Los actos y los hechos que fundan y salvan no siempre son espectaculares
«Hace falta un amor infinito para renunciar a uno mismo y hacerse finito, encarnándose para así amar al otro, al otro como otro finito»
Jacques Derrida, Dar la muerte
Los capitales narrativos son plurales. No todas las historias que los componen tienen el mismo valor. Solo algunas son capaces de llevar el peso de la nueva construcción. En todos los campos de la tierra hay “trigo” y “cizaña”, incluso en esos campos especiales donde crecen nuestros ideales. Al principio es necesario dejar que crezcan todas las plantas del campo, porque – como dice la gran metáfora evangélica – si el campesino interviene para extirpar la cizaña, arrancará también las espigas buenas y valiosas.
Conservar todas las espigas de buen trigo es un deber vital y un imperativo moral para los fundadores y para la primera generación de una comunidad o de una Organización con Motivación Ideal (OMI). Esta adecuada preocupación por conservar la experiencia y el capital narrativo en su totalidad hace que, al terminar la fase de fundación, la cosecha incluya el buen trigo mezclado con la cizaña. Por consiguiente, la herencia que los fundadores nos dejan es siempre una herencia de trigo y de malas hierbas.
Algunas organizaciones se extinguen porque, ya en la fase originaria, no saben convivir con la cizaña y la inevitable impureza de las encarnaciones. Tratan de separar inmediatamente las malas hierbas de las buenas y no permiten que todas las semillas lleguen a su correcta maduración. A diferencia de lo que ocurre con las verdaderas semillas y los verdaderos campos, solo con el paso del tiempo es posible distinguir los componentes genuinos de nuestros ideales. Muchas veces lo que al principio parecía cizaña después florece en trigo y viceversa. Los ideales solo crecen bien contaminándose con las hierbas cercanas. Se alimentan de las mismas sustancias, viven en ósmosis con árboles muy diversos y, algunas veces, también con setas venenosas (para quien se las come, no para la planta). A veces son flores y plantas tan delicadas que solo logran crecer protegidas por la sombra de árboles menos nobles pero más resistentes a la sequía. Solo los bonsáis logran vivir en los asépticos lugares de nuestros salones. No dan fruto, no tienen raíces, no crecen. Las historias verdaderas contienen capítulos enteros de novelas escritas por otros y partes de mitos de “cultos paganos” circundantes. Ningún capital narrativo es enteramente nuevo. La mayor parte de sus ideas y de sus historias son herencia, aunque subjetivamente quien escribe una nueva historia no sea plenamente consciente (porque teme que reconocer el don del pasado disminuya la novedad). Aquellos que comienzan a vivir y contar una historia comunitaria, empresarial, política, heredan y generan trigo y cizaña.
Pero – este es el proceso más delicado y crucial – aquellos que llegan después de la etapa fundacional tienden casi inevitablemente a identificar la cizaña solo en la primera herencia, es decir en las ideas y en las historias que los fundadores encontraron como materiales preexistentes a su casa nueva, y a considerar trigo bueno todo lo producido por el fundador. De este modo, intentan una primera separación buscando la cizaña solo “fuera” y “antes”, no “dentro” ni “durante” las palabras originales del fundador. En algunos casos acaban escribiendo un nuevo capital narrativo, eliminando completamente las viejas historias “contaminadas” heredadas del pasado y del entorno, y componiendo nuevas historias solamente con lo que consideran materiales inéditos y originales. Pero así la cizaña, presente tanto en las nuevas historias como en las historias de la fundación, crece sin que nadie la moleste porque se confunde con el trigo. Hasta que un día se acaban los frutos buenos (nuevos miembros y vocaciones), sofocados por la cizaña con falsa apariencia de trigo.
Algunas veces, al llegar a esta fase de carestía narrativa, la comunidad posterior a la fundación tiene el don y la fuerza de intuir que, si quiere mantener la esperanza de salvarse, debe acometer con valentía la separación del trigo y la cizaña también dentro del capital narrativo original del fundador. Entonces, no sin resistencias internas, comienza a tener una mirada más madura y “distante” acerca de las ideas, escritos e historias de la fundación, para buscar el trigo verdaderamente bueno.
Pero también en estas operaciones necesarias es muy fácil encontrar cizaña confundida con trigo. Esto depende de un error muy común. Se piensa que la parte verdadera y buena del capital narrativo se encuentra en sus elementos más espectaculares y sensacionales y por consiguiente se arrancan los componentes más sobrios, sencillos, pobres y ordinarios. Es un error grave y muy extendido, sobre todo en las experiencias surgidas de carismas espirituales y religiosos. En estas historias de fundación hay acontecimiento, florecillas, narraciones, que encendieron la imaginación de los propios fundadores y, después, también los sentimientos de sus primeros seguidores. Muchas veces están relacionados con hechos que se encuentran en la frontera entre lo natural y lo sobrenatural, entro lo ordinario y lo milagroso. En algunos casos adquieren la forma de relatos de visiones o de revelaciones especiales y por lo general secretas, a veces de tipo gnóstico y mistérico.
Toda fundación, sobre todo si está originada por un carisma rico y profundo, está rodeada por este componente narrativo. También en la Iglesia de los primeros tiempos, por ejemplo, abundaban estos relatos, que la alimentaron y enriquecieron. Pero llegó un momento en que los primeros cristianos tuvieron que gobernar la proliferación de este componente narrativo espectacular y milagroso. Así, de entre todos los relatos que circulaban en aquellos segundos y terceros tiempos, eligieron solo cuatro evangelios y pocos textos más. Hoy sabemos que algunos (tal vez muchos) episodios y palabras contenidas en los evangelios apócrifos y gnósticos no eran menos “verdaderos” que los hechos y las palabras conservadas en los textos canónicos. Muchos relatos florecieron en la época más alejada de los primeros hechos históricos, cuando algunos comenzaron a pensar que el primer kerigma, sobrio y esencial, no era lo bastante espectacular y secreto como para convertir y conquistar. Pero sin aquella operación de separación y discernimiento la Iglesia primitiva habría sido devorada por sus propios relatos. La parte más sensacional que circulaba alrededor de la vida de Jesús y de los apóstoles habría engullido los relatos, demasiado sobrios, de una joven mujer de Nazaret, de unas bienaventuranzas para los pobres y afligidos, así como el relato de la pasión y posterior resurrección, que habría sido equiparada a muchos milagros de Jesús, a milagros parecidos de los falsos profetas y magos o a la “resurrección” de Lázaro.
En la abundancia de relatos extraordinarios, las primeras comunidades tuvieron que “sacrificar” algunos hechos verdaderos o probables para salvar la novedad de la propia historia, capaz de generar presente y futuro. Ciertamente no es casual que la resurrección de Jesús vaya acompañada de muy pocas descripciones. En la escena aparecen unas cuantas mujeres atemorizadas, un joven vestido de blanco, un jardinero y unos hombres incrédulos. Los manuscritos más antiguos del evangelio más antiguo concluían con estas espléndidas palabras, comentando el sepulcro vacío visto por las mujeres: “Y no dijeron nada a nadie” (Marcos 16,8). En las cartas de Pablo no hay relatos de los milagros de Jesús. Solo el “milagro” de un crucificado-resucitado encontrado vivo a lo largo del camino.
Cuando hay crisis de historias que contar, lo más fácil es pensar que las nuevas historias de hoy tendrán que partir de los relatos más asombrosos de ayer. Pensamos como ilusos que es suficiente contar los milagros pasados para generar nuevos “milagros”, que hoy no se dan pero nos servirían para seguir el camino. Es como si, para revivir la realidad originaria, bastara simplemente con recordar las gestas especiales de ayer, sin revivirlas. Entonces caemos en un síndrome consumista, que es tanto más probable y tentador cuanto más rica de acontecimientos especiales haya sido la fundación, con el consiguiente peligro de bloquear a la generación siguiente en el consumo goloso de recuerdos estériles.
Otra maldición de los recursos: cuanto más color hay en el pasado, más descolorido amenaza con ser el presente, que se vive consumiendo el pasado y olvidando el futuro. Aquí el error fatal consiste en no comprender que los dones especiales recibidos en la fase de fundación no eran más que la “dote” para una boda de la que ha nacido una vida nueva y muy hermosa, porque era normal y posible para todos. Estas experiencias únicas e irrepetibles están vinculadas a la revelación de la vocación “profética” de los fundadores. La herencia fecunda que los fundadores nos dejan no es la dote que recibieron en don, sino la vida que ha surgido a partir de aquella boda. Su herencia es un hijo vivo, no un brillante pero estéril diamante.
Cuando se cae en este error, la parte extraordinaria del capital narrativo, que es también parte de la herencia, se convierte en “moneda mala”. No porque sea mala o falsa en sí misma, sino porque, en una nueva versión de la antigua ley de Gresham, “expulsa” a la “moneda buena” del esforzado trabajo de aquellos que intentan, con seriedad y humildad, escribir una nueva y bella normalidad en la vida después de la crisis de las primeras historias. Este trabajo de escritura de capital narrativo generativo es desplazado por los vendedores de los recuerdos de los efectos especiales y de los fuegos artificiales de los primeros tiempos, que ahora ya no se producen. El perro lobo que se le apareció a don Bosco no fue el que generó el gran movimiento educativo salesiano. Este nació sobre todo del normalísimo “silbido” que el joven Juan Bosco generó en el muchacho Bartolomé. Las florecillas y los estigmas de Francisco no fueron los que generaron y regeneraron el movimiento franciscano, sino la radical y tenaz fidelidad de Francisco a la “señora pobreza” del evangelio. Isaías no salvó y alimentó a su pueblo con el relato de la visión de los serafines en el Templo en el día de su vocación, sino con la humilde profecía de un niño y un pequeño resto fiel, que han alimentado una esperanza no vana durante los exilios y que hoy sigue alimentando nuestra espera amante que no acaba nunca.
Las experiencias sensacionales y extraordinarias de la fundación son semillas hermosas que sin embargo no se reproducen y solo tienden a proyectar la OMI hacia el pasado, a hacerla dependiente de sustancias estupefacientes. El nuevo capital narrativo bueno no es el de los recuerdos de los milagros de ayer, sino el generado por los nuevos relatos de la vida verdadera y sencilla de hoy.
En las crisis de capitales narrativos siempre quedan pocos recursos. Una OMI se salva si no invierte estos recursos en el consumo de los propios relatos extraordinarios del pasado, sabiendo que el trigo bueno estaba dentro de la vida normal de los primeros tiempos, en aquellos hechos que todavía pueden germinar en muchos otros porque eran tan extraordinarios que fueron ordinarios, tan finitos que podían ser verdaderamente infinitos. El relato de un hombre crucificado, de un amigo de pecadores y de pescadores, de uno que perdona y de otro que es perdonado, de comunidades que viven con sencillez el amor recíproco. Solo por estos normales y polvorientos caminos de Damasco es todavía posible caerse del caballo.
Publicado en Avvenire el 03/12/2017