El alma y la cítara/25 – Las riquezas y los talentos sirven para liberar a aquellos que han recibido sufrimientos y males.
«Son “hijos de la juventud” puesto que, si uno estaba destinado a morir entre los veinticinco y los treinta, tenía que darse prisa en engendrar. Un premio pobre, de AT, de desierto y de lanzas alrededor de la casa. Para el filósofo de ayer y de hoy, simples clavos en la carne».
Guido Ceronetti, Il libro dei salmi.
¿Es posible asociar a Dios con nuestras bendiciones y salvarlo de las maldiciones de los demás? ¿Darle gracias por nuestra felicidad y no condenarlo por nuestra infelicidad?
La superabundancia es una de las reglas de oro de la vida. Es madre de la generatividad y hermana de la generosidad. No hay fruto si no se siembra a manos llenas, si no se arroja gran parte de las semillas buenas entre las zarzas, en el camino o sobre las piedras. Si quisiéramos sembrar solo en lo que consideramos tierra buena, nada verdaderamente bueno nacería. La tierra buena solo puede existir entre las zarzas y las piedras, y a ella solo llega quien está dispuesto a desperdiciar mucha simiente, lanzándola en exceso. Para poder esperar que surja un profeta verdadero en nuestra comunidad, debemos generar diez falsos. Para tener un alumno excelente, hay que enseñar a mil corrientes. Para generar un acto de ágape, hay que esperar a que madure mezclado con nuestros egoísmos. Y la parte que se desperdicia es tan necesaria como la parte, mucho más pequeña, que genera. Toda avaricia es estéril, toda magnanimidad es fecunda.
Pero la superabundancia más importante no es la que sale de nuestro corazón, sino la que entra en él. Es la que recibimos, no la que damos. Es la que vemos acontecer dentro de nosotros y a nuestro alrededor, el pan que nos nutre a nosotros y a nuestros amigos “mientras dormimos”. Llega un día en el que comprendemos que las cosas más hermosas que han bendecido nuestra vida no han sido fruto de nuestro esfuerzo, sino puro don, pura gracia, pura providencia. La inteligencia, los talentos decisivos, la mujer o el marido, las hijas y los hijos, los amigos, la comunidad, la salud, el sentido y la alegría de la vida interior, la emoción ante una poesía … no han llegado a nuestra vida por mérito nuestro: sencillamente nos han encontrado en la estela de una misteriosa libertad amorosa. Ser “buena tierra” no es mérito nuestro – la tierra no se cultiva, ni se cuida, ni se abona sola. Simplemente es. Y esta es la primera raíz de la gratitud.
Esta superabundancia está en el corazón de los salmos 127 y 128, colocados en el centro de la serie llamada “del peregrino” (del 120 al 134): «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas. En vano os levantáis temprano y retrasáis el descanso, los que coméis un pan de fatigas; ¡si se lo da a sus amigos mientras duermen!» (Salmo 127,1-2). En estos versos, conocidos y hermosos, el salmista afirma la prioridad de la superabundancia de la gracia sobre nuestros méritos. Esta sucesión de versos que comienzan con las palabras “en vano”, que tanto recuerda al Qohélet (libro atribuido por la Biblia, como el salmo 127, a Salomón), es una de las mejores explicaciones acerca de qué es la gratuidad/gracia. Para entenderlo, debemos seguir leyendo la segunda parte del salmo 127 y el salmo 128: «La herencia que da el Señor son los hijos, el salario es el fruto del vientre. Son saetas en mano de un guerrero los hijos de la juventud. ¡Dichoso el varón que llena con ellas la aljaba!» (127, 3-5).
Aquí vuelve la gran categoría bíblica de la bendición, desarrollada en el salmo siguiente: «¡Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos! Comerás de la fatiga de tus manos, serás dichoso, te irá bien. Tu mujer como parra frondosa en la intimidad de tu casa, tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa. Esa es la bendición del varón que respeta al Señor» (128, 1-4). La felicidad bíblica, a diferencia de la tradición moderna que la asocia con el placer y las sensaciones, remite a la fecundidad y a la generatividad, que está presente también en el latín felicitas (al que el prefijo fe- hermana con feto, fémina o fértil).
Pero en esta pareja de salmos hay mucho más. Hay una idea teológica fundamental en la Biblia, según la cual la felicidad, y por tanto los bienes y los hijos, es bendición de Dios. Esta equivalencia entre felicidad terrena y bendición divina no es solo fundamental y central para la ética y el espíritu de la economía moderna, sino que también está en el centro del sentido común y de la sabiduría de las comunidades y de las familias – el salmo 128 es el más leído en las celebraciones matrimoniales hebreas y cristianas.
Pero esta espléndida serie de bienaventuranzas esconde algunas insidias que siguen presentes en el centro del humanismo occidental. Con demasiada frecuencia hemos leído y seguimos leyendo estos dos salmos amputando los dos primeros versículos del 127, y de este modo todo lo dicho sobre la bendición se falsea y corrompe. En la Biblia se puede hablar de los bienes como bendición porque antes está la certeza moral de que en un nivel mucho más profundo los bienes son don. Decir que quien “construye la casa” no son los albañiles sino “el Señor” significa reconocer que incluso en las cosas más concretas y pequeñas, donde es evidente que somos nosotros con nuestro trabajo quienes ponemos ladrillo a ladrillo, a un nivel más profundo y por tanto más verdadero esos ladrillos y ese sudor son gracia, son providencia.
Aquí debemos reabrir el tema, nunca cerrado, de los méritos y la gracia. Cuando nosotros vemos que alguien tiene éxito, en una o varias de sus múltiples formas, es muy raro que no reconozcamos en ese éxito una cierta dosis de mérito personal. Aunque atribuyamos un papel a la suerte y a las circunstancias favorables, tomamos la parte de mérito presente en ese éxito y la convertimos en el punto de apoyo para levantar toda la estructura social de recompensas. Y después, por mor de simetría, seguimos la misma lógica para las faltas de éxito y los fracasos: aunque detrás de un delito o una desventura haya mala suerte y circunstancias desfavorables, también existe un porcentaje de culpa subjetiva. La aislamos y la convertimos en el criterio principal para ordenar las penas y el mundo. Por otro lado, no hay que excluir que los seres humanos sientan necesidad de un sistema de culpas para legitimar los méritos, porque en un mundo donde se dijera que las desventuras dependen demasiado de las circunstancias desfavorables y demasiado poco de la culpa subjetiva, tampoco existirían bases éticas para atribuir los éxitos a los méritos.
Pero es precisamente aquí donde los dos primeros versículos del salmo 127 se vuelven tremendamente importantes. Tomemos el caso de Giovanni, un compañero economista muy brillante. Ha realizado una excelente carrera y ha obtenido éxito y dinero. Viene de una familia pobre, tuvo que estudiar mucho para la licenciatura y el doctorado. Sus padres han hecho sacrificios para que pudiera estudiar, primero en Italia y después en Estados Unidos. Ha ganado numerosos concursos, siendo siempre el primero de la lista… Es difícil no atribuir a su mérito buena o gran parte de su éxito. Pero si nos fijamos mejor, podremos descubrir que este razonamiento, lineal y generalmente no controvertido, se complica e incluso puede cambiar mucho. Nos daremos cuenta de que Giovanni ha nacido en una familia que le ha querido, y ha estudiado gratis durante más de veinte años, ha tenido algunos excelentes profesores que han creído en él, y ha crecido en un entorno sereno y lleno de estímulos. Y si bien es cierto que ha estudiado mucho para ganar concursos y escribir artículos científicos, esa capacidad de estudiar y de esforzarse también ha sido en buena parte don, porque se la ha encontrado en su interior, como fruto de toda esa vida superabundante – también se llega a la pobreza por no tener la posibilidad de esforzarse. Si Giovanni hubiera crecido en otro lugar, con el mismo ADN, no habría estado en condiciones de poder estudiar tanto y de tener éxito. Todo esto no lo digo para disminuir, humillar o devaluar el talento ni la virtud de Giovanni, sino para poner de relieve que antes hay otra cosa, una superabundancia que ha construido por él y con él su “casa” y antes aún sus talentos.
Cuando nos olvidamos de este constructor invisible – y lo hacemos cada vez más a menudo – rápidamente nacen teologías sociologías y economías de la prosperidad, que, mientras elogian y legitiman ética y religiosamente el éxito y los méritos, deslegitiman religiosamente a los perdedores, y acaban interpretando la falta de talentos como falta de méritos, hasta justificar moralmente la desigualdad; y para poder llamar dichosos a los triunfadores deben llamar malditos a los pobres.
Pero no podemos quedarnos aquí. Todo lo dicho no termina de satisfacernos. Me lo ha enseñado mi sobrina Antonietta, con su teología esencial, al decir la oración antes de empezar a comer: «Nosotros damos gracias a Dios por los alimentos, pero ¿cómo rezan los niños que no los tienen?» Dar las gracias a Dios y a la vida por las bendiciones que se nos dan sin mérito, no es suficiente para justificar a Dios frente a quienes carecen de estos bienes. Todo hombre religioso que atribuye sus propias bendiciones a Dios tiende (casi) inevitablemente a separar a Dios de la parte maldita del mundo. «Mi madre me obligó a prostituirme cuando tenía ocho años: si encuentro a Dios quiero escupirle a la cara», dijo desesperada una joven mujer brasileña a mi amigo misionero. Si asocio la gracia de Dios a mis dones, ¿cómo lo salvo de las desgracias ajenas?
Cierto ateísmo honesto nació porque no logró encontrar una respuesta convincente a esta pregunta, y prefirió matar a Dios para salvar a los pobres. Algunas personas han conseguido salvar la fe, pero a base de leer estos salmos sentadas sobre el montón de estiércol al lado de Job o en la cima del Gólgota bajo el crucificado. Un día, que siempre llega demasiado tarde, se dan cuenta de que su verdadera bendición es que han entendido que las riquezas y los talentos que han recibido son para liberar a quienes solo han recibido sufrimientos y males. Y surge interiormente una necesidad irrefrenable de bajar a las calles y a los soportales a servir desayunos, intentando que florezca algún “gracias” verdadero en medio de tantos insultos y maldiciones, para decir a los pobres, convirtiéndose en un don encarnado: no sois malditos. Para decirlo una y otra vez, hasta dar la vida.
* Dedicado al sacerdote Roberto Malgesini, asesinado por un sintecho con problemas mentales al que ayudaba.
Original italiano publicado en Avvenire el 20/09/2020