Un patrón común a las matanzas que están ocupando las portadas de los medios es la “pobreza de relaciones”.
Nuevamente la locura. En Sagamihara, Japón, un veinteañero armado de un cuchillo asesinó ayer a 15 personas hiriendo a otras 45 en una institución que acoge a personas con discapacidad. El atacante fue un ex empleado del centro, un hospital de día. Lego de huir, unas horas más tarde se entregó a la policía. El asesino estaba bajo tratamiento psiquiátrico. En marzo y mayo en Japón hubo episodios similares que se agregan a la secuela de una “semana horrible” vivida en Alemania con cuatro ataques realizados en pocos días, con una larga lista de muertos y heridos.
Esta mañana amanecimos, además, con otro ataque en Francia, en una iglesia de Normandía. Dos atacantes que tomaron rehenes en el templo fueron abatidos por la policía pero antes degollaron al sacerdote. Ayer, nuevamente en los Estados Unidos, un hecho de sangre y locura.
Una característica de los asesinos que atacan el montón (más allá de sus referencias al yihadismo) es la joven edad, la mente perturbada y con graves problemas psíquicos, un profundo malestar social, frecuentemente un prontuario penal vinculado a episodios de delincuencia o comercio de drogas.
Tenemos que aprender a diferenciar estos episodios, pues no todos responden a los mismos patrones. En algunos casos estamos frente a hechos de terrorismo –pese a los muchos lados oscuros de estas tramas, cuyas versiones oficiales no siempre convencen– pues es cierto que hay una voluntad de someter a la comunidad internacional a la acción violenta de algunos extremistas. Una caja de Pandora destapada por varios de los conflictos que responden a intereses geopolíticos.
En otros casos, nos encontramos ante un malestar social de grandes proporciones que tiene la capacidad de replicarse superando océanos y montañas. Quizás, en ambos casos a un punto en común que es la escasa valoración de la vida humana.
Justo ayer, Michele Zanzucchi hablaba desde este portal de los “eslabones débiles” que saltan cuando en una sociedad, en ese caso la alemana, la tensión alcanza peligrosos niveles de alerta. Se ataca el montón para vengarse. ¿De qué? ¿De quién?
Aunque se trate de hechos que no pueden mezclarse, comparten la vinculación con el mundo digital. Hay perversiones que las redes digitales cultivan y transforman en emulación, en enrolamientos doctrinarios relámpago, en estrategias violentas, en bullying. Internet puede ser una herramienta valiosa y, a la vez, volverse en una inmunda cloaca.
Allí muchos jóvenes (y no tan jóvenes) caen atrapados, lejos de la mirada de sus familias, de los educadores y hasta de los amigos. La soledad aparece con frecuencia y con ella la falta de relaciones auténticas, reemplazadas por la virtualidad que además toma el lugar de una realidad con la que es difícil convivir.
Sin duda, sólo una pequeña parte de estos casos se transforma en tragedia. Pero todo indica que se incrementan, quizás a medida en que el valor de la vida humana parece disminuir en una cultura que la ha transformado en un objeto, una cosa. Por tanto, en algo prescindible.
No hay respuestas fáciles ante problemas complejos. Y este lo es. Sin embargo, el camino pasa por recuperar esas relaciones humanas que nos devuelven a la realidad, esa que a menudo el mundo virtual pretende sustituir. Todos somos el antídoto ante estos estallidos de violencia: padres, hermanos y hermanas, hermanastros, tíos, primos, amigos, vecinos, compañeros de estudio, docentes… Viene a la mente esa “cultura del cuidado” y del “encuentro” de la que habla el papa Francisco. Todo lo contrario de esa pobreza de relaciones que parece ser la principal causa de tantas matanzas.