Extracto de la lección de la fundadora del Movimiento de los Focolares, Chiara Lubich, desarrollada el 26 de febrero de 1999 en la Universidad de Malta, con ocasión de la concesión del doctorado honoris causa en Letras (psicología).
Nuestro Movimiento puede considerarse desde un enfoque psicológico además de teológico, filosófico y educativo.
Para referirnos al aspecto psicológico es necesario repasar los puntos principales de nuestra espiritualidad.
El primer punto, Dios Amor
En psicología se sabe con certeza que la necesidad fundamental de la persona es que se reconozca su propia identidad, única e irrepetible, y que no se la considere un número o un objeto.
Normalmente esta seguridad la dan los padres, la familia, las propias capacidades, la educación recibida, por lo cual se siente ella misma, distinta de los demás. Pero todas estas cosas pueden relativizarse (los demás no la reconocen, no la comprenden, no la aprecian, por lo que cae en un sentimiento de poca autoestima y de depresión…).
Pues bien, el descubrimiento y la certeza de que Dios la ama (que no ha sido abandonada a la casualidad o a un destino ciego) es la base para que tenga esa seguridad psicológica que da sentido a su vida y una misión en el mundo. Solo la certeza de que Dios es amor también para ella le da fuerzas para seguir saliendo de sí misma, para vivir, amar y crear comunión social.
Otro punto: hacer la voluntad de Dios
Se sabe que el desarrollo psíquico de la persona (del yo) comienza por un estadio inicial de “narcisismo” (estar replegados únicamente sobre sí mismos, en las propias necesidades y placeres) para luego ampliar progresivamente el campo de las relaciones (a los miembros de la familia, luego a la escuela y a la sociedad); y se dice que tendría que llegar a reconocer a un Tú trascendente después de haber superado el último obstáculo que impide la plena maduración: el propio yo (Igor Caruso).
En otras palabras: el liberarse el yo de todos los condicionantes internos y externos y, por último, reconocer la relatividad del propio yo (dejar de defenderlo, oponiéndolo a Dios y a los demás) quiere decir aceptarse sin máscaras para armonizar la voluntad propia con una Voluntad trascendente.
En eso consiste también la perfección humana, porque si la voluntad de Dios es amar al prójimo, “hacerse uno” con el prójimo, ello quiere decir renunciar a defender el yo para trascenderse en el otro y, en definitiva, en el Otro con mayúsculas (“… lo hicieron conmigo”).
Se ha dicho que “las personas que llegan a realizarse tienen relaciones interpersonales más profundas que todos los demás. Son capaces de mayor compenetración, de mayor amor, de una identificación más perfecta, de una mayor reducción de las barreras del ego que lo que consideran posible los demás”.
Luego, otros puntos, el amor y el amor recíproco
Pues bien, que Dios sea Amor y que su voluntad coincida con el amor, es decir, con el amar al prójimo, lo confirma no solo la enseñanza de Jesús, sino también la experiencia psicológica de las relaciones interpersonales: la única relación con el otro que no es de violencia o condicionante, sino que reconoce y respeta su “persona” como ser trascendente, es “amarlo como a sí mismo”, ya que mi amor no solo lo confirma en su ser distinto de mí, igual a mí, trascendente como yo, sino que también a mí me “hace ser”.
Solo el amor tiene en cuenta la diversidad (o distinción) salvando la igualdad y haciendo posible de este modo la unidad.
La novedad de la cultura que trajo Jesús radica en la revolución de las relaciones interindividuales.
Si antes las relaciones recíprocas eran reguladas por los lazos de sangre, la afinidad de clase, por intereses particulares o finalidades únicamente extrínsecas, con Jesús todas esas motivaciones pierden valor, porque cada uno toma conciencia de que tiene un valor trascendente, hasta el punto de representar para los otros a Dios mismo: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo” (Mt 25, 40).
La relevancia psicológica de esta dinámica es evidente: tomando como ejemplo la medida máxima de esta relación, yo soy persona al máximo cuando libre y conscientemente afirmo al otro, incluso a costa de mi vida. Es una dinámica que Jesús expresa con las palabras: “No hay amor más grande que dar la vida” por los demás (Jn 15, 13). En otros términos: nadie es tan yo, tan persona, como aquel que, para salvar la trascendencia del otro, se trasciende a sí mismo negándose (ejemplos de Jesús, del padre Kolbe, de la Madre Teresa…). Este es el más auténtico “humanismo” que se puede concebir y alcanzar.
Jesús crucificado y abandonado
La ley psicológica de la maduración personal se define también por la ley espiritual enunciada por Jesús: “El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna” (Jn 12, 25).
De hecho, en el proceso de maduración no se alcanza un nuevo estadio sin el desapego y la renuncia al estadio adquirido precedentemente: el destete es para el niño un paso que supone sufrimiento, pero necesario para crecer; aceptar al hermanito implica un paso doloroso de una posición de centralidad −egoísta− a un estadio de socialización, es decir, admitir la propia relatividad para integrarse con los otros y trascenderse en el “nosotros”.
Se sabe que las enfermedades psíquicas nacen de rechazar el sufrimiento de ese paso para quedarse cómodamente en la situación ya conocida en que uno se encuentra, por miedo a lo “nuevo” o a los “otros”, en los que no vemos más que enemigos que pueden limitarnos y hasta despersonalizarnos.
Cuando se rechaza la comunión para preservar el propio yo (miedo a ser utilizados, explotados, cosificados, absorbidos, engullidos por los demás, como dicen los psicólogos), entonces, psicológicamente (y también espiritualmente) estamos ya muertos.
Según Jung, el que ha alcanzado el más alto nivel de personalización al que puede llegar el ser humano es Jesús cuando grita en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?!” (Mt 27, 46; Mc 15, 34), porque precisamente en el momento en el que Dios hace la experiencia del hombre mortal, su naturaleza humana alcanza la divina…
Otros puntos fundamentales de la espiritualidad de la unidad son: vivir la Palabra e imitar a María
En quien vive la Palabra se pone de relieve que la persona auténtica es simple y, porque es simple, es libre, pues todo apego a uno mismo y a las cosas destruye el yo, lo resquebraja, ya sea porque favorece el orgullo y la autocomplacencia, como porque construye ese “falso yo” que los psicólogos llaman “ego”.
El problema del hombre hoy radica precisamente en la necesidad de reconstruir un yo íntegro, libre de las tendencias del ego, es decir, de toda clase de avidez o posesión, porque el yo íntegro lo posee quien sabe vaciarse, despojarse, para enriquecerse en la comunión con los demás.
Y todo esto lo enseña el Evangelio.
María es el icono de este desprendimiento, sobre todo en su desolación a los pies de su Hijo crucificado, al que pierde. Pero en ese vacío inmenso entran todos los hijos de Dios.
Y por último: la unidad
Psicológicamente, para un individuo no es posible tener “el sentido de la propia identidad” si no hay otros que lo reconozcan como sujeto.
Psicólogos de todas las tendencias afirman que los seres humanos necesitan confirmarse el uno al otro en su individualidad mediante encuentros y contactos genuinos.
De hecho hay necesidad de sentirse y de ser reconocidos como “distintos” para poder darse a los demás.
Pero para ser un don personal es necesario entrar en comunión. Y aquí está la diferencia entre los llamados “grupos psicológicos” y la comunidad cristiana como Jesús la ha concebido. Un grupo psicológico se compone de individuos que se asocian en función de un objetivo preciso (un club deportivo, una asociación civil, política o religiosa, sindicatos, colegios, seminarios…) y que por eso interactúan limitándose a los intereses comunes que persiguen, pero para todo lo demás cada uno permanece encerrado en sí mismo.
La comunidad cristiana, en cambio, no se forma por motivaciones extrínsecas, sino por la naturaleza del amor, que crea comunión.
Y que esta es posible lo demuestra la experiencia. Es evidente que el motivo por el que se realiza proviene de la invitación de Jesús: “Ámense como yo los he amado”, “Sean uno…” (cf. Jn 15, 12; 17, 21), y es de naturaleza religiosa; pero los efectos psicológicos son extraordinarios: cada uno, siendo relación de amor con los demás, se realiza como persona auténtica.
Esta es, brevemente, tal como yo puedo presentarla, la espiritualidad de la unidad desde un punto de vista psicológico ·
Fuente: Lubich Ch. (2017). La doctrina espiritual. Buenos Aires: Ciudad Nueva.
Artículo publicado en la edición Nº 629 de la revista Ciudad Nueva.