El alma y la cítara/3 – La paternidad es el maravilloso arte de desclavar a los hijos de sus cruces.
«Estoy sucio, Milena, infinita-mente sucio, y por eso exagero tanto con la pureza. Nadie canta con una voz tan pura como los que viven en las profundidades del infierno, y nosotros confundimos su canto con el canto de los ángeles».
Franz Kafka, Cartas a Milena.
El salmo 3 es un estupendo comentario a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, donde se contiene una de las oraciones más humanas y grandes de la Biblia.
Antes que una verdad de la fe cristiana, la resurrección es una experiencia antropológica fundamental. Forma parte del repertorio humano. Es un ejercicio que los hombres y las mujeres saben hacer, un gesto esencial. El homo sapiens es un animal capaz de resurrección. Lo vemos también en la seña, inefable pero real, que advertimos en la última mirada de una persona amada, que nos hace sentir que su saludo no es el último. Cuando la muerte aprende a ocupar su penúltimo lugar – para aprenderlo hace falta toda una vida – se convierte en “hermana muerte”. Si los hombres y las mujeres no hubieran muerto y resucitado muchas veces, si no hubieran pedido y esperado la resurrección a lo largo de los siglos, nosotros no seríamos capaces de reconocer esa Resurrección, semejante pero distinta, del primer día después del sábado. Y confundiríamos la voz que nos llama por nuestro nombre con la voz del guardián del jardín.
Después de los dos primeros salmos introductorios, salmos de bendición y bienaventuranza, con el salmo 3 entramos en el territorio de la oración. Este salmo se atribuye a David y tiene título: “Salmo de David. Cuando huía de su hijo Absalón”. El antiguo escriba que le puso título conocía bien la historia de David, y colocó esta oración en uno de los momentos más tremendos de la vida del rey de Jerusalén: la insurrección de su hijo Absalón. Más allá de la (dudosa) historicidad de este encabezamiento, el título del salmo nos dice algunas cosas muy importantes – es bueno no descartar nada de la Biblia. Por el segundo libro de Samuel sabemos, que después de la insurrección de Absalón – el hermoso príncipe de bellos cabellos –, David tuvo que huir de Jerusalén: «Toda la gente lloraba y gritaba. Todos iban pasando ante el rey el torrente Cedrón» (2 Sam 15,23). Fue un éxodo al revés, una huida no hacia una pascua sino hacia una pasión: «David subió la cuesta del Monte de los Olivos; la subía llorando, la cabeza cubierta y los pies descalzos» (15,30). Era la vía dolorosa del rey más amado de todos.
En este contexto el salmista canta: «Señor, cuántos son mis adversarios, cuántos se levantan contra mí, cuántos dicen de mí: No hay salvación para él en Dios» (Salmo 3,2-3). Estamos ante un cuadro de fuerte peligro. El salmista se siente asediado por enemigos y adversarios. En esta dificultad concreta y en medio de este miedo, en el interior de aquel hombre surge una pregunta religiosa. En la Biblia, las pruebas más grandes nunca son solo materiales. Su significado religioso y espiritual las convierte en algo grave y a menudo tremendo. El hombre bíblico no teme tanto el dolor y la muerte como el dolor y la muerte interpretados como juicio de Dios y por tanto como condena moral.
La amenaza de muerte se convierte en una pregunta acerca de la justicia de la vida del autor del salmo, en una pregunta inmediatamente religiosa: «No hay salvación para él en Dios». El infierno de la Biblia es la no salvación, una salvación que sin embargo no se corresponde con la vida futura. En el mundo bíblico el paraíso se encuentra bajo el sol, la tierra prometida es un trozo de nuestra tierra. Y la falta de salvación es la no intervención de Dios en medio de la desventura. YHWH es un Dios verdadero y no un ídolo estúpido porque es un Dios concreto, que interviene en la vida. Si no hace nada, es señal de que el hombre/pueblo que está en dificultad no merece la intervención de Dios, a causa de alguna culpa. El silencio de Dios se convierte en señal de culpabilidad: «Lo tuvimos por castigado, herido de Dios y afligido» (Isaías 53,4). No se puede comprender la polémica teológica y ética de Job con sus amigos (y con Dios) sin tener bien presente que Job quería desafiar esta idea religiosa tan extendida en el mundo antiguo y también en algunos pasajes bíblicos. Este mismo desafío es el que encontramos en el salmo 3.
Pero para comprender otras palabras invisibles e importantes escondidas entre las líneas del salmo 3, debemos volver a la historia de David y a su huida de Absalón. Mientras David, entre lágrimas, estaba abandonando Jerusalén, Semeí, un descendiente de Saúl «empezó a tirar piedras a David… y le maldecía: ¡Vete, vete, asesino, canalla!… El Señor ha entregado el reino a tu hijo Absalón, mientras tú has caído en desgracia, porque eres un asesino» (2 Sam 16,5-8). Se trata de una acusación tremenda: Semeí leía la rebelión de Absalón contra David como una pena de la ley del talión por la rebelión de David contra su “padre” Saúl. Pero David no se defendió, aceptó las pedradas y dijo: «Dejadlo que me maldiga, porque se lo ha mandado el Señor» (16,11). No existe otra manera más sabia y humilde que esta de leer las pedradas que la vida y los demás nos arrojan. Pero en David encontramos también la lectura teológica de la desventura.
En el texto original hebreo del salmo 3, después del versículo tres aparece la palabra selah: “haz una pausa”. El texto invita al lector o a la comunidad reunida en el templo, o más tarde en la sinagoga, a detenerse y tomar aliento antes de continuar el canto: «La palabrita selah, que no se lee ni se canta, exhorta a detenerse y a permanecer en silencio en la meditación del sentido: invita a la meditación del corazón» (Martin Lutero). Nosotros también hacemos aquí una pausa, tomamos aliento… y en el espacio interior creado por este silencio, volvemos a Jerusalén, atravesamos de nuevo el torrente Cedrón y llegamos al Monte de los Olivos. Después acompañamos a un descendiente de David, a un nuevo “Hijo de Dios”, fuera de la ciudad, subiendo a otro monte. Y al final volvemos a escuchar palabras muy parecidas a las del salmo 3: «Se ha fiado de Dios; que lo libre ahora si es que lo ama. Pues ha dicho que es Hijo de Dios» (Mateo 27,43). Tampoco ese hombre hace callar a los enemigos que lo maldicen. También esta vez surge con fuerza el miedo a que el abandono de los hombres sea también el abandono de Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27,46).
Ahora podemos continuar la lectura del salmo: «Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú me haces levantar la cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su monte santo» (3,4-5). Grito invocando al Señor y él me escucha. En el hombre David y en Jesús de Nazaret surge la duda de que el dolor, las persecuciones y el abandono tengan relación con Dios – «se lo ha mandado el Señor». Son hijos de un mundo donde todo es símbolo, donde todo contiene mensajes divinos. Pero si nos ponemos a observar los sufrimientos humanos desde la parte de Dios, en la Biblia podemos descubrir algo distinto: la Biblia es sobre todo liberación de los mensajes erróneos que nosotros atribuimos a Dios. Este salmo nos dice que, cuando gritamos el abandono, “el Señor responde”: «Me acuesto, me duermo y me despierto, porque el Señor me sostiene. No temeré al ejército innumerable que me ha puesto cerco» (3,6-7). Esta imagen roza la del neonato que duerme seguro y sereno entre los brazos de la madre, mientras arrecia la batalla.
La Biblia llama al hombre “hijo de Dios” (Salmo 2). Cuando un hijo es crucificado por la maldad o por los acontecimientos de la vida, el padre hace todo lo que está en su mano para apartarlo de la cruz y, si no lo consigue, se queda a su lado y muere con él. Los padres no se ponen de parte de los soldados que preparan el patíbulo, porque la paternidad es el arte maravilloso de desclavar a los hijos de sus cruces. Si la Trinidad no es solo un teorema abstracto, el primer stabat del Sábado Santo es el del Padre. La pasión, muerte y resurrección de Cristo no es un elogio ni una justificación del sufrimiento humano – cualquier lector que se acerque sin ideología a estas páginas de los evangelios solo encontrará en ellas el relato del sufrimiento injusto de un inocente que siguió amando a pesar de toda aquella crueldad. Dios Padre sigue releyendo y reviviendo con nosotros este mismo relato. Sufre cada vez que oye de nuevo el grito del hijo, cuyo eco aún no se ha apagado porque solo se apagará el último día, y llora como nosotros mientras ve al hijo que sigue recorriendo cada día, como un nuevo Sísifo, el mismo Vía Crucis.
En la cima de los infinitos Gólgotas de la historia es precisamente donde nos espera otra sorpresa estupenda, encerrada en el salmo: «¡Levántate, Señor, sálvame, Dios mío!» (3,8). Después del sueño viene el despertar, después de la muerte viene la resurrección: «Quizá porque de la fatal quietud tú eres imagen, llegas a mí, oh noche tan querida» (Ugo Foscolo). La resurrección de Dios es primicia de nuestra resurrección. Dios debe resucitar para que también nosotros podamos hacerlo. Por eso, la primera oración consiste en pedir, con fuerte voz, que Dios se siga levantando después de la noche, que resucite después de la muerte. En el primer salmo de petición encontramos la oración más grande: Dios, levántate, levántate de nuevo, porque debes resucitar, no puedes dejarnos en este infinito Sábado Santo. No hay oración más humana que esta: Dios, te lo suplico, resucita. Es la oración de quien cree, pero también de quien ha perdido la fe, de quien quiere volver a creer después de la muerte de Dios.
Durante siglos los cantores de los salmos pidieron, con fuerte voz, a Dios que resucitara. Podemos imaginar que aquel sábado noche, delante del sepulcro, en espera y en oración, estaban también Abel, Dina, Agar, Job, Rispá, Nabot, la hija de Jefté y todas las víctimas de la Biblia. En aquella Resurrección estaba también su oración, y hoy está la nuestra. Mientras vemos al crucificado recorrer sin descanso la vía dolorosa, no podemos dejar de pedirle que siga resucitando, e implorarle que sus resurrecciones sean más que sus muertes, al menos una más: «Tenemos que imaginar a Sísifo feliz» (Albert Camus).
Original italiano publicado en Avvenire el 12/04/2020.