Más grandes que la culpa/19 – Las palabras verdaderas de los descartados salvan también a Dios.
«Por gracia de Dios y no por sus méritos, Noé encontró en el arca un refugio para la furia impetuosa de las aguas. Aunque era mejor que sus contemporáneos, no por eso merecía que por él se hicieran milagros»
Louis Ginzberg Las leyendas de los judíos
La religión inventó al homo oeconomicus mucho antes de que lo reinventara la economía. El primer socio comercial de los hombres fue Dios, porque la economía en los mercados fue una extensión de la economía en la esfera religiosa. Las primeras monedas que conoció la humanidad fueron cabras, carneros, corderos y a veces incluso niños y vírgenes, con las que los hombres pagaban a sus dioses, generalmente para hacerles contraer una deuda, o bien para reducir la deuda originaria que sentían aplastaba a las comunidades.
Algunos libros de la Biblia (profetas, Job, Qohélet y muchos textos de los Evangelios y de Pablo), reaccionaron fuertemente ante esta visión económica de la fe, los sacrificios y el culto, e hicieron todo lo posible por mantener a Dios fuera de este comercio, para salvarlo de nuestra constante tentación de manipularlo. Pero en la Biblia, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y posteriormente en la teología y en la praxis cristiana, quedan restos, a veces muy visibles, de esta idea mercantil de la religión. La muerte de Cristo llegó a ser interpretada como el “pago” de un precio al Padre, y el sufrimiento propio y ajeno es visto como una “moneda” que hay que pagar a un Dios acreedor.
Uno de los lugares donde la religión económica ha producido daños más cuantiosos y graves es en la valoración social, espiritual y ética de los pobres. A los mendigos se les consideraba pobres, pero también a los leprosos, ciegos, mudos y cojos. Todos ellos eran escorias de las comunidades. Para defender la idea de un Dios justo, las antiguas religiones económicas condenaban a los pobres, que se convertían así en descartados por la vida y por Dios. El “ciego y el cojo” eran portadores de culpas y pecados, y de ese modo Dios podía seguir siendo perfecto en su justicia, porque cada uno recibía de la vida exactamente lo que se merecía (por sí mismo o por sus padres). La riqueza era doblemente bendita y la pobreza doblemente maldita. Hasta antes de ayer, muchos padres segregaban en casa o en instituciones a los hijos portadores de graves discapacidades, porque sentían con demasiada fuerza sobre su familia la maldición religiosa y social por tener unos hijos distintos. Han tenido que pasar milenios para que las civilizaciones humanas (aún no todas) reconozcan por fin que la discapacidad no es una maldición, y que la indigencia material y psicofísica no es un estigma, sino una pregunta de cuya respuesta depende la calidad cívica y moral de una sociedad y su más importante justicia. Esta es una de las mayores conquistas de la humanidad, pero es siempre frágil. La antigua idea de la pobreza como maldición cambia de forma (paro, ineficiencia, inmigración…), se disfraza y mimetiza (meritocracia), pero su capacidad para convencernos de que la pobreza de los demás no tiene ninguna relación con nuestra riqueza “merecida” sigue siendo muy fuerte. Culpabilizar a las víctimas es la estrategia más antigua y simple para negar cualquier responsabilidad propia.
«Fueron, pues, a Hebrón todos los concejales de Israel para visitar al rey. El rey David hizo un pacto con ellos, en Hebrón, ante el Señor y ellos ungieron a David rey de Israel» (2 Samuel 5,3). Después de la consagración de Samuel y de siete años y medio de reinado en Judá, David estipula un pacto con todas las tribus y se convierte en rey de Israel. Había sido elegido y ungido de muchacho, pero hasta este momento no se convierte en verdadero rey, gracias a un pacto. La vocación nace de un encuentro muy personal con una voz que llama pronunciando un nombre, en un espacio de diálogo interior del corazón donde al principio no puede ni debe entrar nadie. Así es como comienzan y se desarrollan las vocaciones en los primeros tiempos. Pero solo florecen plenamente si un día ese diálogo entre dos genera un pacto, una experiencia de reciprocidad, un compromiso público con otros hombres y mujeres; si ese primer diálogo íntimo se convierte en discurso social, en proyecto común, en acción social, y esa primera voz nos dice que construyamos con otros un arca para salvar a alguien. Las vocaciones deben convertirse en pactos. Muchas llamadas auténticas se bloquean y malogran porque ese “primer diálogo” dura demasiado y no llegan a convertirse en pacto, en alianza, en compromiso comunitario. Es fácil que eso ocurra, puesto que el pacto debe nacer necesariamente sobre la muerte del primer diálogo íntimo, y el temor a la muerte dificulta que el diálogo resurja en pacto. Los pactos son encuentros de promesas sobre un futuro común libre, no blindado por el presente. En esta tierra nuestra, rebosante de contratos que devoran los pactos y las alianzas, los pactos son cada vez más raros. Los contratos se presentan engañosamente como “mercancías” parecidas a los pactos, pero con un precio mucho más bajo. Se trata de un dumping relacional.
Junto al nuevo reino, en la historia de David y de Israel aparece otro nombre maravilloso, que por sí solo sugiere muchas cosas, hermosas y tremendas, ayer y hoy: Jerusalén, desde ahora la ciudad de David: «El rey y sus hombres marcharon sobre Jerusalén, contra los jebuseos que habitaban el país. Los jebuseos dijeron a David: “No entrarás aquí. Te rechazarán los ciegos y los cojos” (…) David conquistó el alcázar de Sión, o sea, la Ciudad de David. David había dicho aquel día: “Quien quiera matar a un jebuseo que se cuele por el túnel y ataque a esos cojos y ciegos que David detesta”. Por eso dice: “Ni cojo ni ciego entrarán en la Casa”» (5,6-9). Este texto es demasiado breve para explicar y esclarecer la naturaleza del odio entre David y “los ciegos y cojos”, ya sea que lo interpretemos como un gesto de soberbia de los jebuseos, que (quizá) pusieron discapacitados en la defensa de la ciudad, ya sea que lo interpretemos como un acto político de David, que (quizá) eliminó de su ejército a los ciegos y a los cojos. En todo caso, el fuerte mensaje de fondo es claro: los “ciegos y cojos” son los descartados, los rechazados, los excluidos “de la casa” y del templo, los no amados: «El Señor habló a Moisés: “Ninguno de tus futuros descendientes que tenga un defecto corporal podrá ofrecer la comida de su Dios: sea ciego, cojo, con miembros atrofiados o hipertrofiados, con una pierna o un brazo fracturados, cheposo, canijo, con cataratas, con sarna o tiña, con testículos lesionado. (…) Nadie con alguno de estos defectos puede ofrecer la comida de su Dios» (Levítico 21,16-21). Estas palabras duras y tremendas las encontramos en la Biblia junto a las de Isaías, que profetiza: «Respecto a los eunucos (…) yo he de darles en mi Casa y en mis muros monumento y nombre mejor que hijos e hijas» (Isaías 56, 4-5), y junto a las bienaventuranzas de Jesús que cura a los ciegos y a los paralíticos. La Biblia nos da razones para condenar a los pobres o para llamarlos bienaventurados. Y espera.
Una de las primeras empresas del rey David consiste en transportar el Arca de la Alianza a Jerusalén: «Pusieron el arca de Dios en un carro nuevo y la sacaron de casa de Abinadab, en Guibeá. Uzá y Ajió, hijos de Abinadab, guiaban el carro con el arca de Dios» (6,3). Durante el transporte, Uzá toca el arca y muere al instante (6,7). Es otro episodio que expresa el tremendum de lo sagrado. La procesión, entre cantos y danzas, llega finalmente a Jerusalén. Y aquí encontramos un episodio, narrativamente muy bello y misterioso.
David, en el entusiasmo de la entrada con el arca, tal vez por su índole poética y artística, entra en una especia de éxtasis místico en la danza y en la música, hasta casi desnudarse delante de su pueblo. Mical, su mujer, vio la escena desde la ventana y «lo despreció en su interior» (6,16). Después, en la intimidad de la casa, habla con su marido: «¡Cómo se ha lucido el rey de Israel, desnudándose a la vista de las criadas de sus ministros, como lo haría un bufón cualquiera!» (6,20). David no acepta el reproche conyugal y le responde reprochándole a su vez: «Lo hice ante el Señor, que me prefirió a tu padre y a toda tu familia (…) Y todavía me rebajaré más, aunque a ti te parezca despreciable» (6,21-22). La interpretación oficial de este episodio y el redactor final del texto están claramente de parte de David, y leen su comportamiento como una expresión de humildad y devoción verdadera por YHWH.
Pero también podemos leer este pasaje de otra forma y realizar nuestra propia elección narrativa y ética. La vida de las familias corrientes, así como la de los famosos y poderosos, está poblada de diálogos parecidos a este entre David y Mical. Muchas mujeres “observan desde la ventana” los comportamientos decorosos e indecorosos de sus maridos. Estas mujeres muchas veces callan en público pero después saben hablar dentro de casa con una autoridad distinta y esencial. Ciertas verdades solo se dicen y se oyen dentro de casa, cuando la familia y aquellos que nos ven de otro modo y nos quieren, nos dicen cosas que nunca nos dirían nuestros “súbditos”, empleados, electores o fans. Son verdades fundamentales para poder vivir bien. El decoro de las mujeres no es el de los varones; sus ojos ven otras cosas. Si se escuchan, sus verdades contienen la salvación de los maridos. Mical solo había visto algo que, desde su punto de observación, no era bueno ni religioso ni devoto. Pero ni el marido ni el redactor del libro de Samuel, que recoge esta antigua tradición, la entienden, y la condenan sin piedad: «Mical, hija de Saúl, no tuvo hijos en toda su vida» (6,23). Mical termina de esta manera en la gran comunidad de los descartados por Dios y por los hombres, reuniéndose con su padre Saúl y con sus hermanos.
Nosotros podemos dejarla ahí, como han hecho la mayor parte de los comentaristas de este pasaje, abandonada en las periferias existenciales de la Biblia en compañía de los ciegos y los cojos de David. Pero podemos decidir rescatarla, y con ella rescatar a muchas mujeres condenadas y descartadas por la historia y por la vida solo por haber dicho a los maridos y a los poderosos palabras distintas, no aduladoras y más verdaderas, que se han convertido en su condena y muchas veces, en su martirio.
La Biblia y el Evangelio no son suficientes para rescatar a las víctimas y a los pobres. Nos lo enseña la historia. Es esencial nuestra libertad. En las historias de la Biblia demasiadas veces faltamos nosotros, sus lectores. Para llegar hasta la habitación de Mical y decirle: “te entiendo”, debemos querer y elegir hacerlo. Si no es así, no pasamos del umbral de la habitación y de la Biblia. La lectura bíblica es fecunda si se convierte en un ejercicio espiritual y moral para ver y levantar a los humildes y a los humillados, y por tanto para salvar a Dios, a quien demasiadas veces se le coloca de parte de los fuertes y de los vencedores.
Publicado en Avvenire el 27/05/2018