A 100 años del armisticio que culminó con la Gran Guerra pero que fue el comienzo de otro capítulo negro en la historia de la humanidad.
Hace un siglo, una guerra en la cual sus escenarios bélicos se habían multiplicado en diversos puntos del planeta pero cuyo epicentro había sido Europa, llegaba a su fin. La devastación y muerte, a escala planetaria, fueron tremendas. Iniciada en 1914, en Sarajevo, con el atentado que le costó la vida al Archiduque Francisco Fernando, heredero del imperio Austro-Húngaro, la Gran Guerra o Primera Guerra Mundial se llevó esa vida y la de millones más a lo largo de cuatro años. Es por ello que el armisticio que puso fin a las hostilidades fue recibido con júbilo y alivio.
El mapa político y geográfico del mundo cambió sustancialmente como resultado de la contienda. Ya en medio de la guerra, la Revolución Bolchevique de 1917 había destronado la monarquía en Rusia dando inicio a la Unión Soviética. Y para el año siguiente, los antiguos imperios de Austria-Hungría y Otomano (Turco), perdedores en la contienda bélica junto con Alemania, se desmembraron. Así, toda la Europa oriental y el Medio Oriente se reconfiguraron en una serie de repúblicas y territorios. En otras partes del mundo, las colonias que Alemania había conquistado pasaron a manos de Francia e Inglaterra, los principales vencedores.
La misma idea de “progreso”, tan promovida por las potencias europeas desde mucho antes de la guerra, entró en crisis. Si por progreso se entendía la gran revolución industrial protagonizada por esos países, pues eso mismo había posibilitado la puesta a punto de una maquinaria bélica que, como nunca antes en la historia de la humanidad, trajo destrucción por doquier. La capacidad de matar se potenció y las nuevas tecnologías fueron puestas al servicio de los ejércitos, las marinas y también de la aviación militar, otra de las innovaciones introducidas entre 1914 y 1918.
Junto con las críticas al “progreso” arreciaron aquellas contra las democracias liberales. Además de los intentos de constituir regímenes como el surgido en Rusia, Europa y el mundo serían testigos de otros experimentos políticos concebidos como formas alternativas de representación popular entre los que se destacaron el Fascismo italiano y el Nacional-Socialismo alemán.
Trincheras que dividen
Entre los tristemente célebres recuerdos de la Primera Guerra Mundial aparecen siempre las confrontaciones en las trincheras entre Alemania y Francia. Con avances y retrocesos, ubicadas mayormente en territorio francés, las trincheras persistieron durante casi toda la contienda. Además de alemanes y franceses, allí pelearon, entre otros, ingleses y norteamericanos, estos últimos incorporados desde 1917 al bando que resultaría ganador. El desgaste de los ejércitos en esos agujeros, junto con la gran cantidad de pérdidas de vidas humanas a raíz de ellos, llevó a los vencedores a identificarlos como símbolo del avasallamiento que Alemania había querido imponer al mundo. Es por eso que ésta “debía pagar” por lo que había hecho.
Luego del armisticio del 7 de noviembre de 1918, fecha que marca el centenario que estamos recordando, se abrieron negociaciones que culminaron en la firma del Tratado de Versailles el 28 de junio de 1919. En ese Palacio de los antiguos reyes de Francia, en las afueras de París, los vencedores impusieron duras condiciones a los derrotados, y muy especialmente a Alemania. Particularmente controversial fue el artículo 231 del tratado, cuyo contenido no dejaba lugar a dudas: “Los gobiernos aliados y asociados declaran, y Alemania reconoce, la responsabilidad de Alemania y sus aliados por haber causado todos los daños y pérdidas a los cuales los gobiernos aliados y asociados se han visto sometidos como consecuencia de la guerra impuesta a ellos por la agresión de Alemania y sus aliados”. A partir de ello, Alemania se vio obligada a pagar cuantiosas reparaciones de guerra, las cuales, curiosamente, recién terminó de saldar en el año 2010.
No hace falta ser historiador para darse cuenta de que una guerra de esta magnitud no pudo haberse iniciado solo por culpa de Alemania. Lo cierto es que esta imposición del vencedor al vencido fue vista como el final de una tormenta que atrajo nuevas tempestades. Solo para dar un ejemplo, la divulgación de los términos del Tratado de Versailles en Baviera, la región sur de Alemania, causó una gran indignación y deseos de revancha a un joven soldado combatiente en esa guerra, cuya vocación inicial había sido el arte. Este joven comenzaría una ascendente carrera política que, entre sus objetivos finales, tenía el de vengar a su derrotado país. Su nombre: Adolf Hitler.
Enseñanzas de la historia
La guerra siempre es un terrible acto que no puede, a la corta o a la larga, traer satisfacción o reparación plena a ningún bando. “La guerra es un homicidio en grande” como nos recuerda el clásico libro de Igino Giordani, publicado en 1953 bajo el título La inutilidad de la guerra. Es por eso que la paz impuesta por el Tratado de Versailles no fue más que la continuación de la guerra por otros medios. Pasaron nada más que veinte años para que, en 1939, estallase la Segunda Guerra Mundial.
Más allá de las complejas causales que llevaron del final de un conflicto al inicio de otro en tan poco tiempo, la “paz” con la que terminó el primero no hizo otra cosa que anticipar lo que volvería a suceder. Es por eso que, tan importante como prevenir un conflicto también lo es cómo terminarlo. Si para algo nos puede servir la idea de fraternidad en este terreno, como enseñanza de la historia, es a reconocer nuestras propias culpas y no solo las ajenas, como punto de partida de una genuina reconciliación y sanación de las heridas que, de uno u otro modo, nos causamos entre los seres humanos.
Nota: Artículo publicado en la edición Nº 603 de la revista Ciudad Nueva.