Más grandes que la culpa/24 – El amor verdadero no usa la violencia y permanece al lado.
«En verdad el hombre es un río turbio. Es preciso ser un mar para recibir un río turbio y no contaminarse»
Friedrich Nietzsche Así habló Zaratustra
A los hijos no les dejamos solo nuestro patrimonio genético y económico. También heredan nuestras virtudes y nuestros pecados. Se lo transmitimos a través de sus ojos, con los que primero nos miran y luego nos imitan. La probabilidad de que un hijo de fumadores se convierta en fumador es el doble que la de los no fumadores. Nuestro estilo de vida relacional, nuestras virtudes y vicios, nuestra generosidad y avaricia conforman el ADN cultural y moral que pasamos a nuestros hijos, casi siempre sin beneficio de inventario. Aunque lleguen a ser mejores que nuestros pecados (y, gracias a Dios, a veces lo consiguen), nuestra herencia ética siempre les condiciona mucho. Cada vez que decidimos ceder a las tentaciones que nos esperan puntualmente en las encrucijadas de la vida, vamos acumulando la primera dote que les dejamos a los hijos y al mundo de mañana.
Turbados todavía por la violencia de David con Betsabé y Urías y seducidos por la fuerza y la belleza de las palabras de Natán, pasamos la página y nos encontramos con otro episodio parecido. Es una escena tremenda y admirable, cuyos protagonistas principales son Amnón, el primogénito de David, y Tamar, una hija de David nacida de otra esposa (Ajinoán). Si no fuera una palabra desprestigiada, diríamos que Tamar es la hermanastra de Amnón: «Amnón, hijo de David, se enamoró de su hermana Tamar tan apasionadamente que se puso enfermo por ella» (2 Samuel 13,1-2). Amnón se enamora hasta tal punto que enferma de amor. También él, como su padre, se siente atraído por una mujer «muy bella» y prohibida. Pero Amnón conoce muy bien a Tamar, cultiva la tentación por una hermana más pequeña, que tiene un nombre y una historia.
Desea a Tamar con fuerza pero sabe que es inalcanzable, porque es virgen y por tanto mantenida a distancia de los varones de la casa, en una habitación separada: «Su hermana Tamar era virgen y a Amnón le parecía imposible intentar nada con ella» (13,2). A diferencia de lo que ocurría con Betsabé, que estaba casada, la de Amnón es una imposibilidad práctica más que jurídica. La solución la encuentra su primo Jonadab, «un hombre muy hábil, que le dijo: “¿Qué te pasa, príncipe, que cada día tienes peor cara? ¿Por qué no me lo cuentas?” Amnón respondió: “Tamar, la hermana de mi hermano Absalón; estoy enamorado de ella”. Entonces Jonadab le propuso: “Acuéstate como que estás enfermo, y cuando tu padre vaya a verte, le pides que vaya tu hermana Tamar a darte de comer: que te prepare algo allí delante, para que tú lo veas, y te lo sirva ella misma”» (13,4-5).
El texto no alude explícitamente a la prohibición o al tabú del incesto (en aquel tiempo aún no estaba condenado en Israel, como muestra el matrimonio entre Abraham y Sara, en Génesis 20,12). El delito de Amnón es el de un hombre con respecto a una mujer, que va más allá del pecado (ya de por sí muy grave) del incesto. Su gesto no sería menos grave si Tamar fuera sencillamente una joven sin vínculos de sangre. Amnón se comporta de forma perversa no solo como hermano, sino como hombre y como varón, si bien el hecho de que Tamar sea hermana de Absalón será un elemento decisivo por las consecuencias políticas de esta acción.
David secunda el deseo del hijo de recibir la comida de manos de Tamar y manda decirle: «Vete a casa de tu hermano Amnón y prepárale algo de comer» (13,7). Tamar acepta llevarle unos buñuelos (su comida favorita, de corazón). Se fía de él, sin saber que la vianda deseada es ella. En su camino confiado vuelven a la vida muchas hermanas y muchas chicas que, ingenuamente y con pureza, entran en las habitaciones de los varones y a veces no salen. Tamar va donde su hermano enfermo: «Tomó harina, la amasó, la preparó y frió los buñuelos delante de Amnón. Luego los sacó de la sartén delante de él» (13,8-9). Hasta aquí vemos una escena familiar, que se repite con frecuencia en nuestras casas. Pero la narración da un giro: «Amnón no quiso comer y ordenó: “¡Salid todos!”. Cuando salieron todos, Amnón dijo a Tamar: “Trae la comida a la alcoba y dame tú misma de comer”. Tamar tomó los buñuelos y se los llevó a su hermano a la alcoba» (13,9-10). Amnón usa su estatus de príncipe, enfermo además, para crear el contexto idóneo para lograr su objetivo. Al quedarse solo en la alcoba con Tamar, «Amnón la sujetó y le dijo: “Ven, hermana mía, acuéstate conmigo” » (13,9-11).
La emboscada se consuma: «Ella replicó: “No, hermano mío; no me fuerces, que eso no se hace en Israel, no hagas esta villanía”» (13,12). Eso no se hace en Israel; estas cosas no deben hacerse en ningún lugar de la tierra.
Amnón, el primer hijo de David, hace su entrada en la Biblia inmediatamente después del adulterio de su padre y con el mismo delito. David usó la fuerza para tomar a Betsabé y su hijo recurre a la confianza entre hermanos para obtener el mismo resultado. Con ello nos dice que la intimidad entre personas cercanas, que es una de las cosas más bellas de la tierra, crea un espacio que puede llenarse de ternura y respeto, pero también de violencia y abuso. No es la cercanía la que nos hace próximos, como nos recuerda el buen samaritano, ni basta abrir la puerta para ser hospitalarios. En las esferas más íntimas también existen tentaciones inscritas en las relaciones de fuerza, y la sabiduría de las familias y las comunidades consiste en saber ver estas tentaciones posibles y proteger a la parte más débil. Una sabiduría que está ausente de la casa de David y también de muchas de nuestras casas.
La muchacha se encuentra atrapada y recurre primero a la compasión («hermano mío») y después a la razón: «¿Dónde iré yo con mi deshonra? Tú quedarás como un villano en Israel. Por favor, díselo al rey, que no se opondrá a que yo sea tuya» (13,13). Le recuerda incluso su condición de príncipe y la posibilidad de tenerla legítimamente de su padre («no se opondrá a que yo sea tuya»: otro elemento que expresa que el incesto no es central en esta historia). Pero Amnón no escucha ni al corazón ni a la cabeza, porque no le interesa tener una relación con una persona en la forma y en el tiempo de la vida de verdad. Quiere comer su comida distinta, de la que está hambriento, y quiere devorarla inmediatamente, así que perpetra su delito: «La forzó violentamente y se acostó con ella» (13,14). La Biblia erige otra estela para que nosotros podamos recordar; otra víctima, otra mujer usada como objeto para satisfacer las malas pasiones de varones poderosos; otro huésped devorado por otro Polifemo, en otra caverna.
Con una finura psicológica sorprendente, el texto sufre una fuerte torsión narrativa: «Después sintió un terrible aborrecimiento hacia ella, un aborrecimiento mayor que el amor que le había tenido, y le dijo: “¡Levántate, vete!”» (13,15-16). La reacción de Amnón desvela sus verdaderos sentimientos. No está enamorado de Tamar, simplemente se siente atraído sensualmente por su cuerpo. Todo es eros y nada más que eros, sin philia y sobre todo sin agape. Y cuando el eros no va acompañado de sus dos hermanas, se convierte en egoísmo perfecto. Como una fiera, come la carne de la presa hasta que se sacia, y después se aleja de los despojos. Amnón se comporta como quien, después de una relación sexual mercenaria, escapa con la camisa desabrochada de la habitación de un hotel o echa a toda prisa a la mujer medio desnuda del automóvil oscuro. Porque no es el eros, sino la intimidad de la amistad y la ternura, las que retienen al varón al lado de la mujer después de consumar el acto sexual. Nos diferenciamos de los chimpancés y de los leones porque aprendimos a quedarnos al lado de las mujeres después de haber satisfecho nuestros apetitos, y aprendimos a criar con ellas a nuestros hijos. Si no sabemos quedarnos a su lado después del eros, tampoco sabremos quedarnos al lado de una cuna en las noches de vigilia, ni en las últimas e infinitas noches del final. Solo un amor más grande que el eros nos enseña a permanecer.
Amnón echa a Tamar porque no le gusta ni como mujer ni como hermana ni como persona: «Tamar le suplicó: “¡No, hermano; despacharme ahora sería una maldad más grave que la que acabas de hacer conmigo!”» (13,16). Es una frase tremenda y bella, que nos abre de par en par el corazón de muchas mujeres violadas y expulsadas que, a diferencia de Tamar, no tienen aliento suficiente para hablar y permanecen en un llanto mudo. La Biblia nos sigue dando palabras cuando las nuestras se ahogan por el dolor. En la Biblia y en la vida el segundo dolor del rechazo se suma al primer dolor de la violencia y lo multiplica. Pero ¡cuán grande es el corazón de las mujeres!
«Pero él no le hizo caso; llamó a un sirviente y ordenó: “¡Echadme a esa a la calle! ¡Y cerradle la puerta!”» (13,17). Esa: los verdugos no llaman nunca a las víctimas por su nombre. Pronunciarlo podría crear una herida en el alma por donde podría asomar un soplo de humanidad. Las llaman “inmigrantes económicos”, no Mustafá, Joe o María, porque tal vez después podrían salvarlos.
La Biblia no solo llama a Tamar por su nombre, como hizo con Agar, Dina o Ana. Ve también cómo va vestida: «Ella llevaba una túnica con mangas» (13,18). Es una túnica de color, el vestido de las jóvenes princesas. Una túnica de mangas largas, como la que llevaba José cuando fue vendido como mercancía por otros hermanos. José salió de su pozo, dejó la habitación donde sufrió violencia y se convirtió primero en salvación de sus anfitriones egipcios y después también de sus hermanos. A Tamar en cambio no la salva nadie. Después de esta violencia sale de la Biblia para no volver: «Tamar se echó polvo a la cabeza, se rasgó la túnica y se fue gritando por el camino, con las manos en la cabeza » (13,19). Tamar rasga su túnica de mangas largas. Se echa ceniza en la cabeza y comienza un luto que no acabará. Se convierte en viuda sin haber llegado a ser esposa. Desde ese día, Tamar no ha dejado de gritar. Nosotros podemos no escuchar su grito y olvidarlo. Pero también podemos decidir recogerlo y no dejar de oírlo, para poder reconocerlo en el de las muchas hermanas de Tamar, princesas hermosas como ella, con la ropa rasgada como ella, que como ella siguen gritando en nuestras calles.
Publicado en Avvenire el 01/07/2018