Debemos tomarnos en serio la destrucción en masa del capital espiritual de nuestra civilización.
En nuestra tierra, algunos capitales están creciendo y otros se están deteriorando gravemente. El consumo de capitales medioambientales es cada vez más evidente y, aunque con gran retraso, estamos empezando a tomar conciencia colectiva de ello.
Pero aún no nos hemos tomado en serio la destrucción en masa del capital espiritual de nuestra civilización. Nuestros hijos crecen más ricos en inglés, internet e información, pero se están empobreciendo drásticamente en vida interior, en capital espiritual. Existe un “efecto invernadero del alma” que nos está asfixiando y el aspecto más grave del mismo es la falta de conciencia pública. Nos estamos acostumbrando progresivamente a vivir dentro del invernadero, con el alma invernada, y ya confundimos las paredes de plástico azul con el cielo.
En un reciente congreso en Corea, el representante del gobierno del estado de Buthan presentaba su proyecto de utilizar como medida la “felicidad pública” en lugar del PIB. Más allá del proyecto en sí mismo (que presenta algunas sombras), me ha llamado poderosamente la atención que una de las doce dimensiones del bienestar incluidas en el programa fuera la meditación. Ese pueblo ha entendido la importancia de cultivar la vida interior para aumentar el bienestar de la gente, sobre todo de los jóvenes.
Esto los occidentales también lo sabíamos muy bien, pero lo hemos olvidado y borrado en el transcurso de una generación. En un abrir y cerrar de ojos se ha evaporado un inmenso patrimonio ético y espiritual que había dado lugar a la piedad cristiana, a los valores socialistas y a los del Risorgimento, herederos del humanismo griego, romano y bíblico. Emborrachados por el consumismo y el bienestar, no nos hemos dado cuenta de que estábamos perdiendo un patrimonio espiritual construido durante milenios y con sangre, y su lugar quedaba simplemente vacío. Así, nuestros adolescentes y jóvenes de hoy disponen de más escolarización, de una cantidad infinita de información y comunicación, pero tienen una profundísima carestía de vida interior, de capacidad para afrontar las crisis, de resiliencia ante el dolor propio y ajeno.
Pensemos en ese capital fundamental para las personas y los pueblos que se llama gratitud. Las generaciones anteriores tenían más posibilidades de expresar la gratitud. El agradecimiento estaba más presente en las relaciones cotidianas, también en las comerciales. En el mercado, que todavía estaba hecho de personas, sabían ver algo más que incentivos en el trabajo de los otros y, por tanto, sabían agradecerlo. Ciertamente existía también una gratitud obligada y equivocada hacia el patrón, pero era mayor la gratitud hacia la naturaleza, los campos, los animales, los padres y los ancianos.
Los hijos mostraban su agradecimiento cuidando a los padres cuando dejaban de ser autosuficientes: “honra a tu padre y a tu madre”. Gratitud a Dios, que daba aire a sus vidas y una dimensión nueva a su espacio, aumentando la anchura y la profundidad del horizonte de su cielo.
Todos vemos esta carestía de capital espiritual dentro de las familias, en la escuela, en las empresas.
Nuestra generación de adultos todavía es capaz de medir esta pobreza porque, aunque también nosotros consumimos y producimos esta nueva forma de miseria, aún somos capaces de comparar la calidad de nuestra vida interior con la de nuestros padres y abuelos. Quizá seamos la última generación capaz de hacer esta comparación y de entender la diferencia.
Nos acordamos de que hablaban en dialecto, no sabían inglés, no eran capaces de escribir muchas palabras, a veces ninguna, pero también nos acordamos de que tenían una gran capacidad para gestionar el sufrimiento, para vivir el luto, para cultivar y cuidar las amistades. Y sobre todo sabían rezar, sabían creer en el paraíso y en los ángeles, sabían morir. Y después, pensamos en nuestros sufrimientos, en nuestros lutos, en nuestros amigos, en nuestras oraciones, en nuestro paraíso vacío y nos sentimos tremendamente empobrecidos.
Los patrimonios son el “don de los padres” (patres munus). Estamos malversando muchos capitales recibidos como don de los padres. Como el hijo pródigo, llevamos años comiendo algarrobas, pero no nos hemos dado cuenta. El siglo XX fue el siglo de Edipo, el hijo que (sin culpa) mató al padre. ¿Podrá el siglo XXI ser el de Telémaco, el hijo que espera el regreso de un padre ausente y sale a buscarlo por el mar?
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