El concepto de libertad invita a una reflexión profunda sobre lo que significa la capacidad de elegir en una sociedad on demand.
Cuando hablamos de libertad nos saltan a la mente un abanico de experiencias y de conceptos relativos a este tema. Podemos, y de hecho lo hacemos, hablar de libertad política, libertad de pensamiento, libertad de prensa, libertad en una relación con otra persona, libertad de voto, etc. Podríamos pensar diferentes ejemplos que muestran situaciones en las cuales la libertad de algunos se reduce para que la libertad de otros de satisfacer sus derechos no se vea perjudicada. Es el caso, por ejemplo, de la cárcel: para que el pacto social no se vea afectado por quienes han eludido las normas que lo rigen, se delega al Estado la autoridad y el poder de coacción, a saber, de ejercer el uso de la fuerza privando de libertad a los sujetos transgresores del contrato social.
Los más jóvenes, probablemente, asociarán la libertad a la posibilidad de elegir. En nuestras sociedades, sobre las cuales incumbe cada vez más el espectro del capitalismo posmoderno con su lógica líquida, todo parece una cuestión de elecciones y de libertad. Esta última se la concibe como la posibilidad de elegir algo, no importa qué: desde el producto bien almacenado en la góndola luminosa del supermercado, hasta el trabajo, la familia, la identidad. Vivimos en una sociedad que se está volviendo paulatinamente on demand. Como en YouTube y en Netflix podemos decidir con un clic del mouse o del control remoto qué queremos ver, eligiendo así entre una infinidad de posibilidades, así estamos interpretando la vida social. En su best seller Modernidad líquida, Z. Bauman afirma que en nuestro tiempo suele pasar que la frustración frente a una decisión viene del exceso de posibilidades, no de su escasez. El mundo occidentalizado en el cual vivimos se asemeja, en muchos casos, a la góndola del supermercado: puedo elegir el producto que quiero entre una amplia gama de marcas sin que nadie juzgue mi elección. ¿O acaso a la hora de pagar la cajera me criticará por la marca de yerba mate que decidí comprar? Ciertamente no lo hará. El problema es entonces cómo poder emplear mis medios (económicos) de la manera más provechosa para mí. La pregunta por la libertad se parece, entonces, a la pregunta por la utilidad y la satisfacción: ¿Me sirve para satisfacer mi necesidad? Es frecuente que algunos interpreten así sus relaciones con los demás, la elección de una carrera universitaria, del trabajo, la participación a un grupo confesional, etc., pensando que ésta es la clave para ser finalmente personas libres. Es la lógica del consumo: creo ser libre porque puedo consumir lo que me parece, se trate de productos, de redes sociales, de series, de relaciones humanas, de religión.
¿Estamos tan seguros de que la libertad sea la posibilidad de elegir? ¿Estamos convencidos de que ser libres significa poder elegir todo lo que queremos? Si observamos bien, quien elige es siempre una persona, la cual no decidió dónde nacer, ni escogió a sus padres, el idioma en el cual pensar y expresarse, la época histórica en la cual vivir (tengo un amigo de unos 25 años, al cual le hubiera gustado haber nacido en la década de los setenta). Menos aún elegimos nuestro cuerpo. Si bien podemos decidir cambiar partes de él, siempre partimos de una situación que nos ha sido dada. La libertad no es nunca absoluta, siempre se da dentro de los límites biológicos, psicológicos, espirituales, culturales, sociales, históricos en los cuales vivimos. Conocer estas coordenadas es la clave para acceder a la experiencia de la libertad, ya que los límites, lejos de quitar libertad, son como la acequia que encauza el caudal de nuestras decisiones y acciones.
En este sentido, entonces, podemos preguntarnos si la posibilidad de elegir, dentro de los confines en los cuales se encuentran nuestras existencias, coincide con la libertad. Una historia filosófica podrá ayudarnos. Se trata de una especie de bullying ad litteram. El pensador francés Jean Buridan estaba convencido de que son las cosas buenas las que determinan nuestra voluntad de quererlas. Frente a tal postura algunos le contestaron con la historia de aquel burro que, frente a dos montones de heno puestos a la misma distancia y de la misma cantidad y calidad, no sabiendo cuál elegir, se muere de hambre. La anécdota nos ayuda a entender que nos movemos en el mundo de las infinitas posibilidades, en el cual el concepto de bien se desliza pasando de un significado moral a uno comercial y, por ende, que “todo da (moralmente) lo mismo” o así parece. La anécdota del burro es reveladora, entonces, del hecho de que la posibilidad de elegir es la posibilidad de la libertad, pero sin lugar a dudas, no es todavía libertad que se realiza. Es libertad posible, pero no actual.
Conocer nuestra historia, nuestras raíces culturales y familiares, hacer un viaje interior descubriendo el camino de la vida, aceptar nuestros límites y diferencias con los demás e integrar todo esto aceptándolo como don (aunque a menudo es doloroso), no significa perder la posibilidad de ser libres, sino empezar a serlos. Tomar decisiones, diciendo un “sí” y, por consiguiente, muchos “no”, no es negar la libertad, sino empezar a realizarla. En el fondo, una persona realizada, plenamente integrada en sí misma y en armonía con su entorno, es una persona que ha sabido optar por algo, persiguiendo un proyecto, un ideal, un sueño .
Artículo publicado en la edición Nº 611 de la Revista Ciudad Nueva.