Una postura ante un tema tan sensible y delicado para la sociedad.
Sobre el aborto, el gran tema de la agenda actual, hablan, escriben y opinan médicos, abogados, psicólogos, psiquiatras, trabajadores sociales, políticos y un largo etcétera.
No ejerzo ninguna de esas profesiones; y sin embargo, también yo tengo algo que decir al respecto, sencillamente, como mujer. Porque, en definitiva, se ha dicho que este es un tema de la mujer y que somos nosotras, principalmente, quienes tenemos la última palabra sobre la cuestión.
Soy mujer, y también soy madre de dos niños. Sin importar si las circunstancias en que llegaron fueran o no las ideales, amo a mis hijos y, por supuesto, todas las decisiones que tomo en mi vida los tienen a ellos como prioridad.
La discusión sobre la legalización del aborto que se da en estos días me hizo pensar muchísimo tanto en la vida del ser en gestación como en el papel de la mujer en esta sociedad, en sus derechos y responsabilidades. También, en las proclamas del movimiento feminista, cuyas representantes piden con tanta fuerza por este “derecho”, y con qué aspectos coincido y con cuáles me encuentro en desacuerdo.
Como mujer que vive en este siglo XXI tengo que reconocer que me vi beneficiada por las conquistas del feminismo: crecí con libertad de elegir, estudié lo que quise, formé una familia porque ese fue mi deseo, trabajo y puedo participar de la vida ciudadana, por ejemplo. Todos estos derechos, que muchas de nosotras vivimos con naturalidad, fueron negados durante muchos siglos a las mujeres. Poder concretarlos y vivirlos cotidianamente significa valorar a la mujer en su condición de ser humano, igual en dignidad al varón.
También aplaudo el imperioso y legítimo reclamo de justicia ante tantas mujeres abusadas sexualmente, cercenadas en su libertad, acosadas, asesinadas, impedidas de su derecho a una vida digna. Resulta, además, apremiante una educación que enseñe al niño, al adolescente, al hombre, el respeto por la mujer, por su intimidad, por su derecho a decidir sobre su vida. A no ser considerada objeto de placer y descarte.
Pero también siento muy fuertemente en estos últimos tiempos que algunos reclamos se desvían de su justo curso. No puedo dejar de notar la agresividad de ciertos postulados feministas y entre ellos, el más violento y el más cuestionable es, para mí, el llamado “derecho al aborto”.
Y es en este punto donde me veo obligada a dar un paso al costado y dejar en claro mi posición, sí, como mujer: el aborto no es nuestro derecho. No es, en ningún caso, un derecho de la mujer ni de nadie. No lo digo desde una postura religiosa (nada tiene que ver la religión con el aborto) sino muy terrenal. Hay que llamar a las cosas por su nombre. El aborto es un procedimiento destinado a poner fin a la vida de un ser humano en gestación, un acto que atenta contra la vida humana en su condición más vulnerable. Entre los argumentos que esgrimen quienes están a favor de la legalización hay algunos que me resultan especialmente cuestionables. El primero de ellos es el llamado “derecho a decidir sobre mi cuerpo”. Es decir, si no deseo continuar con un embarazo, no tengo por qué hacerlo. Simple. Es mi cuerpo, es mi decisión. Sin embargo, la ciencia ha demostrado ya largamente que el embrión posee un ADN propio, que es un ser distinto del padre y de la madre. Estará unido a la mujer durante nueve meses, sí, pero porque necesita de ella para nutrirse y crecer, no porque sea “una extensión” de su cuerpo, como un órgano o un apéndice. Pasados esos nueve meses verá la luz una persona única e irrepetible. Salida del cuerpo de una mujer, sí, pero distinta de ella. La mujer que aborta no decide sobre su cuerpo, como si considerara tatuarse o hacerse una cirugía. Decide sobre el cuerpo y la vida de un otro, que tiene el derecho de nacer y vivir. Incluso, y perdón por la dureza, contra el deseo o los planes y proyectos de la mujer que lo engendró. No puedo imaginar una situación más tremenda y traumática que la de la mujer que se descubre embarazada después de un abuso. Ciertamente, no hay deseo de maternidad ni nada grato puede rodear a ese embarazo; y sin embargo también allí se hace imperioso salvar las dos vidas: acompañar, contener y asesorar a la mujer que transita semejante situación; prever un destino seguro y digno al niño que nace y, obviamente, dirigir el castigo hacia quien cometió un hecho tan aberrante, no hacia el ser vulnerable que, a pesar de todo, grita su derecho a la vida.
El otro argumento que rechazo es el que mencioné al inicio de estos párrafos: “el aborto es un tema de la mujer”. Es decir, solo nosotras tenemos derecho a opinar del tema y, llegado el caso, es nuestra voluntad la única ley que seguiremos a la hora de decidir terminar con un embarazo. Porque tenemos que sabernos “empoderadas”, el hombre, aquí, nada tiene que decir. Él no vive el embarazo, no tiene que parir… Un hijo, lo sabemos, se hace de a dos. Fruto de una relación estable o de un encuentro casual, hay, y así será por siempre, dos personas involucradas en ese acontecimiento. Negar al hombre el derecho a participar y decidir sobre el futuro de ese hijo no es un acto de “empoderamiento” femenino, sino una profunda injusticia que deja fuera al otro gran protagonista de la generación de la vida. En el marco del aborto legal, la mujer puede decirle a su pareja: “no quiero tener este hijo. Te informo que voy a practicarme un aborto, porque es mi derecho y la ley me ampara”. ¿Y dónde se contempla el derecho del padre? ¿Y si él quisiera, más allá del vínculo de pareja, hacerse cargo de ese hijo que la madre no desea? En el mes de febrero del año pasado, este dilema se volvió real en un caso en la ciudad de Mercedes, Uruguay. Un hombre presentó ante la justicia un recurso de amparo con el objetivo de impedir que su ex pareja se practicara un aborto, y la jueza hizo lugar. Al enterarse del embarazo de la mujer, el hombre le había ofrecido todo tipo de ayuda y la opción de hacerse cargo por completo del niño. Ella no aceptó. El hombre recurrió entonces a la justicia. Como bien sostuvo el abogado del futuro padre, por primera vez “se pone al padre como sujeto de derecho ante el niño en el vientre materno”1. Por supuesto, los movimientos feministas se mostraron indignados contra lo que consideraron un atropello a la libertad de la mujer, contra su no deseo de ser madre. Yo me pregunto por qué es tan difícil considerar el derecho de ese padre de defender la vida de su hijo por nacer.
Sin embargo, con motivo del último Día Internacional de la Mujer, he tenido la oportunidad de escuchar y leer distintos testimonios de hombres convencidos de que sí, de que su palabra y su paternidad no importan. Que las que decidimos, de ahora en adelante, sobre la vida y la muerte de los niños por nacer somos nosotras. Convertidas en el último argumento de autoridad. Y entonces yo, mujer, digo que sí, que tenemos derechos, las mujeres. Derecho, por ejemplo, en este delicadísimo asunto, a recibir una educación sexual completa. A conocer sobre métodos anticonceptivos y planificación familiar. Pero tenemos que saber, también, que hay un límite a nuestros derechos y a nuestra libertad. Cuando la vida se abre camino a pesar de nuestras planificaciones, no podemos eliminarla. La vida humana es un misterio que nos trasciende, y sobre el cual solo podemos mostrar respeto. Hay opciones para quienes no deseen ejercer la maternidad. La entrega en adopción, por ejemplo, es una elección que respeta la vida del niño y de la madre. Ambos viven. Ni una menos. Ni uno menos.
Hace un tiempo me mostraron un video en el cual una variedad de personalidades se veían unidas por el hecho de que sus madres se habían planteado la opción de abortarlos. Pero habían nacido, y luego se habían destacado en distintas disciplinas: el fútbol, la música, la actuación. El video terminaba con esta idea: si no hubieran nacido, el mundo se habría privado de sus talentos. Es cierto. Pero el argumento deja de lado un aspecto importantísimo: cuando estamos frente a la persona en gestación, esa vida es un misterio insondable. Esa criatura nacerá y tal vez sea una personalidad de fama mundial. Pero tal vez sea, simplemente, el chofer del colectivo, la cajera de un supermercado. No pretendo en ningún caso desmerecer a quienes realizan estos trabajos; me refiero a que no producirán cambios significativos en la sociedad, en términos “utilitarios”. Pero podemos llevar las cosas aun más lejos: esa criatura podría convertirse en un criminal, un asesino. He ahí el misterio de la vida. Somos llamados a vivir. Luego, ejerceremos nuestra vida según nuestra libertad. Para el bien o para el mal, desde luego. Ahí, en ese punto, seremos responsables de nuestros actos. Pero no puede haber una ley que faculte a un ser humano, hombre o mujer, a decidir si nacemos o no. La vida es el primer y fundamental derecho. El que debemos defender, siempre. Valen las dos vidas ·
1. Los detalles del caso puede leerse de manera completa en distintos medios. Entre ellos: www.elpais.com.uy/informacion/justicia-impide-aborto-pedido-padre.html
Quién escribió la nota?
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