en el cuerpo una minúscula dosis de virus para inmunizarnos de él.

Las mayores innovaciones humanas se han producido cuando alguien, en el seno de una religión, de

una filosofía o de una tradición sapiencial, ha roto la relación económica-retributiva con los dioses, con los ídolos, con los reyes y faraones, y ha proclamado un jubileo “de liberación de los cautivos”.

Una de estas grandes innovaciones antropológicas y teológicas se encuentra en el libro de Job, el libro bíblico que más ha luchado contra la lógica económico-retributiva de la fe. Este libro comienza con una apuesta entre Dios-Elohim y su ángel Satán, relativa exactamente a la gratuidad. El Satán, que, como leemos en el prólogo, había regresado de un viaje por la tierra y había observado la rectitud de Job, le pregunta a Dios: «¿Es que Job teme a Dios de balde? Has bendecido la obra de sus manos (…) Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes; ¡verás si no te maldice a la cara!”» (Job 1,9-11).

Es interesante que el autor del relato elija al Satán como exponente de la visión “económica” de la religión y de la vida; una elección que ya de por sí dice muchas cosas. El Satán reta a Elohim y a Job, reta a Dios y al hombre, para probar si en la tierra hay al menos un hombre que tema-ame a Dios “de balde”, es decir gratuitamente, sin una recompensa, sin una paga.

¿Sabemos ser buenos y justos por el valor intrínseco de la bondad y la justicia o simplemente porque esperamos alguna recompensa? ¿Somos capaces de un amor puro o, por el contrario, nos movemos dentro del registro comercial de dar-recibir? El tema de la gratuidad está profundamente relacionado con el de la libertad: ¿en qué queda la libertad propia y ajena si, en realidad, en el corazón de nuestros actos hay un “señor” que nos obliga a hacer lo que quiere a cambio de un pago? Cada vez que se supera la religión retributiva, el primer liberado es Dios mismo que, por fin, sale de los palacios de los reyes y emperadores y viene a habitar entre nosotros.

No debe sorprendernos que algunas etapas decisivas de la historia humana estén marcadas por debates, cismas y revoluciones directamente relacionadas con la gratuidad. ¿Qué es lo que nos salva verdaderamente? ¿Son los méritos, los incentivos y los beneficios, u otra cosa cuyo valor radica precisamente en que no es mérito, no es incentivo, no es beneficio? ¿Nosotros valemos, tenemos una dignidad infinita, porque lo merecemos, porque somos beneficiosos para alguien o para algo, o por alguna otra razón anterior a todo eso? Aquí se encuentra, en su esencia, la naturaleza de esa dimensión a la que llamamos gratuidad, que las culturas, las religiones y las filosofías han conjugado de muchas maneras, pero en cuyo centro se encuentra la dimensión de no-beneficio, no-mérito y no-incentivo. La resistencia constante que las civilizaciones han opuesto siempre, hasta hace poco, a la lógica del mercado respondía a la intuición, formulada de distintas maneras, de que cuando se desata el registro mercantil en las relaciones humanas, éste tiende inevitablemente a expulsar y a destruir algo tan vago, difícil de definir, sutil y esencial como la gratuidad.

Hoy, el instrumento principal con el que el culto capitalista está eliminando la gratuidad del mundo de los hombres es el incentivo. Gracias a Dios, siempre habrá mucha gratuidad en la naturaleza, en el sol, en el cielo, en la vida de los animales, en la lluvia, en la nieve y en los niños. Todo culto idolátrico tiende a eliminar de nuestros actos la dimensión intrínseca. Mientras hagamos cosas porque creemos en ellas o porque nos gustan, no seremos prisioneros de los ídolos. La ideología del incentivo vacía la acción de su dimensión intrínseca porque, al asignar un precio a cada cosa y a cada acto, acaba expulsando del mundo a la gratuidad. La incompatibilidad entre la gratuidad y la ideología del incentivo no radica en la oposición gratis-de pago (pues hay mucha gratuidad en las relaciones regidas por contratos y reguladas por precios, y hay muchos servicios que se ofrecen gratis sin que tengan gratuidad alguna). El conflicto es más radical y remite exactamente a la tesis del Satán: no es posible que las personas realicen cosas buenas gratuitamente, “sin recibir una paga”.

La fe en el incentivo se está extendiendo sin oposición porque, paradójicamente, se presenta como una expresión de la “libertad de los modernos”. Una de sus últimas conquistas es la llamada economía colaborativa. Hoy, compartir la casa, el automóvil o la comida se presenta como una experiencia innovadora y más humana que las de los mercados tradicionales y las empresas capitalistas. Algunas de estas experiencias realmente lo son. Pero, como siempre, para entender lo que está ocurriendo también en este fascinante y variado mundo de la economía colaborativa, debemos ser capaces de ver sus efectos no intencionados, que son los más importantes.

La esencia de la economía colaborativa consiste en crear nuevos mercados en ámbitos que antes estaban regidos por la gratuidad. Hasta hace pocos años, para ir de vacaciones había que elegir entre ir a un hotel o a casa de un amigo. Si queríamos cenar afuera, la alternativa era ir a casa de amigos y familiares o ir al restaurante. Si queríamos viajar podíamos pedir un aventón o utilizar medios de pago. Eran dos mundos bien distintos y regidos por lógicas bien diferentes: la gratuidad y el beneficio.

Hoy se está desarrollando una tercera vía: para ir de vacaciones, podemos alojarnos en casa de familias desconocidas; para cenar afuera, podemos ir a casa de personas que organizan cenas; para viajar, hay una red que asocia la demanda y la oferta de viajes en coche; y muchas cosas más. Basta pagar un precio. El mercado sigue cumpliendo con su tarea, ofreciendo intercambios mutuamente provechosos que permiten encuentros entre personas que nunca se encontrarían si no fuera por estos nuevos mercados “colaborativos”, que funcionan gracias a la combinación entre socialidad y beneficio. Es un fenómeno que gusta mucho, porque parece que añade una nueva oportunidad sin afectar a todo lo demás (hoteles, amigos, restaurantes, trenes, autostop…). Amplía las posibilidades de elegir y por consiguiente parece que expande la libertad de las personas y de las sociedades.

En realidad, el mercado y sus actores ya se han dado cuenta de que la llegada de estos nuevos “productos low cost” no deja en absoluto indemnes a los mercados anteriores. También aquí se está produciendo una “destrucción creadora” que altera antiguos equilibrios y rentas y podría ocasionar a medio plazo una auténtica revolución. Por eso los protagonistas de los mercados de hoy reaccionan, se preocupan y los más avispados buscan alianzas con estos nuevos sujetos.

Pero en el segundo ámbito afectado por la revolución de la economía colaborativa, el de la gratuidad y la socialidad sine merito, se guarda silencio. Los intereses de los mercaderes son claros y fuertes, están concentrados y sus reacciones son decididas. En cambio, los “intereses” de los no-mercaderes son difusos, poco visibles y sobre todo muy débiles. La gratuidad no cuenta con organizaciones sectoriales, sindicatos ni, mucho menos, políticos de referencia. Nadie se mueve. Y no nos damos cuenta de que también en el otro lado de la economía colaborativa hay una “destrucción creadora” en marcha. Pero como afecta a bienes comunes sin derechos de propiedad, se realiza entre la indiferencia y el aplauso. Incluso a veces es acogida con el mismo entusiasmo con el que el emperador azteca Moctezuma acogió al español Cortés, pensando que había regresado su dios (Quetzalcoatl).

Cuando mi vecino comienza a organizar en su casa cenas de pago, crea un “coste de oportunidad”, invisible pero muy real. Y aunque yo no ponga un home restaurant, la creación de ese precio también actúa sobre mí. Porque cuando quiera calcular cuánto me cuesta invitar a siete amigos a cenar, ya no usaré el coste de mercado de los ingredientes sino el “coste de oportunidad” de la cena de los vecinos, que será mayor. Y a lo mejor un día termino decidiendo que el coste es demasiado alto y renunciando a esa socialidad gratuita o pidiendo un precio que al menos cubra el gasto. Otros seguirán invitando a cenar a sus amigos con un descuento del 50% sobre el precio de una cena similar en el piso de al lado. O prestaremos la casa a un familiar con un descuento del 80% sobre el precio corriente en la economía colaborativa de las viviendas. Nosotros nos sentiremos generosos y ellos pensarán que han recibido un regalo. Y los pobres estarán cada vez más excluidos de las casas, los viajes y las comidas, marginados por una cultura que ya no quiere a nadie ni a nada sine merito.

Estos nuevos mercados pronto estarán regulados y se convertirán en mercados como cualquier otro. Pero para entonces habremos reducido aún más el campo de la gratuidad y tendremos menos amigos.

En el libro de Job, el Satán no ganó la apuesta, porque Job fue capaz de seguir siendo justo “de balde”, gratuitamente. Durante más de dos mil años su victoria ha sido también la nuestra y hemos sido capaces de invitar a cenar “sin recompensa”. Pero si mañana otro ángel realiza un nuevo viaje en busca de alguien capaz de gratuidad ¿encontrará un nuevo Job sobre nuestra tierra del mérito, el beneficio y el incentivo?

Publicado en Avvenire el 12/03/2017

 

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