Para superar la crisis ambiental es necesario recuperar el significado de las relaciones en juego.
En 1957, frente a la terrible posibilidad de un holocausto nuclear, Albert Camus escribía: “Cada generación, sin duda, se cree destinada a reformar el mundo. La mía sabe que no podrá hacerlo. Su tarea es, tal vez, más grande: consiste en impedir que el mundo se destruya”. En nuestros días, a la posible autodestrucción del género humano mediante una guerra nuclear, hemos agregado la posible ecocatástrofe planetaria.
Nos sentimos dueños de la naturaleza, a tal punto de imponer nuestro dominio sobre ella. En el pasado la relación entre persona y naturaleza era armoniosa y colaborativa (pensemos en las sociedades agrícolas y campesinas); hoy, en cambio, la crisis ambiental se está extendiendo a todas las latitudes y culturas.
Pero todo refiere a una crisis más profunda, que involucra a la persona humana en su totalidad: la crisis antropológica, hija de una concepción del hombre que, en la búsqueda de su propia afirmación, se ha empadronado de la naturaleza y de su propio destino.
La renovación de la relación persona-naturaleza pasa por lo tanto necesariamente a través de la recuperación del significado de las relaciones que unen a cada uno de nosotros con la naturaleza misma. Es necesario actuar en tres niveles.
Nivel antropológico
Es preciso recuperar territorialmente las tradiciones que marcaron culturalmente las generaciones pasadas: los elementos vitales de la civilización agrícola y campesina, en su riqueza simbólica, sapiencial y artística, pueden ayudarnos a recuperar, dentro de nuestra sociedad “artificializada”, el significado de las relaciones que nos unen a la naturaleza.
Contemporáneamente tienen que cambiar los estilos de vida: ¿cómo organizar nuestra existencia de tal manera que podamos asumirnos la responsabilidad de la crisis ambiental?
Para quien vive inmerso en una sociedad de consumo no es fácil comprender cuánto se está expuesto al bombardeo continuo de estímulos que nos empujan a desear bienes no necesarios, verdaderos “símbolos de estatus”, la mayoría de las veces sin significado real para le existencia de una persona. Expresiones tales como “esencialidad en los consumos”, “eficiencia de la producción de bienes”, “gratuidad” y “sostenibilidad social del trabajo” indican cómo conducir un estilo de vida responsable respecto de las problemáticas ambientales.
Nivel del pensamiento
Hay que volver a pensar el concepto de naturaleza, no ya entendida como la esfera de lo no humano, típica del paradigma cartesiano dominante en la actualidad en el que impera una rígida contraposición entre sujeto y objeto, sino como “totalidad del mundo físico”, incluyente también de los seres humanos. Los términos “persona”, “naturaleza” y “ambiente” tendrían que expresar una relación de mutua generación e inmanencia, en el sentido de que cada uno de los términos es al mismo tiempo causa y efecto del otro.
Nivel religioso
Para el creyente la recuperación de la relación entre persona y naturaleza implica la superación del modelo bipolar para abrirse a la relación Dios-persona-naturaleza. De ese modo:
Puede ser valorizada plenamente la naturaleza porque se reconoce que ella, como creación, tiene un valor en sí misma; se reconoce que la naturaleza es un lugar de la automanifestación de Dios y se conoce el fin último: la base física para los cielos nuevos y tierras nuevas.
Puede ser valorizada la red de relaciones que la une a nosotros porque se adquiere la conciencia de que somos compañeros de viaje hacia la recapitulación final.
Por último puede ser valorado el rol creativo que la persona humana tiene para conducir la naturaleza a Dios, involucrándola en el desarrollo cultural de la humanidad a través del trabajo humano.
Pero ¿qué antropocentrismo es necesario para una ética ambiental en el ámbito cristiano? El hombre tiene que ser concebido no como dueño de la realidad natural, sino como su cuidador. En el centro hay una persona que se realiza en el don-de-sí misma, viviendo en plena reciprocidad con sus pares al punto de ser con ellos “un corazón y un alma sola”, e involucrando a la humanidad y el cosmos hacia la Vida misma de Dios.
Los tres niveles (antropológico, de pensamiento y religioso) son senderos convergentes para alcanzar la sostenibilidad del desarrollo y momentos de un recorrido educativo que se proponga la recuperación del significado de las relaciones que nos unen con la naturaleza.
Este desafío exige y requiere una figura de hombre y de mujer, un tipo de persona –en gran parte aun desconocido– en el que se pasa de una óptica prevalentemente individual a la visión de comunión-unión, de la óptica de grupo limitado a la de familia humana global. Reside allí toda tradición cultural auténtica llamada a dar su valioso aporte ·
(*) Sergio Rondinara, doctor en Física Nuclear, filósofo y teólogo, profesor permanente del IU Sophia (Loppiano, Florencia, Italia).
Nota: Artículo publicado en la edición Nº 605 de la revista Ciudad Nueva.